Elevar la barbilla y mirar al cielo para descubrir el mundo. Un gesto automático, primitivo, que ha acompañado al hombre desde su bautismo como especie, ya fuese en busca de respuestas trascendentales o para prever cambios meteorológicos. Cuando lo repito, siglos después de que san Mateo ordenase aquel “Mirad las aves del cielo”, pienso que las cotorras argentinas que plagan Sevilla son el presagio de algo, tal vez una alegoría del turismo de masas que distorsiona el ecosistema de la ciudad. Aunque parezca imposible, si obedecemos a san Mateo, además de las molestas cotorras verdes encontraremos otras especies. Y no me refiero a los periquitos embalconados o al murmullo machacón de las palomas, sino a los jilgueros, verderones, vencejos, mirlos y ruiseñores que insisten en quedarse, como si no hubiesen leído la noticia de que la ciudad ya no les pertenece, igual que esos señores empeñados en seguir comprando el periódico en papel.

Sevilla llegó a ser una ciudad de pájaros variados. En el mercado de la Alfalfa, donde hoy se sirven desayunos de aguacate, se vendían aves cantoras cada domingo. Venían de los pueblos y eran capturadas en los trigales y campiñas de la provincia para alegrar los salones oscuros de la burguesía, los corrales de la antigua Triana, los balcones de las viudas, las sacristías de los párrocos y las ferreterías de mostradores de madera. Había canarios de canto fino, jilgueros bravíos y verdecillos diminutos que eran carne de competiciones clandestinas, de colecciones de dudoso pedigrí y de una familia de saberes populares ya perdidos.

En aquellas jaulas —muchas veces hechas de caña y alambre, mal cerradas, hasta dejar huecos en los que cabían ciudades enteras— quedaba encerrada también una forma de entender el tiempo. Un tiempo en el que la ciudad tenía oído para lo sutil, para lo vivo, para lo pequeño. Los pájaros, como las personas que parecen vivir en otra época, resistiendo a las dinámicas globales, siguen ahí. No todos. Algunos se han ido, expulsados por el hormigón, el ruido y el calor sin tregua; pero otros resisten. Los vencejos que sobrevuelan la Catedral en círculos infinitos, acaso custodiando algún secreto, o los gorriones, tan comunes que parecen parte del mobiliario urbano. Siempre he creído que el pájaro de cerámica de la fachada de San Pedro es el custodio de todos los demás —los que sucumbieron—: el último recuerdo material de aquellos días en que la ciudad hablaba con los pájaros, emblemas involuntarios de una sensibilidad disuelta.

Para encontrar los pájaros que resisten a la presión turística de las cotorras podemos recurrir a las golondrinas inmortales del poeta, o bien pasear en las primeras horas del día por el callejón del Agua, cuando los autobuses de Menéndez Pelayo aún no han desembarcado, y notar que viven en las buganvillas y los jazmines, que han abandonado los versos para reafirmarse como fósiles vivos, versiones aladas del Ginkgo biloba, o de esos animales jurásicos que viven entre nosotros con estructuras óseas antiguas.

Hay algo reparador en el ejercicio de levantar la vista y buscar a los pájaros; quizás por eso nos inquieten tanto las ciudades que han perdido sus aves, síntoma de una sordera progresiva, de un olvido esencial. Los pájaros no están ahí para decorarnos la vida, sino para recordarnos que el tiempo y el espacio hacen círculos como los vencejos, y que buscándolos honramos a nuestros antepasados, enfocando la vista en el mismo cielo que ellos miraron. Rilke encontró allí sus ángeles, el fundamento de todas sus dudas, y Cernuda, la soledad, personificada en un pájaro hastiado apoyado en alguna muralla: “te encuentro a ti, tú, soledad tan mía, / y tú me das fuerza y debilidad / como el ave cansada los brazos de la piedra”.

Aunque ya no haya jaulas en la Alfalfa, la estirpe de aves que algún día vio Cernuda haya muerto y los niños no sepan distinguir un jilguero de un verderón, aún hay pájaros en los tejados, en los patios, en los muros agrietados, cantando como quien sueña con otra ciudad posible. Quizás por eso hay que seguir buscándolos, mirando al cielo, elevando la barbilla para despegar del suelo.