La noche prometía emociones fuertes. Llevo años narrando el mundo del tráfico de hachís en el Estrecho de Gibraltar (y no sólo allí) pero nunca había tenido la posibilidad de ser testigo del trabajo que vi esa madrugada y ahora relato en estas líneas.

Antes había contado este fenómeno desde múltiples perspectivas y había puesto rostro y voz a sus protagonistas: las mafias que controlan el negocio; los pueblos enteros estigmatizados por la droga; las generaciones de jóvenes que han entrado en prisión por mover chocolate; la gente que trabaja para las bandas, o la corrupción de una parte ínfima de la Guardia Civil y de la Policía Nacional… Porque negar que España tiene un serio problema con el narco sería mirar hacia otro lado ante una evidencia. Y a veces se olvida.

Pero faltaba algo. Narrar el negocio desde sus entrañas. Y para ello era necesario subir a bordo de una de esas veloces lanchas que, cargadas de varias toneladas de hachís, cada noche cabalgan las aguas que dividen los continentes de Europa y África en un viaje de ida y vuelta que apenas dura unas horas.

Es el paso indispensable para que usted, si alguna vez se fuma un porro de hachís, entienda que detrás de cada calada hay gente de todo tipo. Desde personas despreciables que sólo buscan dinero fácil sin reparar en las consecuencias, hasta otras que se juegan la vida para sacar adelante a sus hijos porque ellos prefirieron la juerga a los estudios, porque no aprendieron un oficio, porque en su pueblo se juntaron con quien no debían… En definitiva, porque tomaron el carril equivocado y a estas alturas les es muy difícil dar marcha atrás.

Como digo, esa noche, a principios de octubre de este año, se dio la oportunidad. Ahora EL ESPAÑOL narra por primera vez y en exclusiva cómo es una jornada de trabajo de las bandas de narcos que operan en el Estrecho. Durante el relato le surgirán preguntas. Se debe a que hay datos que no me quisieron revelar.

1. El encuentro

CHATO, UN REGISTRO Y UN ‘MORO’ QUE NO ME QUIERE ALLÍ

Fueron algo menos de cuatro horas. En ese tiempo consiguieron ir a Marruecos, traerse de vuelta 2,4 toneladas de hachís y salir indemnes. 3,6 millones de euros en apenas un abrir y cerrar de ojos. Todo sucedió así.

Supe que eran ellos cuando vi llegar a lo lejos los focos de un coche oscuro. Eran casi las dos de la madrugada y apenas había circulación. Al aproximarse las luces del vehículo iluminaron el desangelado aparcamiento de Los Barrios (Cádiz) en el que habíamos quedado Chato y yo unas horas antes por teléfono.

"Te recogeremos allí para irnos a la playa. Ni se te ocurra llevar una cámara de fotos ni nada que pueda grabarnos. Vienes tú, solito, y cuentas lo que veas. Pero imágenes, ni una. Ni tampoco notas. Si en Marruecos sospechan de ti, la noche se nos va al carajo. Y nosotros con ella".

Vale, le dije a Chato justo antes de colgarle el teléfono: “Nos vemos donde me has dicho”.

Ahora que Chato había salido del coche y lo tenía delante en persona por primera vez, me parecía un hombre normal, corriente, que bien podría trabajar repostando combustible en una gasolinera o atendiendo a cualquiera en la ventanilla de un banco. "Vas a venir con nosotros. Sólo un viaje. Levanta las manos, anda".

Chato, con el que contacté hace meses a través de un conocido en común, se ha bajado de un Mercedes azul que él mismo conducía. Parece el jefecillo de los otros tres hombres que no han salido del coche. Me registra de arriba abajo. Toquetea y rebusca a conciencia entre los calcetines, en los bolsillos de mi vaquero, en una pequeña mochila que llevo conmigo…

“Tranquilo, no llevo nada encima. Te lo aseguro”, le digo. “Ya, si yo te creo, pero ese de ahí -me dice señalando a uno de los ocupantes del vehículo- no está conforme con que nos acompañes. A última hora me ha pedido que te llame para decirte que no vinieras. Me ha costado mucho convencerlo. Si nos la juegas, ese tío te la pagará”.

Ese hombre que a regañadientes ha aceptado que me una a ellos durante unas horas es Mustafá. Aunque no es su nombre real, Chato lo llama así. “O el moro que toda goma (lancha) ha de llevar encima para hablar con los marroquíes por teléfono y coordinar la entrega. Si él pasa de ti, pasa tú también. Será mejor así”, me dice.

