El pasado viernes, como cada 14 de febrero, el mundo se llenó de corazones rojos. Durante los días previos, la publicidad nos bombardeó con mensajes que exaltan el amor, las vitrinas de las tiendas de la ciudad se llenaron de peluches y flores y la presión por demostrar afecto a través de un regalo se tornó casi obligatoria. San Valentín se ha convertido en una fecha de celebración, una especie de rito contemporáneo en el que la sociedad reafirma la importancia del amor. Sin embargo, ante tal despliegue propagandístico del romance, cabe preguntarse si el verdadero significado de este día no ha quedado eclipsado por la fiebre consumista.
Y es que el amor no escapa a la lógica de la oferta y la demanda. La industria de San Valentín mueve millones cada año y cada vez parece más difícil encontrar una celebración que no esté mediada por el consumo. Desde hace años, se nos ha inculcado que el afecto se mide en función del valor del regalo, que un anillo caro es una prueba de amor genuino o que una cena en un restaurante de lujo simboliza un compromiso real. Y así, la demostración de amor se convierte en una transacción económica, despojando al sentimiento de su esencia espontánea y sincera.
Pero más allá de la comercialización del amor, cabe reflexionar también sobre el lugar que ocupa en la sociedad actual. Vivimos en un mundo marcado por la modernidad líquida, como la definiera Zygmunt Bauman, en el que parece que las relaciones humanas han perdido su solidez. Cada vez más, las personas parecen aferrarse a la idea de «fluir», un eufemismo que disfraza la creciente dificultad de asumir compromisos y la tendencia de las relaciones a volverse efímeras.
La cultura del hedonismo extremo ha llevado a que el amor sea visto más como una fuente de placer momentáneo que como una apuesta por la construcción de un vínculo duradero. Las aplicaciones para ligar han reforzado esta dinámica, convirtiendo las relaciones en experiencias de consumo rápido, donde el compromiso y la responsabilidad afectiva son a menudo descartados en favor de la inmediatez y la novedad constante. Lo efímero se ha convertido en la norma y el amor, en muchos casos, en un simple entretenimiento a corto plazo. Esto me lleva a considerar si San Valentín se ha transformado en una celebración anacrónica, un vestigio de tiempos en los que el amor se consideraba una meta a largo plazo.
Si miramos hacia el futuro, cabe preguntarse cómo evolucionará esta dinámica. La sociedad envejece y, con ella, los individuos que han vivido en esta era de lo fugaz se enfrentarán a una nueva y desagradable realidad: la soledad. Cuando la euforia del placer inmediato haya pasado, ¿quedará alguien con quien compartir los silencios, las miradas cómplices o el calor de una caricia? ¿Será capaz nuestra sociedad de sobrevivir a sí misma sin el tejido de relaciones duraderas que históricamente la ha sostenido?
Tal vez sea hora de repensar el amor, no como una transacción económica ni como un capricho pasajero, sino como un acto de entrega, comprensión y respeto mutuo. Tal vez el verdadero reto de nuestra sociedad no esté en abolir San Valentín, sino en devolverle su esencia. No la de celebrar el amor efímero y mercantilizado, sino el amor duradero, el que resiste al paso del tiempo y a la fugacidad de las modas. Llegado ese momento, quizás comprendamos que el amor es más que un día en el calendario, es el verdadero motor que da sentido a nuestras vidas.