Este lunes de Pascua, Sevilla ha amanecido recuperando su normalidad. Persianas de negocios que se levantan, coches que vuelven a circular con prisa y niños que regresan a las aulas de colegios e institutos. La ciudad retoma el pulso cotidiano, aunque aún con la resaca física y emocional que ha dejado tras de sí la Semana Santa.
A partir de hoy, poco a poco, se irán desmontando los palcos, las imágenes procesionales regresarán a sus capillas para el culto interno y el incienso —ese aroma que ha impregnado el ambiente— se irá disipando en el aire como un sueño que se resiste a marcharse. La solemnidad, el recogimiento y el luto de estos días empezarán a dar paso a la algarabía y al color que ya se intuyen al otro lado del puente, donde la Feria comienza a agitar sus volantes.
Pero antes de ese tránsito hacia la otra gran fiesta de la primavera sevillana, conviene detenerse un instante y recordar que la Semana Santa se cerró ayer con una cofradía que a menudo pasa de puntillas, pero cuyo mensaje sostiene el corazón teológico de todo lo vivido. Hablo, sin duda, de la Hermandad de la Resurrección.
Con el discurrir de una marea de nazarenos blancos como las luces de la aurora del domingo, esta última cofradía de la Semana Santa nos recuerda que sin la Resurrección nada tendría sentido. Sin la victoria sobre la muerte, el dolor del Viernes Santo quedaría inconcluso. Sin la promesa cumplida, el sacrificio sería solo tragedia.
Para quien vive intensamente la Semana Santa, la Resurrección no puede ser un epílogo menor. Es la piedra angular que sostiene toda la liturgia pública de los días previos. Mirar al Cristo Resucitado es comprender que la cruz no fue el final, sino el inicio de algo nuevo. Es asumir que el sufrimiento solo encuentra plenitud cuando es vencido por la vida. Y eso, para el cofrade, no es solo un dogma, sino que es una manera de estar en el mundo, de resistir desde la esperanza.
Pero la Resurrección no es solo un hecho litúrgico. Más allá de la trascendencia teológica, esta es una metáfora luminosa que atraviesa nuestras vidas. Todos, en algún momento, hemos conocido la noche más oscura. Todos hemos sentido el vértigo de una pérdida, el desgaste de un fracaso, la soledad que parece definitiva. Y, aun así, la vida —tenaz, silenciosa— ha vuelto a abrirse paso. A veces sin hacer ruido, pero siempre con firmeza.
Y es que, precisamente, la resurrección también es eso. La entrevista de trabajo inesperada tras meses de paro. El mensaje que llega cuando ya no se espera. El nuevo amor que enciende un corazón herido. La calma que asoma después de la angustia. Pequeñas resurrecciones cotidianas que no están escritas en los evangelios, pero que salvan con la misma fuerza.
Porque al final, eso es lo que queda, la certeza de que ninguna herida es definitiva. Que, incluso cuando todo parece perdido, hay una luz que insiste. Y que siempre, incluso en los momentos más grises, hay un nuevo día que nos espera con las puertas abiertas.