Los papiros y las barcas de los dioses egipcios estaban hechos del mismo material: una planta desecada e impermeabilizada capaz de adaptarse a la forma impuesta. Por eso cuenta Mario Satz en sus Bibliotecas imaginarias (Acantilado, 2021) que, seguramente, algún escriba pensó que leer era lo mismo que navegar por los siglos, por los mundos terrenales y celestiales, hasta alcanzar el reposo final, ese sin vuelta atrás. La polisemia de los materiales, la variabilidad de las formas: un papel convertido en avión o un papel que acoge las sagradas escrituras.

El gran letrero colocado al final de la calle Princesa de Madrid, apostado desde fecha desconocida en el friso central de un edificio muy castellano, dice: “MINISTERIO DEL AIRE Y DEL ESPACIO”, una evocación a la polisemia no de los materiales, sino de las palabras, al hecho mágico, fantástico, de que unos trazos de metal que dibujan unas palabras puedan significar eso que pensamos, pero muchas otras cosas. Igual que el papiro puede acunar dioses y registros notariales, también el metal puede soportar toneladas de peso y nombrar un edificio. Una vez superado esto —acaso una falla del orden del mundo—, resulta también fascinante que en el significado de ese letrero se puedan alojar otras realidades: el ministerio no de esa mezcla de gases por la que viajan los aviones, sino el del aire que respiramos; un ministerio tal vez enfocado en los índices de contaminación de nuestras ciudades encapotadas de hollín, quizás referido al aire como concepto poético, como derivada arquitectónica, como precepto del vacío.

Detrás del letrero del cuartel de la calle Princesa pueden estar los planes globales de rearme aprobados hace unos días por la OTAN, pero también los pliegues de Chillida, el atomismo de Lucrecio, la hornacina semiesférica de la sala capitular de la catedral o el vacío que dejan las cartas de un ser querido que se embarcó en la nave de los dioses, únicos testigos de su paso por la tierra. El aire, el vacío, permite que los cazas americanos que parten de Morón crucen el Mediterráneo, pero también que emerjan pequeñas hendiduras en la piedra, como en las lápidas romanas: esos surcos que surgen al tallar inscripciones, al retirar partículas de mármol para nombrar muertos, contar cosechas, desarrollar leyes o titular edificios.

El “MINISTERIO DEL AIRE Y DEL ESPACIO”, igual que el “MARCUS AGRIPPA L. F. CONSUL TERTIUM FECIT” del Panteón de Roma, los vítores del Archivo de Indias y del Sagrario, y todos los letreros restantes que permanecen siglos colgando de las fachadas, confirman aquella hipótesis de Stefan Zweig: que lo único que permanece intemporal e inalterable es la palabra escrita. Ya sea con la imposición de material o con la extracción, curvando piezas metálicas o dejando el rastro de tinta, lo escrito permanece, y atrás queda todo lo demás, quién sabe si lo más importante: las angustias, los resfriados, los dolores de cabeza, los de muela, los llantos desesperados.

Es curioso que lo que más duele no permanezca. Aunque cueste leer lo que nuestros antepasados más cercanos dejaron por escrito —también el aire gubiado y el papel manchado de tinta duelen—, existe un gran vacío en la historia de los dolores, de los pesares, por esa incapacidad de dejarlos por escrito. Se pueden relatar malas experiencias, sensaciones y emociones, pero no encapsular en ámbar ni recipientes el dolor físico. Por eso el aire, en toda su polisemia, también es una terapia que disminuye el dolor, un canal de mediación de tiempos. Si todo fuera sólido, el aire construido nos aplastaría; por eso esa mezcla gaseosa que nos tocó vivir nos permite respirar, leer con distancia a nuestros antepasados, hacer un boceto de sus alegrías y pesares traducidos en placenteros trazos en forma de palabras.

Tal vez la pareja conceptual del letrero ministerial no sea un guiño a la polisemia, sino una declaración de intenciones: el aire y el espacio, uno que mitiga el dolor y otro que acoge, ofreciendo la materialidad de la casa, del refugio, de la arquitectura. Un binomio que resume el mundo: el de los papiros del escriba egipcio, y el “otro mundo”, el de las barcas de los dioses. Nosotros, en medio, lidiando con el dolor de los aires en guerra, de las bombas que se desparraman en el Mare Nostrum, con el único consuelo de las palabras, de la fantasía de la polisemia, para imaginar que, en realidad, la rutina de los despachos de la calle Princesa consiste en hablar de Chillida, discutir sobre Heidegger y trazar planes de paz.