Pitágoras aprendió de su paisano Anaximandro de Mileto que las formas orgánicas obedecían a constantes geométricas, que incluso los sabores formaban en la boca figuras que algún día podrían traducirse en fórmulas matemáticas. El ejercicio de convertir ecuaciones en dibujos —superficies, líneas o puntos— sea posiblemente uno de los avances más determinantes de la humanidad junto a la escritura y la cartografía. Todas ellas funcionan con el mismo mecanismo, son incisiones en el papel que no imitan aquello que significan: ni las ciudades carecen de volumen como aparecen en los planos ni la palabra “ladrillo” se expresa dibujando un bloque de arcilla agujereado. Tampoco el sabor amargo tiene forma de cristal ni el dulce de hélice, pero sabemos que el baile químico convocado en nuestra boca reproduce esas formas.

Tomando como verdaderas las derivas de Anaximandro, en una dimensión posible de equivalencias, es bonito pensar qué sabor tendrá, qué sé yo, El Castillo de Franz Kafka —seguro que uno amargo—, los matices gustativos de los poemas de Lorca, los olores escondidos en un bloque de granito de Brancusi o la gama de reacciones salivares contenida en las piscinas de Álvaro Siza. Si una hélice sabe a caña de azúcar y un pentágono a azafrán, las ciudades podrían oler, saber, esconder geometrías, incluso ser proyecciones del pensamiento lejano de algún geómetra ya muerto, como esas estrellas apagadas que siguen arrojando luz millones de años después.

Leer, escribir, encajar sílabas y ritmos en un poema, pasear por una ciudad, dibujarla, igual que darle un bocado a una milhoja, no consiste en otra cosa que en traducir, establecer equivalencias como quien pasa de kilogramos a litros. "Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos", decía Gimferrer. Y pienso que también la tendrán las ciudades, la tendrá Venecia, a quien iba dirigido ese verso, y la tendrá Sevilla, con una mecánica y una composición química que ocupará una posición determinada en una tabla periódica de urbes repartidas por grupos y familias. Alcalinas, gaseosas, metálicas, semimetálicas, sintéticas, actínidas. Me pregunto dónde estará Sevilla, si su valencia se parecerá más a la del silicio, a la del germanio, tal vez a la del estaño, o a la del generoso manganeso; si su capacidad de intercambiar electrones regalará átomos o los compartirá… ¿Tendrá sabor a bronce, como las campanas de duelo, al agua estancada de la ribera o al calor de sus suelos?

Entre las muchas tablas periódicas hechas por el hombre para codificar el mundo está el lenguaje, ya se ha dicho, palabras dibujadas que significan cosas mucho más complejas. La historia de la lengua contiene pliegues magníficos, cabría pensar que puestos ahí para despistarnos como cuando aparece una pepita de oro en un risco. Por ejemplo, el hecho de que los jeroglíficos transiten el camino opuesto a nuestro alfabeto: las ideas se desprenden de su forma y en la cabeza de un conocedor del idioma, dejan de ser lechuzas, abejas y serpientes para significar otras cosas, trazos abstractos alejados de aquello que representan. Algunos son ideogramas y otros fonogramas en un lenguaje caótico para nuestra óptica recia, pero tan perfectamente engarzado como la bacanal de átomos que se desprenden y rearman de la tabla de los elementos.

Saber quién está detrás de este caos controlado de geometrías que tienen sabor, de sabores axonométricos y ciudades de helio y radón es una tarea seria, tanto que su respuesta sigue dividiendo el mundo entre Dios y ciencia, una pareja que ha sido durante mucho más tiempo inseparable que disoluble. Del griego “hieros” (sagrado) y “glyphein” (tallar) viene la palabra “jeroglífico”, revelándosenos el entuerto con una mecánica —la escritura— elevada a sacro ejercicio, a un proceso que traduce lo que queremos decir extrayendo partículas de piedra desértica, es decir, alterando el orden de los átomos que apaciblemente conformaban una roca segura y firme. Alterar el mundo en un centímetro tallando una lechuza: he ahí, quién sabe, la respuesta a la métrica del universo, al equilibrio de la materia, al orden ambivalente —geométrico y amorfo— del tiempo.

Separados veintiséis siglos de Pitágoras —seríamos vecinos de edad aplicando la escala geológica— seguimos preguntándonos frente a una ecuación, un verso, una ciudad o una fruta, qué forma tendrá eso que sentimos, cómo sabrán las ideas, qué geometrías secretas encerrará este instante vivido. Así, sin darnos cuenta, seguimos trazando líneas invisibles entre las cosas, perdidos, como el filósofo, en un mar de días y un páramo de dudas.