Esta mañana me he despertado muy temprano, tan temprano que eran las cinco de la madrugada. Me puse ropa cómoda, zapatos deportivos y salí a caminar, bien abrigado pues hacía frío. Vi a alguna gente que iba a trabajar y algunos coches circulando por la avenida.

Atravesé el puente de San Telmo sintiendo en mi rostro el frescor del aire matutino mientras contemplaba las aguas oscuras del río y la Torre del Oro iluminada. Me aproximé a la Puerta de Jerez llegando a la calle San Fernando con farolas que proyectaban su luz sobre las hojas verdes de los naranjos, admirando a mi derecha el majestuoso edificio de la universidad antecedido por su verja y las altas palmeras sobre un cielo que comenzaba a resplandecer. Toda la calle era para mí, iba andando solo.

Giré a la izquierda y accedí a los jardines de Murillo por el paseo en paralelo a los muros del Alcázar. Trinaban los pájaros y el viento fresco me envolvía mientras avanzaba hacia el barrio de Santa Cruz inhalando la fragancia de la frondosa vegetación.

Cuando iba adentrándome en las calles oscuras del barrio de Santa Cruz, vi la fachada de una iglesia en la calle Santa Teresa: la del convento de San José del Carmen, que tenía una puerta abierta, lo cual me extrañó a esas horas.

Decidí entrar. En esos momentos no había nadie, la capilla estaba iluminada y la gran belleza de su altar enaltecía mi alma. Me santigüé y avancé un poco por el pasillo entre los bancos, sentándome en medio de uno de ellos. El silencio era absoluto.

Contemplé la alta bóveda y las sagradas imágenes, pensando en los siglos que llevaba levantado ese templo. Sentí una paz infinita. Me quedé mirando al altar y después observé una Inmaculada que me parecía haber visto en otra iglesia de Sevilla. Debí quedarme dormido en esos momentos, despertándome por una campanada, decidiendo entonces salir a la calle para seguir mi camino.

Me acerqué a la salida sorprendiéndome que las dos puertecillas tras el cancel estaban cerradas. No me explicaba esa circunstancia pues quien hubiese atrancado la hoja que momentos antes estaba abierta debería haberme advertido sentado en mi banco. Vi un cerrojo que intenté deslizar hacia la derecha, pero un gran candado me lo impedía. No había forma de salir a la calle. Es como si alguien lo hubiera hecho a propósito.

En ese momento, decidí cruzar el oratorio encontrándome con que la luz se había atenuado dejando casi a oscuras la iglesia. Avancé por el vestíbulo a la derecha hacia el fondo y vi que había una puerta al final entreabierta. Me atreví, en una oscuridad casi completa, a entrar.

Ayudándome con la linterna de mi móvil, toqué el pulsador para encender la luz y un tenue alumbrado me permitió observar una talla del Sagrado Corazón que me impresionó. En esa sacristía había un escritorio de madera antigua y oscura, lleno de libros viejos y un cuaderno de hojas blancas abierto. Me acerqué y leí escrito a pluma “Bienvenido a la casa del Señor”

Intenté abrir otra puerta en la pared opuesta, pero estaba cerrada. Me volví y antes de llegar a la salida de la sacristía, oí detrás de mí un chirrido que me sobrecogió, miré hacia atrás y no vi a nadie pero esa puertecilla ahora estaba abierta.

-¡Buenos días! ¿Hay alguien?

-¿Me pueden abrir? ¡Me he quedado encerrado!

Y en ese instante apareció una monja carmelita muy anciana que me miraba como si no le sorprendiese verme allí a esas tempranas horas.

-¡Ha venido usted!

-¡Sí! Es que pasaba caminando y al ver que la iglesia estaba abierta, entré.

-¡Le esperábamos! – Afirmó sonriendo la religiosa.

Impresionándome esa aseveración, le contesté:

-¡Disculpe! ¿Que me esperaban? ¿A qué se refiere usted?

-Sí, le esperábamos porque hacía mucho tiempo que no le veíamos.

En esos momentos recordé mis años de monaguillo y vi otra vez ante mi una gran talla del Sagrado Corazón de Jesús, volví mi mirada hacia donde se encontraba la hermana y ya no estaba.

Fui hacia la puerta de salida tras la que se filtraba una intensa luz del día, comprobando que alguien había abierto la puertecilla. Salí en dirección a la derecha pisando ya el suelo empedrado, pasé delante de la taberna Las Teresas, sintiendo algo nuevo en mi interior, una profunda paz.