«La vin compae», «miarma», «pisha»… Son solo algunas de las expresiones que resuenan en diferentes rincones de Andalucía, reflejo de la riqueza léxica y lingüística de nuestra tierra. Un habla propia, variada y llena de matices que, lejos de ser un defecto —como algunos nos han hecho creer—, es una de nuestras mayores señas de identidad. Sin embargo, durante décadas, el andaluz ha sido víctima de prejuicios, marginado en los medios de comunicación y ridiculizado en la ficción.
Desde niño, he escuchado en los medios nacionales una diversidad de acentos regionales, como el madrileño, el vasco o el catalán, plenamente normalizados en los distintos espacios programáticos. Pero el andaluz, en cambio, ha sido tratado con desdén, como si fuera un español «mal hablado».
Rara vez hemos visto en televisión nuestro acento en papeles protagonistas. Al contrario, el andaluz ha sonado casi siempre en personajes estereotipados, asociados a la incultura o a la gracia fácil, como si nuestra forma de hablar fuera incompatible con la formación o la profesionalidad.
Afortunadamente, en los últimos años esta tendencia ha comenzado a cambiar. Presentadores, periodistas, actores y músicos han logrado visibilizar y reivindicar nuestro acento. Profesionales como Manu Sánchez, Paz Vega, Roberto Leal, Pastora Soler, Antonio Banderas o el recientemente galardonado con el Goya Salva Reina han demostrado que el acento andaluz es algo que se debe mostrar con orgullo. Porque nuestra forma de hablar no es mejor ni peor que ninguna otra, es simplemente la nuestra, y no tenemos por qué avergonzarnos de ella.
Recuerdo que, durante mis años de formación en comunicación, los profesores nos insistían en que debíamos hablar un español «correcto», «como el que se habla en Valladolid», nos decían. Nos advertían, además, de las limitaciones profesionales que podríamos encontrarnos si no modulábamos nuestro acento.
Se nos hacía creer que la corrección pasaba por despojarnos de nuestra identidad lingüística. Hoy, cuando imparto clases de locución en la universidad, animo a mis estudiantes a expresarse con naturalidad, a reivindicar su acento con la seguridad de que lo importante no es cómo se habla, sino qué se dice y cómo se transmite el mensaje. No hay un solo acento «correcto», solo prejuicios que debemos derribar.
Eso sí, en esta defensa de nuestro habla debemos evitar caer en una imagen distorsionada de lo que es el andaluz. No se trata de forzar una forma de hablar estandarizada, plagada de tópicos que solo refuerzan la caricatura que durante años se ha hecho de nosotros. Al contrario, debemos reconocer y respetar la riqueza de un andaluz plural, con sus distintas variantes según la región, pues es precisamente esta diversidad la que otorga a nuestro habla su singularidad tan especial.
Por eso, cada 28 de febrero es un día para celebrar lo que somos, nuestra historia, nuestra cultura y, por supuesto, nuestra manera de hablar. Porque el andaluz es diversidad, tradición y, sobre todo, identidad.
Ha llegado el momento de sacar pecho por nuestro acento, de hablar sin miedo y sin complejos, con la seguridad de que nuestra voz es tan válida como cualquier otra. Quizás ha llegado la hora de decir con orgullo: ¡Andaluces, pronunciaos!