Álvaro Ramos.
Viajo de regreso en tren a Sevilla. Siempre me ha gustado este medio de transporte. Tiene una magia y un romanticismo especial, como si la vida dentro del vagón quedara suspendida en el tiempo. En su traqueteo percibo una cadencia casi hipnótica, una especie de mantra que invita a la introspección.
Miro por la ventanilla y observo como el paisaje corre a toda velocidad, como si fuese una película a cámara rápida, tan vertiginosa, como a veces sentimos que pasa la vida.
Busco en la mochila un libro. Es uno de esos pequeños placeres del viajero, poder leer sin prisa, lejos de las interrupciones cotidianas. A mi alrededor, la mayoría de los pasajeros se refugia en sus pantallas, atrapados en ese gesto contemporáneo de evasión digital.
Yo decido rebelarme contra el algoritmo y abrir La dulce existencia de Milena Busquets. No podía haber elegido un título más oportuno, justo el fin de semana que regreso a Granada, mi ciudad natal, para ver a la familia, a los amigos, para reencontrarme con todo lo que dejé atrás cuando me mudé a Sevilla.
En estos años, la ciudad de la Giralda se ha ido convirtiendo en mi hogar. Como un árbol trasplantado, he echado raíces nuevas en su tierra fértil, me he ido acomodando a la luz de sus días y a su particular manera de mirar la vida. Pero hay algo que no se muda nunca y es la nostalgia que se aferra al pecho, lo que los canarios llaman magua y los portugueses, saudade.
Esa añoranza que nos mantiene unidos a la tierra donde uno creció. A veces pienso que quienes cambiamos de ciudad vivimos en un exilio emocional. No es un destierro triste, más bien una especie de desdoblamiento, ya que parece que pertenecemos a dos lugares y, por eso mismo, a ninguno del todo.
Caminar por las calles de Granada después de tanto tiempo me produce una sensación extraña. Todo parece igual y, sin embargo, nada lo es. La ciudad ha cambiado, pero también yo. Reconozco lugares, personas, edificios… y a la vez me descubro como un visitante en mi propio pasado.
En La dulce existencia, Busquets nos da a entender que cada lugar guarda un eco de quienes fuimos allí. Quizás por eso volver tiene cierto riesgo, ya que uno se enfrenta a las versiones de sí mismo que quedaron en atrás. Por eso, mientras me pierdo por Granada me asaltan los recuerdos con una fuerza inesperada.
Esto me hace pensar que el regreso, más allá de un viaje físico, es también una confrontación con la memoria. En realidad, nunca regresamos al mismo sitio. Aunque el lugar persiste, nosotros ya somos otros. Como decía Heráclito, nadie se baña dos veces en el mismo río.
El tren, mientras tanto, avanza. Me gusta pensar que es la aguja que cose mis dos hogares, que los une como dos retales distintos que forman una misma pieza. Dos ciudades que se abrazan en los raíles de este trayecto. En esa costura imperfecta, en ese punto de unión, tal vez se encuentre la verdadera pertenencia.
El otro día, precisamente, al debatir con mis estudiantes sobre qué significa pertenecer, pensé concretamente en eso, en la sensación de sentirse siempre a medio camino, entre el granadino “exiliado” y el sevillano “adoptado”.
Pero también lo percibí como una oportunidad de poder vivir en dos lugares, aprender de ellos y aportar a cada ciudad una parte de mí. Al final, se trata de sentirse feliz por tener dos tierras que te reconocen y que, de alguna manera, también te pertenecen.
Cuando levanto la vista del libro, el altavoz de Renfe anuncia que estamos llegando a Santa Justa. Cierro las páginas, todavía con la voz de Busquets resonando en mi cabeza. Pienso que la vida es dulce, sí, pero también fugaz.
En ese instante, miro de nuevo por la ventana y el paisaje va adquiriendo una velocidad más moderada. El tren, finalmente, se detiene, y con él, ese paréntesis en el que uno puede ser —por un instante— de dos lugares a la vez.