Pompeyo Miranda vio cómo se desvanecía el sueño de retornar a su amada Bolivia cuando escuchó el estruendo de los policías reventando el portón de la humilde casa en la que se había criado, en el barrio almeriense de El Quemadero.

Este andaluz que hoy tiene 51 años y varias mellas en la dentadura por el calor de la heroína emigró hasta el país andino para probar suerte en la vida. Lo hizo a mediados de los 80 del siglo pasado, cuando era un veinteañero imberbe y delgadísimo con pasado quinqui.

Decidido a un cambio drástico, tras llegar al país latinoamericano se hizo camarero. Pero pronto, empujado por ese espíritu de bandolero que le recorre las venas, vio que se ganaba más dinero adulterando la hoja de coca que se cultivaba en las montañas que sirviendo pintas tras la barra de un bar. Por eso se pasó a narcotraficante.

Pero a principios de julio de 2016, treinta años después de cruzar el charco, tuvo que sentir de nuevo la presión de los grilletes sobre sus muñecas. Fue entonces cuando se acordó de su difunta madre, a la que prometió que nunca más se metería en líos.

Pompeyo Miranda en el momento de su detención por el atraco de una joyería en Almería.

Los agentes lo detuvieron en Almería, la ciudad en la que nació en 1965 y en donde se había refugiado una vez cumplida la pena por dos asesinatos cometidos en Bolivia: primero mató a su amante, por lo que entró en prisión, y luego al reo que quiso apearlo de su trono de gran capo de Palmasola, la prisión más violenta del país andino.

La Policía española lo buscaba ahora por un robo cometido a punta de pistola en una joyería de la ciudad andaluza. Fue el 30 de diciembre de 2015, aprovechando las fiestas de Navidad, época del año en la que el establecimiento se abastecía de más material por tratarse de una época de regalos.

Pompeyo no actuó solo. Iba acompañado de otros tres ladrones más. El botín, de 40.000 euros, supuso la caída del andaluz. Su detención apenas tuvo repercusión en España, salvo en la prensa local almeriense. En este país era casi un desconocido. En cambio, en Bolivia se le teme como al diablo. Corre un dicho popular entre las madres enojadas de Santa Cruz de la Sierra, la ciudad boliviana que alberga el penal de Palmasola: “Niño, eres más malo que Pompeyo”.

UNA ADOLESCENCIA CONFLICTIVA

Pompeyo Miranda nació el 7 de julio de 1965 en el seno de una familia humilde de Almería. Desde bien chiquito fue el quebradero de cabeza de su madre, Amalia, quien murió con 90 años.

La mujer solía decirle a los vecinos de El Quemadero que siempre intuyó que su único hijo varón -tuvo otra hija- iba encaminado por la senda de la mala vida. La mujer le contó a Anita, una anciana de pelo cano y encorvada que vive en el edificio de enfrente al suyo, que siendo sólo un crío Pompeyo entró en una juguetería de su ciudad natal y robó algunos cachibaches que acabaría regalando a los chicos del barrio.

Pero aquel niño al que Anita describe como un “chaval noble, pero sin cabeza” creció y las chiquilladas se convirtieron en gamberradas de delincuente. Enjuto, de mirada pilla y cabellera negra, fue en su adolescencia cuando dio el primer susto a la familia. Con sólo 16 años se montó a escuchar música en un Seat 1430 que pertenecía a un tío segundo. Sin quererlo, le quitó el freno de mano, el vehículo tomó velocidad por la inclinación de la calle en la que estaba detenido y arrolló a una madre y a su hijo.

Los porros, las pellas en el colegio y los pequeños hurtos eran el pan de cada día de Pompeyo. Por aquel entonces su ficha policial tenía una ristra de manchones. Recién cumplida la mayoría de edad, la Guardia Civil lo detuvo por robar un coche en Gérgal, un pueblo almeriense cercano al desierto de Tabernas. Fue en septiembre de 1983. Dos meses antes había soplado 18 velas. Aunque supo lo que era pisar el talego, fue durante pocos meses. En el 85 volvió a robar, esta vez en Roquetas de Mar.

