El cementerio de San Bartolomé de La Algaba.

El cementerio de San Bartolomé de La Algaba. E.E. Sevilla

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La vida entre tumbas de un sepulturero sevillano: “Yo quiero que me entierren, no que me incineren”

Desde el cementerio de La Algaba, Francisco Javier Carbonell habla sin tabúes de una profesión que le ha enseñado a convivir con la muerte.

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Francisco Javier Carbonell tiene 43 años y lleva catorce trabajando entre lápidas, flores y recuerdos. Es el sepulturero del cementerio de San Bartolomé de La Algaba, un municipio sevillano de poco más de 16.700 habitantes, y si algo tiene claro después de sus años de experiencia es que quiere ser enterrado y no incinerado.

En vísperas del Día de Todos los Santos, cuando los camposantos se llenan de vida y de flores, Francisco Javier atiende a quienes se acercan a visitar a sus seres queridos con la misma serenidad con la que habla de su oficio.

Su historia comenzó casi por casualidad. Era funcionario en el Ayuntamiento del municipio cuando el antiguo sepulturero se jubiló. "Hacía falta encontrar a uno nuevo con urgencia y nadie quería trabajar allí", recuerda.

Fue el propio sepulturero saliente quien le preguntó si le daba miedo el puesto. "A mí qué me va a dar miedo ni me va a dar miedo", respondió sin dudar. Así empezó una profesión que, catorce años después, forma parte de su vida.

Los sepultureros, funcionarios municipales, son una figura esencial y cada vez más escasa. En La Algaba, Francisco Javier se encarga de casi todo: desde enterrar a los difuntos hasta mantener el recinto. "Antiguamente el sepulturero se dedicaba solo a enterrar, y ahora no", explica. "Hoy hago labores de albañilería, jardinería y mantenimiento".

En el cementerio de San Fernando, en Sevilla capital, los trabajos están divididos por áreas, pero en los pueblos, especialmente en aquellos con una población reducida, la realidad es distinta. "Aquí hago de todo menos asuntos administrativos, que para eso tengo un compañero", resume.

Aunque está inscrito en un curso de formación para sepultureros, reconoce que el oficio se aprende sobre todo con las manos. "Tampoco hace falta nada del otro mundo. Esto es, sobre todo, albañilería", explica. "Una vez que introduces a la persona en el féretro, lo que se hace es cerrar con yeso y ladrillo".

Su antecesor estuvo 47 años en el cargo. Él lleva 14 y no imagina dejarlo pronto, y aunque reconoce que las incineraciones son muy habituales en la actualidad, duda mucho que su oficio pueda llegar a perderse. "Hoy día se incinera mucha gente, pero creo que es un oficio que no puede desaparecer", reflexiona.

Además, su experiencia le ha dejado una idea bastante clara: quiere ser enterrado. "Yo quiero que me entierren, no que me incineren", se reafirma.

La parte humana

Su jornada, tal y como reconoce, suele ser tranquila. No todos los días hay entierros, aunque sí mucho trabajo invisible. "Solemos enterrar a unas siete u ocho personas al mes y hacer entre cinco y seis exhumaciones", cuenta. En total, unas 80 o 90 exhumaciones al año.

La rutina, sin embargo, se complica cuando la muerte se acerca demasiado. "He enterrado a amigos míos, a tíos o a mi abuela", declara, y añade que "ahí sí se pasa muy mal".

Las exhumaciones son, quizá, las tareas más desagradables para Francisco Javier. "No sabes lo que te vas a encontrar. Cada cuerpo es un mundo", explica.

A pesar de la naturaleza de su trabajo, asegura que nunca ha vivido nada paranormal. "Eso son bulos", afirma entre risas.

Una anécdota

Cuenta una anécdota que le legó el antiguo sepulturero. "Antiguamente la gente trabajaba en el campo, les daba un golpe de calor y los daban por muertos", narra.

"Mi compañero me contó que una vez llevaron a un hombre que había desfallecido, lo dejaron toda la noche en el cementerio y, por la mañana, se lo encontraron fumándose un cigarro", ríe. Eso sí, matiza que está hablando de "hace 50 o 60 años".

Después de más de una década conviviendo con el silencio de las tumbas, Francisco Javier no siente miedo. "Mi día a día es muy tranquilo. Se siente uno a gusto con sus seres queridos", reconoce.

Su relación con la muerte se ha convertido en una aceptación tranquila y, pese a lo que pueda parecer en un oficio como el suyo, Francisco Javier habla con una voz alegre y una energía contagiosa. Se expresa sobre su trabajo con la naturalidad de quien podría estar hablando de cualquier otra profesión del mundo.