Luis Romero
Cuando estaba hablando con mi tía, delicada de salud en estos momentos, hubo unos segundos en los que apenas podía oírla debido al inesperado ruido que emanaba de un gran altavoz instalado en la Puerta de Jerez.
Mi tía insistía en hablar con gran esfuerzo pero yo no podía enterarme debido al sonido perturbador que producía un señor que se había apoderado de unos metros cuadrados cerca del Palacio de los Guardiola.
Hube de andar una buena distancia en dirección a Correos para dejar de oír ese molesto ruido, a la altura de Casablanca, pensando, como siempre, dónde estaban los agentes de la policía local.
Ya sé que no pueden cubrir toda la ciudad los pocos efectivos disponibles pero qué menos que esta arteria principal del centro y una de las zonas turísticas más importantes de España.
Más bien, mi sensación fue de una absoluta anarquía y no porque no lo hubiese vivido antes sino porque el domingo pasado parecía que era un sábado por la tarde debido a un desfile procesional.
De modo que continué junto a mi esposa paseando por la Avenida de la Constitución en dirección a la Plaza Nueva, pero no bien hube pasado Correos y casi tropezado con unas camisetas de futbolistas con los nombres de Ronaldo, Messi y otros expuestas en una gran tela cuadrada blanca, otra vez comencé a oír un sonido atronador que provenía de dos grandes artefactos.
Le dije a mi mujer que no me enteraba de la conversación con mi familiar y por eso tuve que despedirme de ella hasta que la visitara el próximo día en su casa.
A todo esto, he de mencionar que para no chocarme con unos transeúntes que hacían cola en una heladería frente a la catedral hube de echarme un poco a la derecha y casi me atropella un patinete a toda velocidad que se acercaba, pero pude evitar la colisión gracias a que no me atrevo a moverme un palmo en “zonas peatonales” sin mirar a un lado y otro.
Los patinetes con pilotos sin casco, sin seguro ni prudencia alguna, circulan como si se moviesen en un circuito de competición, muchas veces ocupados también por un copiloto que no sabe lo que se juega.
Ya solo con el sonido del trasiego de la gente propio de la avenida fuimos acercándonos al Ayuntamiento y en ese instante pasó a gran velocidad un patrullero de la policía local con las sirenas que bien podría haber atropellado a algún transeúnte sin entender por qué era más importante ganar unos segundos para detener a un pequeño delincuente que la integridad física y la vida de una o varias personas que estaban en riesgo de ser lesionadas por un vehículo de la autoridad que circulaba temerariamente.
Al entrar en la Plaza de San Francisco haciendo esquina con el edificio consistorial, nos llamó la atención un par de jóvenes extranjeros con camisetas negras que tocaban las palmas como para animar a los caminantes a que se acercasen a su lado. Como no podía ser de otra forma, inmediatamente accionaron los dos altavoces que había junto a ellos con muchísimos decibelios.
Salimos de allí despavoridos en un escenario dantesco pero no por eso vivido de igual forma en multitud de ocasiones: pegados al Ayuntamiento, donde reside la autoridad de la ciudad, estaban allí unos señores sin apariencia de poseer licencia fiscal, que recaudan dinero de los espectadores sin control alguno, con perturbación medioambiental e infracción de un buen número de normas.
Seguimos adelante algo más tranquilos oyendo el murmullo de la gente que paseaba por las aceras hasta adentrarnos en la Plaza del Salvador, muy animada y con todas las mesas altas repletas de vasos de cerveza con mucha espuma. De ahí a la Plaza de la Encarnación por Cuna, daba gusto pasear ese domingo en una tarde con una temperatura ideal que no podía finalizar en otro lugar que no fuese Las Teresas en el barrio de Santa Cruz.
Tras tomar la primera tapa en la esquina de la barra de mármol blanco próxima a la puerta del callejón, el camarero nos indicó que nuestra mesa en la calle ya estaba lista para disfrutar de la cena viendo pasear a la gente en este lugar mágico de Sevilla donde uno tiene la sensación de estar en un tranquilo pueblo sin más perturbación acústica que esos cinco o seis miembros de un ruidoso grupo de flamenco que atrona con sus instrumentos y sus voces a los ciudadanos que pacientemente los toleramos.