Nuestro profesor de diseño, don Juan Suárez, no se limitaba a perfeccionar nuestro arte en dibujar y pintar, sino que incluso nos ayudaba a hacer más presentable nuestra firma y a veces, nos recomendaba una buena película. Un día nos propuso ir a ver Carros de Fuego.

Yo me lo tomé en serio y pocos días después, una tarde entre semana, acudí junto a mi hermano Rafael al cine Bécquer para disfrutar de esa película inglesa. El profesor Suárez nos la había descrito como un ejemplo y acicate para la conquista de la voluntad, la perfección y el buen gusto.

Nos aseguraba que en nuestra adolescencia sería éste un film para adiestrarnos en la constancia, el esfuerzo y los altos horizontes a los que deberíamos aspirar. Yo, que ya había decidido estudiar Derecho apartándome de mi primera vocación hacia la medicina, dados mis contrarios resultados en ciencias, me fijé principalmente en el protagonista y futuro abogado, Harold Abrams, que frente a todos los obstáculos ascendía en su carrera en un college de Cambridge ayudado por el deporte, tanto que llegó a ser campeón olímpico en las Olimpiadas de 1924 en París.

Debo confesar que de aquella época es mi constancia en la carrera de fondo y la admiración por los que trabajan y se esfuerzan frente a todas las cortapisas que encuentran. No solamente estos estímulos para el estudio y el deporte encontré en Carros de Fuego sino que una película que he visto tantas veces me anima a no olvidar el buen gusto, la elegancia y la educación; y lo que es más importante aún: la fe, la vocación y el sacrificio.

Puede parecer una exageración, pero ver a esos jóvenes estudiantes universitarios corriendo en la playa de West Sands con la música de fondo de Vangelis y observar en sus rostros expresiones de entusiasmo, de poder superar todos los obstáculos y una mirada optimista hacia el futuro, me movió a intentar ser mejor y creer en mí mismo. A la vez que biografías como la de Ramón y Cajal y novelas de los clásicos del XIX me ayudaron en mi adolescencia a conocerme a mí mismo. Y mi ya perfeccionada afición al footing, mis largas carreras en el campo en el silencio de la tarde, hicieron de mí un joven que no olvidaba el deporte cada día.

Ser corredor a los dieciséis y a los diecisiete, cada día, hacía que meditara en lo que realmente me importaba: mi estudio y mi futuro trabajo, los míos y los que merecían mi atención.

No puedo olvidar aquel día que en ese College de la Universidad de Cambridge, Gonville and Caius, corrí con mi amigo genovés Ángelo Dufour en el mismo patio del reloj donde los protagonistas se retan, un día que viajamos allí desde Londres con nuestra amiga alemana Kristina, cuando estudiábamos en Pitman School.

Mucha gracias, profesor, por habernos sugerido esta película que sigo recomendando a mis hijos, a mis amigos y a mis alumnos. Es la constancia, la voluntad y el optimismo siempre presente.