Tres años más tarde, en 1988, se le detuvo de nuevo. Fue en Melilla. Lo cazaron llevando 40 kilos de hachís en el doble fondo de su coche. Por esas fechas, a su vez, un juzgado militar de Granada le envió una carta a su casa por negarse a realizar la antigua mili. Temeroso de pasar más tiempo en la cárcel, aquel caballo desbocado que era Pompeyo decidió cambiar de vida y mudarse a Bolivia para tratar de reconducirse. Aunque en un principio lo consiguió, al poco resultaría en vano. Su caída libre acababa de empezar.

Foto de la detención de Pompeyo Miranda que consta en los registros del Ministerio de Justicia de Bolivia. Cedida

SU AMANTE, ¿COLABORADORA DE LA DEA?

Al poco de aterrizar en Bolivia con 23 años, Pompeyo Miranda se instaló en Santa Cruz de la Sierra, una ciudad en el interior del país andino ubicada a 450 kilómetros al este de la capital, La Paz.

Allí encontró empleo como camarero en un bar al que acudían, sin saber unos de la presencia de los otros, narcotraficantes bolivianos, pero también ciudadanos de EEUU llegados a Bolivia como cooperantes de los Cuerpos de Paz.

Entre cerveza y cerveza que servía a los parroquianos del lugar, Pompeyo se enteró de que a un paso de allí, en las montañas del parque nacional Amboro, se cultivaban plantas de coca, cuyas hojas contenían la droga que triunfaba en las fiestas de los yanquis en Miami, Orlando o Houston, y que llegaría a Europa a principios de los 80. Acostumbrado al trapicheo, pronto tejió amistades con narcos de la zona, se ganó su confianza y empezó a participar del negocio.

Paralelamente, Pompeyo se quedó prendado de la estadounidense Gloey Wiseman, una mujer 20 años mayor que él tan atractiva como embaucadora, tal y como cuentan las crónicas del momento en la prensa boliviana.

La cooperante y el camarero pronto intimaron y comenzaron una relación -inestable, con vaivenes- en la que entró un tercer componente: la cocaína. Ambos se engancharon a ella. La esnifaban, la fumaban. Se hizo parte de sus vidas. Enganchados a esta droga, la relación se volvió tormentosa para ambos.

La relación entre Wiseman y Pompeyo duró casi cuatro años. Se conocieron en 1988. Durante los casi cuatro años que estuvieron juntos él tuvo tiempo suficiente para dejar el bar y meterse de lleno en el narcotráfico. Pronto se ganó la confianza del cartel de Santa Cruz y pasó a formar parte de él.

Pero todo se fue al traste una noche del otoño de 1991. Cuando Pompeyo llevaba una vida de lujo y desenfreno -su vida soñada-, la cooperante estadounidense le pidió que le contara quiénes eran los líderes del cartel para el que trabajaba. Al andaluz no le gustó aquella pregunta dado que en Latinoamérica siempre se ha vinculado a los Cuerpos de Paz de EEUU con la CIA y la DEA (Agencia Antinarcóticos americana). Él pensó que Wiseman le había utilizado y que en realidad era una agente encubierta al servicio de los Estados Unidos.

Temeroso de que lo delatara, aquella noche Pompeyo sacó la pistola que habían comprado juntos y que él guardaba bajo la almohada. Sobre la cama en la que tantas noches desataron sus pasiones, el almeriense le descerrajó dos tiros en la cabeza. Tiempo después, explicó ante el juez: “Me entró la mala leche cuando me dijo: ‘¿crees que te tengo miedo?’. Se me fue la pinza, agarré la pistola y la maté”.

Tras asesinar a la que fue su chica, Pompeyo Miranda metió el cadáver en un bidón y llamó a dos amigos, uno de ellos taxista. Con su ayuda, el andaluz trasladó el cuerpo sin vida de Gloey hasta un descampado del extrarradio de Santa Cruz, situado a 20 kilómetros de distancia del centro de la ciudad y junto a una antigua refinería. Allí, descuartizaron a la americana con un pico.

Cuando Pompeyo dio un golpe en la cabeza a la que hasta hacía pocos minutos era la mujer con la que compartía cama, le reventó el cráneo a la americana y sus sesos salpicaron la cara del almeriense. Mientras se acercó a una charca cercana para limpiarse, sus compañeros cortaron las piernas de Gloey. Al unirse de nuevo a la carnicería, Pompeyo le amputó los brazos. Luego, le prendieron fuego al cadáver y huyeron.

