Hacía tiempo que no acudía a la ópera y confieso que me emocionó cruzar el otro día las puertas de la Ópera de la Bastilla, como quien regresa a un lugar conocido. Habían pasado varios años, pero me alegró comprobar que el rito del amante del bel canto seguía siendo el mismo, como una liturgia medida que se repite con perfección cada vez que uno acude a disfrutar de la ópera.

Llegar con tiempo al teatro, cruzar el vestíbulo entre murmullos y saludos de viejos conocidos, detenerse unos minutos para charlar con los acompañantes mientras se hojea el programa y se saborea un refrigerio.

Y luego, ese momento tan esperado de acomodarse en la butaca y dejar que la vista vague por un patio de butacas repleto, intentando adivinar, en los gestos de los desconocidos, la misma expectación que uno siente.

¿Y qué decir de ese instante único en que las luces se atenúan poco a poco y la música comienza a inundar el aire con una promesa que solo la ópera sabe cumplir?

Caprichos del destino, la ópera que estaba en cartel estos días era El Barbero de Sevilla (siempre, Sevilla) de Gioachino Rossini. Una versión vivaz y contemporánea, dirigida por Diego Matheuz, que ofrecía al espectador una escenografía rotatoria inspirada en las calles de la Sevilla actual. Resultaba curioso ver, sobre aquel inmenso escenario parisino, fachadas y balcones con aires netamente hispalenses.

Fue, de algún modo, una forma de sentirme un poco más cerca de Sevilla, aunque estuviera a más de mil kilómetros.

Porque Sevilla ha sido musa y decorado de algunas de las más grandes óperas de la historia. Allí ambientaron sus intrigas y pasiones Mozart, Bizet o el propio Rossini. Y no es difícil comprender por qué. Hay algo en Sevilla que reclama ser cantado, con la misma intensidad dramática con la que los tenores y las sopranos se disputan el destino sobre las tablas.

Basta con pasear por el laberinto de Santa Cruz o detenerse en el silencio solemne de la Maestranza para notar el eco de otros tiempos. No es extraño entonces que, a la vuelta de cualquier esquina, uno pueda tropezar con el fantasma de Don Giovanni, con una Carmen provocadora o con un Fígaro siempre dispuesto a enredar la comedia.

La ópera, en ese sentido, es una de las manifestaciones culturales más completas que ha alumbrado el ser humano. Aúna música, teatro, canto, escenografía y, sobre todo, emoción. Podríamos decir de ella que es un arte total, que convoca todas las sensibilidades y todos los sentidos. Y que, pese a la irrupción de nuevas formas de entretenimiento encorsetadas en pequeñas y algoritmos que nos dictan el siguiente clic, sigue despertando una fascinación entre sus seguidores.

Prueba de ello fue la propia función parisina. El teatro, con su inmensa platea y sus pisos interminables, estaba a rebosar. Casi tres mil personas entregadas a lo que ocurría en escena, sin apenas sentir la tentación de mirar la pantalla de un móvil.

Durante casi tres horas, se dejaron arrastrar por la picardía de Fígaro, por las conspiraciones del doctor Bartolo o por el romance torpe pero sincero del conde de Almaviva y Rosina. Se reían, contenían el aliento y rompían en aplausos.

Como si el tiempo no hubiera pasado desde aquel estreno convulso de 1816 en Roma. Y quizá sea eso lo más encantador, que la ópera cambia de intérpretes, de orquesta y de puesta en escena, pero no de esencia. Sigue emocionando con la misma fuerza que el primer día.

En este mundo de la fugacidad y gratificación inmediata resulta esperanzador comprobar que hay espectáculos capaces de mantener intacto el hechizo. Que hay historias —y piezas musicales— que nos obligan a sentarnos, a escuchar con el corazón abierto y a dejarnos sacudir por sentimientos demasiado grandes para explicarlos con palabras.

Por eso, cuando regrese a Sevilla, quizás sienta que sus calles guardan en silencio todas esas óperas que se escribieron para ella. Que en el rincón más insospechado se adivina todavía la nota suspendida de un aria. En definitiva, una ciudad que sigue cantando, día tras día, con esa mezcla de risa y tragedia como solo Sevilla sabe hacer.