El otro día, paseando por el centro de Sevilla, me crucé con uno de esos kioscos que aún resisten en pie, como viejos guardianes de la información del barrio. Repleto de periódicos y revistas, y con un gran muestrario multicolor de chucherías y bolsas de patatas, que ocupaba gran parte de su espacio.
A su alrededor, como palomas alborotadas, un grupo de niños debatía nervioso, euro en mano, dónde invertirían su tan preciado tesoro. ¿En unas gominolas? ¿Quizás unas chocolatinas? ¿O mejor un sobre de Holy Cards? Tras ellos, y esperando a que resolvieran tal cuestión, una pareja de señores aguardaba para comprar el periódico. Curiosa coincidencia. Dos generaciones junto con dos maneras muy diferentes de mirar aquel mismo puesto. Para los pequeños, el paraíso del dulce. Para los mayores, probablemente, el ritual de cada mañana.
Por un instante, me detuve a contemplar la estampa. Y aquello, inevitablemente, me llevó de vuelta a mi infancia. En mi barrio, durante muchos años, la prensa tuvo nombre propio: Flora. Así se llamaba la quiosquera que con una sonrisa amable nos despachaba lo que hiciera falta. Allí uno podía comprar el periódico, sacar una fotocopia, improvisar un tentempié con una bolsa de patatas o comprar un bolígrafo de última hora antes de entrar al instituto. El kiosco de Flora era más que un negocio, era una especie de centro social del barrio. Todos los vecinos, en algún momento, pasaban por allí.
Hace unos años que Flora, por jubilación, dejó el negocio. El barrio ha seguido su curso desde entonces, pero todos sentimos que nos falta algo. Y es que tras más de veinte años tras el mostrador nos ha dejado una gran sensación de orfandad. En otros negocios se puede seguir comprando prensa y chucherías, pero la sensación no es la misma.
Hoy los kioscos sobreviven como pueden. La realidad es inapelable, la venta de prensa se ha desplomado. Flora me lo confesó en una entrevista que tuve ocasión de hacerle durante sus últimos días al frente de su negocio. Las nuevas tecnologías, el coste de producción de los periódicos, los cambios de hábitos de lectura y hasta la desconfianza hacia algunos medios han golpeado de lleno a los puestos de venta de prensa.
Muchos cerraron. Otros, en un acto de resistencia, se han reinventado para adaptarse a los nuevos tiempos. Los hay que funcionan como puntos de recogida de paquetería, que amplían su oferta de alimentación o que venden souvenir de la ciudad para turistas despistados. La adaptación, en algunos casos, les da un respiro, aunque nunca les devuelve del todo su antigua alma.
Aun así, todavía podemos encontrarnos en Sevilla kioscos que conservan su esencia. Esas pequeñas construcciones en calles y plazas que, durante décadas, fueron epicentro de la información escrita. Al mirarlos nos invade una cierta nostalgia infantil al recordarnos de la mano de nuestros padres o abuelos mientras íbamos a por el periódico, con la promesa de algún caramelo o sobre de cromos como premio.
Quizás el negocio de la prensa esté malherido, pero los kioscos siguen siendo un símbolo para muchos. Como la última trinchera de los diarios impresos. Recordatorios de una ciudad que conversaba en papel y que se informaba pasando las hojas del periódico. Por eso, convendría defenderlos. Porque no son solo puesto de venta de prensa. Son parte de nuestra memoria colectiva, de nuestro patrimonio emocional. Y mientras queden kioscos abiertos, resistiendo a pie de calle, Sevilla seguirá teniendo un retazo de su identidad a salvo.