QUISO HUIR A PERÚ

Aunque Pompeyo Miranda trató de seguir con su vida como si nada, a los pocos días los vecinos empezaron a echar de menos a la americana. Dijeron que la última noche que la vieron con vida un taxi paró delante de la puerta de su casa. Fue entonces cuando el FBI inició la búsqueda de Wiseman. Cuando encontraron su cadáver calcinado, la agencia estadounidense fijó su mirada en el almeriense.

Por aquel tiempo Pompeyo se había convertido en un asesino en Bolivia. Primero huyó a Montero, un pueblo a 50 kilómetros de Santa Cruz. Pero uno de sus cómplices, el taxista, fue detenido y cantó. La Policía y el Ejército bolivianos organizaron un macrodispositivo para detener al que en ese momento era el enemigo número uno del país.

A las ocho de la mañana del 13 de octubre de 1991 se le detuvo en un vetusto hostal de Montero. Pompeyo confesó después que tenía pensado salir del país a través de Argentina o de Brasil esa misma mañana. No lo consiguió. La cárcel de Palmasola, un violento pueblo-prisión en el que conviviría con otros 3.500 reos a pesar de su capacidad para sólo 800, fue su destino. Allí conocería lo que era el infierno.

El narcotraficante y asesino almeriense también reconoció ante las autoridades que lo detuvieron que había asesinado a su pareja y que había tirado el arma que usó para ello a la laguna de Mapaiso.

Medio año después de su ingreso en prisión, y antes de recibir una condena en firme, Pompeyo se escapó del penal junto a otros 20 reos. Aprovecharon un corte de luz para escaparse por un túnel que él mismo hizo con la ayuda de otro preso. Cuando la sociedad boliviana lo supo, la leyenda de Pompeyo comenzó a escribirse.

El prófugo, a cuya cabeza le puso precio el FBI, llegó hasta Lima, la capital de Perú. Allí, haciendo gala de una ingenuidad que no casaba con su vida, acudió a la Embajada española para pedir algo de dinero con el que retornar a España. Quería volver junto a su madre, Amalia, la mujer que nunca lo dejaría tirado.

Sin embargo, no llegó muy lejos. A Pompeyo se le detuvo nada más salir del edificio de la embajada. A las pocas horas se le trasladó hasta la frontera con Bolivia. De nuevo en el país que le acogió tras salir de España, el almeriense ingresó en el penal de máxima seguridad de Choncochoro, una prisión donde había capos del narcotráfico, asesinos en serie y donde, según contaría años después a algunos vecinos de Almería, le metieron cuatro perros hambrientos para que lo devoraran.

Pompeyo reinó en Palmasola, uno de los penales más violentos y superpoblados del mundo.

UNA MONJA TRATÓ DE ‘SALVARLO’

Pompeyo, para salir de aquel infierno en el que pagaba por su seguridad, por la comida o por un trozo de suelo para dormir, recurrió a las sopas de navajas. Un día se tragaba cuchillas de afeitar. Otro, se cortaba las venas. Todo para que lo ingresaran en un hospital durante algunas semanas. Los reos que lo veían comenzaron a tenerle pánico a ese loco español que amenazaba a todo el mundo con degollarlo si osaban acercarse a él. En Bolivia ya nadie desconocía su nombre. Pompeyo era ya un mito.

Con una condena de 30 años de prisión a su espalda por el asesinato de Wiseman, Pompeyo Miranda consiguió que lo trasladaran de nuevo al penal de Palmasola, donde la banda de narcos para la que él trabajaba le dio cierta cobertura de seguridad. Allí también trató de reconducir su vida dándose a la lectura compulsiva de libros y escuchando los consejos de la monja italiana.

Pero ni por esas. El destino parecía seguir poniéndole obstáculos que saltar al almeriense. Y en su vida un obstáculo no se saltaba, se cruzaba a las bravas. De ahí a que una mañana apareciera muerto su compañero de celda. Era Marcial Delgadillo, al que apodaban Papacho, el líder de una banda de ladrones que robaba en bancos, autobuses, taxis… Aunque la relación entre ambos no era mala, los dos reos tuvieron un rifirrafe aquella noche.

Por aquel entonces, Pompeyo ya era temido en Palmasola y, según relatan por teléfono a EL ESPAÑOL dos funcionarios del propio penal, se dice que Papacho quiso hacerse con el control del presidio para poder vender cocaína entre los reos.

