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Hay quien dice que trabajar en un suplemento cultural es como vivir en una biblioteca con las luces encendidas. A veces es cierto. Pero otras, más que una biblioteca, se parece a una terminal de aeropuerto: nunca sabes a qué hora vas a despegar, pero sabes que acabarás llegando a algún lugar inesperado.

Soy Gabriel Lavao. Tengo 22 años. Me gradué en la Manchester Metropolitan University con un grado de Relaciones Internacionales con Japonés y en la Heriot-Watt University (Edimburgo) con un máster de Interpretación. Desde marzo a septiembre estoy haciendo las Prácticas en la sección de de cultura de EL ESPAÑOL, El Cultural, como alumno del Máster de Periodismo Multimedia de este diario y de la Universidad Camilo José Cela.

Estar en El Cultural no es simplemente escribir sobre libros, arte o música. Es, sobre todo, aprender a mirar. Y a correr. A mirar rápido y escribir aún más rápido. Un lunes cualquiera puedes estar editando un perfil sobre un violinista bielorruso, y el jueves por la noche ya estás en una plaza de Cremona con el autor de un thriller sobre un Stradivarius perdido, tomando notas bajo los campanarios que huelen a madera vieja y resina.

Las jornadas no son rígidas. A veces, el día empieza con una rueda de prensa en CaixaForum y termina con un cierre que se alarga hasta las ocho de la tarde porque la entrevista a Frederick Elmes —el director de fotografía de David Lynch— llegó con una hora de retraso.

Y mientras transcribes, editas, titulas, corriges, siempre hay una lista de temas que esperan en segundo plano: una crónica sobre Pet Shop Boys, una pieza sobre el centenario de la Cuesta de Moyano, un artículo sobre el Festival de Cine Alemán o una nota sobre el uso del sitar en la música española. Cultura plural, viva y a veces impredecible.

Gabriel Lavao durante su jornada laboral. Laura Mateo

No todo es glamour, por supuesto. La cultura también tiene su parte de resistencia: madrugar para una entrevista por Zoom con un autor argentino al otro lado del Atlántico, leer tres libros en una semana o improvisar preguntas a una poeta escénica cuando el dossier de prensa no llega a tiempo. Pero de esa tensión, casi siempre, sale algo valioso. Porque en El Cultural —como en una buena novela— el ritmo no lo marca la rutina, sino la historia que hay que contar.

Hay viajes. Y no sólo geográficos. A veces son desplazamientos interiores: meterte durante días en un reportaje sobre la adicción a la guerra entre corresponsales, entrevistar a víctimas de violencia institucional o enfrentarte a temas como el cierre de bibliotecas en verano y lo que eso implica para el acceso a la cultura y la igualdad social.

De repente descubres que no estás escribiendo sólo sobre cultura, sino sobre cómo una sociedad se piensa a sí misma. Que hablar de un festival de poesía es hablar de política. Que escribir sobre literatura es hablar de memoria, deseo o rabia.

Estar en El Cultural significa, también, cuidar la forma tanto como el fondo. Las palabras no son solo herramientas, son materia prima. Los titulares no son gritos, sino brújulas. La belleza importa. Se busca un estilo que piense, pero también que respire. Hay espacio para la ironía y para lo lírico, para la metáfora y para el dato duro. No se trata de adornar: se trata de contar mejor.

Todo esto, además, ocurre en un entorno en el que se valora la iniciativa. Las ideas nacen en cafés, en chats, en pasillos o en el insomnio de una noche de domingo. Si tienes una propuesta, la puedes pelear. Si tienes una duda, se discute.

El suplemento tiene esa rara virtud de permitirte crecer desde dentro: no hace falta tener veinte años de experiencia para que te escuchen, pero sí hace falta tener curiosidad, rigor y una cierta vocación de lector en guardia.

No hay héroes solitarios. Todo texto es colectivo en algún momento: editores que afinan, compañeros que sugieren títulos, diseñadores que convierten un párrafo en doble página. Y detrás de cada pieza hay también una tensión constante entre actualidad y profundidad: cómo cubrir un estreno sin caer en lo obvio, cómo dar contexto sin aburrir. Hay que moverse entre la crónica y el análisis, entre lo inmediato y lo duradero.

Y sí, a veces hay estrés. Hay momentos en que parece que no llegas, que faltan horas o energía. Pero también hay una extraña recompensa: ver tu pieza publicada, ver cómo circula, cómo alguien la lee y se detiene. Ese momento compensa. No por vanidad, sino porque reafirma algo esencial: que todavía hay sitio para un periodismo que respira, que duda, que pregunta sin ruido.

Estar en El Cultural no es un lugar, es un tránsito. Una forma de moverse por el mundo con los ojos abiertos. Y con los dedos siempre en el teclado.