El Muro de las Lamentaciones de Jerusalén mide 488 m de largo y tiene una altura variable, desde los 19 m que alcanza en la explanada que suele verse en televisión hasta los 60 m del barrio judío, donde recibe el peso de las casas apoyadas en él. Es lo que queda del Segundo Templo, derribado por los romanos en el año 70, siendo durante cinco siglos un simple muro de contención del monte Moriá.

La imagen de Netanyahu y Marco Rubio rezando frente a él, siguiendo el rito de introducir un papelito con deseos en sus rendijas, es una demostración más de la impunidad de los crímenes que asolan nuestras retinas y conciencias. Una impunidad retransmitida en directo y con millones de espectadores, certificada por un secretario de Estado norteamericano —católico— que rinde pleitesía a un genocida, con la kipá cubriendo su coronilla.

El pobre muro es un testigo más, sin voz ni voto. Si pudiese hablar, con esa sabiduría acumulada en toneladas de peso y cientos de años, tal vez cumpliría con su nombre para lamentarse, para reproducir muy alto el nombre de los miles de asesinados a pocos kilómetros de su zanja; quién sabe si no se desplomaría para no ser cómplice del odio y la miseria moral de quienes le siguen ensartando papelitos que parecen dagas.

Hace unos días, el que fuese alcalde de Roma, Ignazio Marino, reprochaba a la responsable de Asuntos Exteriores de la Unión Europea su inacción ante el genocidio. Por su edad —decía el italiano, médico de profesión— él no vería levantado el Museo del Holocausto Gazatí, pero ella sí. Para entonces, Kaia Kalas debería haberse buscado alguna excusa, esconderse, huir a la Patagonia o al desierto de Gobi cual ermitaña anónima, porque no tendría el valor suficiente para mirar sin temblar a sus nietos y explicarles que se mantuvo en el cargo sin haber hecho lo suficiente.

La imagen, tan factible que se puede tocar con los dedos de una memoria futura, se junta con la de Rubio frente al muro, que también lo perseguirá, aunque parezca no importarle demasiado. Las cuentas con el Dios cristiano al que dedica sus plegarias se encargará de leerle la cartilla y dictarle piadosa sentencia. De eso no nos enteraremos; de su complicidad criminal, sí.

Los muros no tienen conciencia, pero están sometidos a una recurrente presencia en los conflictos humanos. Son capaces de contener montes y casas, de separar ciudades, de recibir balas, de escuchar lamentos y de cercar suburbios hasta el aislamiento más injusto. Una multifuncionalidad asumida con sumisión honesta, con esa verdad silenciosa que la piedra ofrece.

En los paredones esparcidos por España, en el yeso arañado de los campos de concentración polacos o en la metralla que se quedó a vivir en pequeños agujeros de las cárceles chilenas, se siguen acumulando lo que mañana serán recuerdos indeseables, destinados a ser olvidados por los culpables sin dejar de supurar las lágrimas de las víctimas. Ahí siguen en pie los paños supervivientes de la tapia de Pico Reja, junto al cementerio de San Fernando, y una fosa donde reposan miles de sevillanos sin tumba labrada, sin fecha de defunción, espíritus sin censo ni derechos.

Hasta hace poco la historia se escribía con palabras. Hoy se hace con imágenes. Basta «estar en el mundo» —tener un móvil a mano es suficiente— para darse cuenta. Las imágenes en movimiento —vídeos cuanto más cortos y burdos, mejor— parecen ser el siguiente paso en la deriva figurativa de ese mundo que a veces desearíamos abandonar. Ya no nos vale con imágenes estáticas, sino que tienen que moverse, sonar, erizarnos la piel, hacernos llorar, reír, odiar.

Pienso en lo que ya estudian neurólogos, psiquiatras y antropólogos: la huella que deja el consumo de esa jauría en movimiento nos insensibiliza, y para erizarnos la piel, llorar, reír y odiar cada vez necesitaremos umbrales de horror mayores. No nos bastará —ya no nos basta— con viviendas desplomadas, ciudades arrasadas, niños famélicos y sudarios apilados.

Quizás algún día los muros aprendan a hablar y relaten, con esa verdad incómoda y densa, quiénes lloraron por las vidas robadas y quiénes lo hicieron por la suspensión de una etapa ciclista. Cuando la piedra encuentre su voz, tal vez descubramos que los verdaderos lamentos no estaban en sus grietas, achaques y metrallas, sino en nuestra cómplice indiferencia.