Papacho pidió ayuda a Pompeyo para deshacerse de los cabecillas del presidio y éste le reclamó un trozo del pastel demasiado grande. Ante la negativa de Marcial Delgadillo a involucrarlo más de la cuenta en su negocio, el andaluz le partió la cabeza con una pesa de cemento. A los 30 años de condena que ya tenía, se le sumaron 15 más.

Fue entonces cuando Pompeyo se hizo respetar aún más dentro de Palmasola. En el presidio más violento de Bolivia, Pompeyo se convirtió en el rey a mediados de los 90. Primero ordenó matar a un ex policía argentino que en la calle se dedicó a la extorsión y al secuestro.

Los dos funcionarios de prisiones con los que contacta este reportero -ambos con más de 30 años de carrera y que piden mantenerse en el anonimato- cuentan que en junio de 1998, durante una semana en la que “reinó el caos” en Palmasola -hubo una fuga y una reyerta con cuchillos- “Miranda consiguió una pistola y pegó varios tiros a Calvimontes [Julio Calvimontes Schulvert, asesino de un profesor de baile y de un compañero de celda]”. “No lo mató esa vez -recuerdan-. Lo hizo poco después, en la primavera de 1999. Lo mató de un ladrillazo. Aquí todo el mundo sabe que fue él, aunque nunca pudieron comprobar que fue Miranda el asesino”.

El nombre de Pompeyo Miranda pasó desapercibido cuando se tumbó la doctrina Parot.

LA 'DOCTRINA PAROT'

Tras cumplir ocho años de cárcel en Bolivia, enganchado a la coca y al caballo, España se hizo cargo del preso. Aquí llegó a finales de 1999. Cumplió pena durante 11 años más en distintas prisiones. Una de ellas fue Puerto III (El Puerto de Santa María, Cádiz). Allí los funcionarios lo recuerdan como un reo “venido a menos, tranquilo, que no buscaba líos”. Durante su estancia en prisión fallecieron su padre y su hermana, Amalia, que había tomado el nombre de la madre.

Pese a que en Bolivia pesaba sobre él una condena de 45 años, a finales de 2010 Pompeyo pensaba que podría salir libre en sólo unos días. Con las redenciones del sistema penitenciario español, los casi 20 años que había pasado preso ya eran suficientes.

Sin embargo, dos días antes de volver a la libertad, se le comunicó que un juez anulaba su salida de prisión y que se le aplicaba la ‘doctrina Parot’. La medida le obligaba, pese a que en España la pena máxima a cumplir son de 30 años, a empezar ahora con la condena de 15 años por su segundo asesinato. Nadie puso el grito en el cielo por él. Su nombre quedó ensombrecido por el de los etarras que también se vieron afectados por la controvertida doctrina.

Pero en otoño de 2013, tres años después de recibir ese varapalo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo (Francia), tumbó la ‘doctrina Parot’ y señaló que no se puede aplicar por hechos cometidos antes de 1995. Así, el almeriense quedó en libertad a las pocas semanas. Se refugió en su casa de toda la vida en Almería, en el barrio de El Quemadero. La heredó tras la muerte de su madre.

Sin trabajo y con necesidad de drogas, dejaba dormir allí a varios mendigos a cambio de que “le pagaran unos cuantos eurillos de vez en cuando”, dice Anita, la anciana vecina que conoció a ese “chiquillo de ojos tímidos” que creció jugando por las calles del barrio y que hace mes y medio fue detenido por la Policía. En su vivienda vivía junto a varios perros y a dos extranjeros. Uno tenía una orden europea de detención,.

Ahora, en la prisión de El Acebuche (Almería) espera que se celebre el juicio por el presunto delito que cometió el 30 de diciembre de 2015. Junto a otros dos hombres se presentó a cara descubierta en una joyería de un barrio de su ciudad natal. Robaron joyas valoradas en 44.000 euros.

En su huida, los ladrones se liaron a tiros con el dueño del negocio, que salió detrás de ellos. Sin embargo, no hubo heridos. En el registro de la casa de Pompeyo se intervinieron un arma de fuego, una pistola eléctrica, varias armas blancas, diversa cartuchería de diferentes calibres, parte del vestuario utilizado en el atraco y varias joyas reconocidas por el joyero atracado. Con esta detención se produjo la última caída de Pompeyo, el narco andaluz que generó tanto terror en Bolivia que las madres de Santa Cruz le regañan a sus hijos diciéndole aquello de “eres más malo que Pompeyo”.  

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