Álvaro Ramos.

Álvaro Ramos. Sevilla

Opinión ANDAR Y CONTAR

Cuento de Navidad

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Desde hace unos años, cuando llegan las fiestas, mi madre repite siempre la misma reflexión, que llegada cierta edad, la Navidad ya no es lo que era.

Al escucharla, la miro con detenimiento y percibo que no lo dice con amargura, sino con esa mezcla de lucidez y madurez que regalan la experiencia y los años vividos. Es evidente que, conforme uno va cumpliendo años, las fiestas se viven de otro modo, quizá con menos euforia, pero con más memoria. Recuerdos que atropellados nos asaltan sin piedad.

Esa reflexión materna me ronda desde hace tiempo por la cabeza y siempre acaba llevándome a Cuento de Navidad, de Charles Dickens.

Porque, sin darnos cuenta, cuando llega la Navidad todos nos parecemos un poco a Ebenezer Scrooge.

No al avaro hosco del inicio de la historia, sino más bien al hombre obligado a detenerse un instante y a mirarse a sí mismo. A enfrentarse a los fantasmas de sus Navidades pasadas, presentes y futuras.

En definitiva, a hacer balance de su vida y a recordar quién fue, quién es y quién podría llegar a ser. Ese viaje íntimo es, en el fondo, el que muchos emprendemos en estas fechas, aunque no lo confesemos en voz alta.

Las Navidades del pasado aparecen casi siempre envueltas en una pátina de infancia. Los Reyes Magos, la ilusión infantil, los juguetes esperados durante meses, las sobremesas interminables en casa de los abuelos. Todo era juego, ilusión y calor de hogar. La familia parecía completa y eterna. No había conciencia del tiempo ni de su desgaste.

Luego llega la vida adulta y con ella la renuncia, a veces dolorosa, a ciertas cosas. La inocencia deja paso a la responsabilidad. Los regalos pierden la sorpresa. En las mesas comienzan a aparecer sillas vacías, poco a poco. Empiezan a faltar rostros y voces que antes daban sentido a la reunión familiar. La nostalgia duele, aunque en ocasiones también nos reconcilia con nuestro pasado.

Entre la pena por lo perdido se cuela la alegría de lo compartido, de aquello que fue verdadero mientras duró. Recordamos tanto lo que hicimos bien como lo que dejamos a medias. No para castigarnos, sino para aprender de nuestros errores.

Ese ejercicio, tan propio de estas fechas, no se queda anclado solo en el pasado. Al contrario. Abre la puerta al futuro. A los hijos y nietos que llegan, a las parejas que se incorporan a la mesa, a las casas nuevas que se estrenan, a los trabajos que ilusionan o a los viajes que se prometen.

Pensamos en las Navidades que vendrán y, aunque la cautela ya forma parte del equipaje vital, la esperanza sigue asomando. Quizá con menos artificios que antes, pero con más serenidad y coherencia que antes.

Entre ese álbum de recuerdos que desempolvamos y las proyecciones que hacemos del mañana queda el territorio más incómodo y, a la vez, más importante: la Navidad presente. El aquí y el ahora. Lo que tenemos.

La Nochevieja concentra como pocas escenas ese instante suspendido en el tiempo. Las uvas sobre la mesa. El reloj de la Puerta del Sol sonando en la televisión. Todos nos encontramos juntos, pero cada uno dialoga en silencio consigo mismo.

A medianoche del 31 de diciembre se cierra un ciclo y se abre otro. Durante unos segundos no hay pasado ni futuro, solo la conciencia del presente. La de saber quiénes somos en este momento exacto.

La Navidad no nos transforma de golpe ni nos convierte en mejores personas por arte de magia. Tampoco borra los errores del pasado ni reescribe lo vivido. Pero sí nos coloca frente al espejo, porque detrás del encanto navideño aparece la honestidad.

En los tiempos que corren, aceptar esa idea sin cinismo, de verdad, ya es todo un triunfo. Quizá por eso, aunque no sean como antes, estas Navidades siguen teniendo sentido, porque de nuevo nos obligan a pararnos un instante y a mirarnos a nosotros mismos, como hizo el viejo Ebenezer Scrooge.

Y quizá descubramos, una vez más que, aunque no podamos cambiar el pasado, el futuro está aún por escribir.