Con cierta frecuencia, los domingos por la mañana me gusta sentarme en los bancos de ornamentación cerámica del Parque de María Luisa para hacer una de las cosas que más disfruto como es ver la vida pasar. Bajo el tibio sol de estas mañanas de invierno, observo con calma el ir y venir de quienes me rodean. El grupo de corredores que aprovecha la jornada para ejercitarse, quienes pasean a sus perros con la complicidad del silencio matutino, los niños que corretean entre risas y juegos, los turistas que, con la mirada asombrada, descubren la majestuosidad de la Plaza de España… Pocos placeres hay tan sencillos y accesibles como detenerse en medio del frenesí cotidiano y, simplemente, contemplar el mundo.

Y es que, desde hace años, hemos entrado en una vorágine de hiperactividad, una especie de miedo feroz a dejar espacios vacíos en nuestra rutina, como si los momentos de pausa fueran sinónimo de improductividad. Desde la infancia, se nos inculca que debemos estar constantemente ocupados, haciendo algo «útil». Los padres organizan las horas de sus hijos con una agenda repleta de actividades extraescolares, les ponen dibujos animados en otro idioma para que se familiaricen con él o, incluso, les entregan el móvil para que se entretengan… pero, en este intento de llenar cada segundo, olvidamos enseñarles algo esencial para la vida: la capacidad de aburrirse. Precisamente en esos tiempos muertos, en esos momentos de aparente inactividad, nace la creatividad, la reflexión y, sobre todo, el aprendizaje de disfrutar del simple hecho de estar.

Cuando llegamos a la adultez, la situación no suele mejorar. Con el paso de los años, nos sumergimos en una fiebre productiva, quizá impulsada por el miedo a perder el trabajo o por la sensación de que no estamos aprovechando la vida como deberíamos. Nos cuesta aceptar que dedicar un tiempo a no hacer nada no es un desperdicio, sino una necesidad. Sin embargo, hemos interiorizado la idea de que la inactividad es sinónimo de culpa, como si no estar haciendo «algo de provecho» fuera casi un delito.

Incluso en nuestro tiempo libre sentimos la presión de estar ocupados, como leyendo para mantenernos intelectualmente activos, yendo al gimnasio para no descuidar nuestro bienestar físico o socializando constantemente para evitar la sensación de aislamiento. Y cuando decidimos quedarnos en casa, la idea de «no hacer nada» suele traducirse en un consumo pasivo de contenido, ya sea navegando en redes sociales o viendo series de manera mecánica y distraída, sin permitirnos un verdadero reposo mental. Parece que hasta el descanso se ha convertido en una tarea que debe ser optimizada, como si cada instante de ocio necesitara una justificación productiva.

Reconozco que soy el primero en animar a mis estudiantes universitarios a ser inquietos y curiosos, a explorar más allá de las fronteras de la formación académica, a buscar nuevos retos fuera de las aulas. Pero ese afán por comerse el mundo nunca debería terminar devorándolos a ellos mismos, convirtiéndolos en seres hiperproductivos, alienados de la simple capacidad de vivir, de disfrutar el tiempo sin sentir la necesidad de llenarlo constantemente de tareas.

Tal vez sea hora de reivindicar la pausa, de recuperar el placer de la contemplación y de asumir que no hacer nada de vez en cuando no solo es saludable, sino imprescindible. Porque en esa quietud también hay vida. Aprender a disfrutar del tiempo sin la urgencia de ocuparlo podría ser, paradójicamente, una de las formas más auténticas de aprovecharlo.