Cada año, por estas fechas, ocurre un fenómeno curioso, como es la coincidencia de la llegada de la primavera y la celebración del Día Mundial de la Poesía. Entre el despertar incipiente de los azahares y las lluvias propias de la estación, estos días es inevitable meditar sobre la profunda conexión entre ambas. Me atrevería a decir que no podría existir poesía sin primavera, pero tampoco esta estación alcanzaría toda su plenitud sin el canto lírico que, a lo largo del tiempo, ha sabido evocarla.
La "niña primavera", como bien llegó a definirla Juan Ramón Jiménez, ha sido siempre símbolo del renacer de la naturaleza, pero también del despertar de emociones y sensaciones, una tarea profundamente vinculada a la poesía. Luis Cernuda, en su extraordinaria obra Ocnos, la describía como "loca y generosa", una estación que convoca a los sentidos y al corazón. Y es que, al igual que la tierra se llena de brotes nuevos y los días se alargan, nuestro cuerpo parece también despertar del letargo invernal.
Nos sentimos invadidos por una energía renovada, una luz que nos envuelve con otra intensidad y, el amor, eterno cómplice de la primavera, despierta con la misma fuerza con la que florecen los campos. Parece que aquel manido dicho de "la primavera la sangre altera" se hace realidad bajo las luces del tibio sol sevillano. Si no, que se lo digan al bueno de Rafael Montesinos, cuando escribía aquello de: "En primavera / te vi / por vez primera. / ¿Sería / que eras tú la primavera? / Sí; / eso sería".
Pero la primavera no es solo explosión de vida y color. También puede ser un tiempo de recogimiento, de contemplación y de búsqueda interior. Así como la naturaleza se renueva, este cambio de ciclo invita a repensarnos, a hacer florecer pensamientos que el invierno mantenía adormecidos. Quizás ese sea el gran secreto de la primavera, aquel que Federico García Lorca confesaba no poder revelar, ni siquiera queriéndolo, en su poema Idilio.
En este proceso, la poesía se convierte en el mejor refugio, en ese "pequeño pueblo en armas contra la soledad" del que hablaba Javier Egea en su Poética. A través de los versos de un poema, como la fresca brisa primaveral, nos adentramos en preguntas sin respuesta, nos aventuramos a dialogar con nuestras emociones y buscamos entre palabras intrincadas encontrar sentido en el constante renacer de todo lo que somos.
En otros momentos, acudimos a la lírica en busca de esa chispa de esperanza capaz de inundar el alma y devolvernos la ilusión perdida. Así lo suspiraba el propio Antonio Machado, cuando en las postrimerías de la vida de su joven esposa, Leonor Izquierdo, escribía en el final de su poema A un Olmo Seco aquello de: "Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera". Porque es indudable que la poesía posee ese "poder mágico que consuela de la vida", como diría Luis Cernuda.
En este tiempo vertiginoso y cambiante que habitamos, marcado por el ruido y la prisa, la poesía -como la primavera- resiste con su propio ritmo y su particular belleza. Frente al vértigo de lo efímero, nos brinda un espacio de contemplación, una pausa necesaria donde la palabra recobra su fuerza y el tiempo parece dilatarse. A veces, un solo verso es capaz de contener toda una vida, del mismo modo que, como decía Antonio Gala, todas las primaveras pueden caber en una rosa. Es en la poesía donde aún podemos escuchar lo que callamos, intuir lo que no sabemos nombrar y, acaso, reencontrarnos con lo más hondo de nosotros mismos. Porque como dijera Gustavo Adolfo Bécquer, "mientras haya en el mundo primavera, ¡habrá poesía!".