Tras el cacheo, Chato me invita a subir al coche. Me siento en la parte trasera, entre dos hombres treinteañeros. Como se supone que vamos a un lugar a pocos kilómetros de donde me han recogido, y luego no sé si tendré tiempo para hablar con ellos, les pregunto por sus vidas nada más conocerlos. Delante, en el asiento del copiloto, va Mustafá, que no quita los ojos de la pantalla de su móvil. Ni siquiera dice hola.

Agentes de la Guardia Cilvil trasladan fardos de hachís incautados en septiembre de 2016. Efe

LA PULGA: “YO PICOTEO DE ESTO CUANDO ESTOY MU JODÍO

A mi derecha se sienta La Pulga. Tiene 33 años. (Como el resto, no me dice de dónde es. Es evidente que es andaluz, pero por el acento entiendo que es gaditano).

- ¿Como Messi, no?-, le digo a modo de broma.

- No. Es que mi mare cogió purgas de chica y ya se le queó el mote. Y los vecinos de mi barrio me lo dejaron en herencia (risas).

La Pulga hace honor a su apodo. Es bajito -sentado a mi lado, su cabeza llega a la altura de mis hombros-, tiene barriga y está medio calvo. Cuenta que lleva cuatro años en paro. “Alguna chapucilla en la obra me ha salido, pero , lo justillo pa’tirá p’alante, pisha".

La Pulga tiene dos hijos, de ocho y once años, y una mujer también en paro. Es la cuarta vez que se va a montar en una lancha para ir hasta una playa de Marruecos y cargarla de hachís. Las otras tres fueron hace varios años. En una ocasión la Guardia Civil lo detuvo descargando la droga en la costa de Málaga. Pasó 13 meses en prisión. Esta noche, si todo sale bien, se llevará 20.000 euros. La droga no es suya. Trabaja para otros. Él es un mero peón.

- Yo no soy de los que se dedican a esto de corrío. Yo picoteo cuando estoy mu jodío, como ahora. La trena es mu japuta, y mi mujé lo pasó muy mal con dos niños chico.

La Pulga no estudió. Dice que a los 14 años ya trapicheaba por las calles de su barrio con el chocolate que otros traían. Eran los años 90. Por ese tiempo, cuenta que en su pueblo había un narco al que llamaban Antón El Gitano. “Era el capo”, dice. “Yo me saltaba las clases y me ganaba una pelillas moviendo su mierda. Como yo, media generación mía. Luego cogieron el negocio sus hijos. A uno se le fue la cabeza. Conducía ferraris y paseaba crías de león por el pueblo como si fueran perros”.

(En apenas tres minutos La Pulga ha contado varios pasajes de su vida que hacen reír a sus compañeros. Atrás hemos dejado las calles de Los Barrios y Chato se ha incorporado a la autovía A-381 en dirección a Málaga. Por el momento nadie ha dicho desde qué punto concreto vamos a partir por mar).

CHATO, EL ‘VICIOSO’ DEl NARCOTRÁFICO

Chato toma ahora la palabra. De mediana altura y pelo engominado, viste vaqueros y camisa ancha. Sobre el pecho deja entrever un collar con un Jesucristo de oro.  Mientras conduce -despacio, sin aparentes nervios- cuenta su historia. Dice que traficar es un “vicio” para él. “Te sube la adrenalina, ya lo verás dentro de un rato. Te juro que es como correrte”, dice.

Él es el jefe del grupo. No es un gran narco. No en un sentido histórico. Durante los últimos 15 años ha trabajado en el sector, pero siempre para otros. Se conoce todos los oficios del sector: portador, conductor de lancha, ladrón de coches, punto -vigilante desde lugares estratégicos- … Esta noche pilotará la goma en la que nos montaremos.

Hoy Chato ha decidido ir un paso más allá en el negocio. Sin explicar cómo, por cuánto dinero ni a quién -”contártelo me metería en un serio problema”- dice que ha alquilado a una de las grandes bandas que operan en el Estrecho toda la logística necesaria para ir hasta Marruecos. Porque sí, en este mundo unos a otros se arrendan las lanchas o las naves en las que guardar la droga una vez retornan del país norteafricano.

“Quiero crecer”, se limita a decir mientras gira a la izquierda, levantando un tanto el brazo derecho y dejando ver en su codo un tatuaje en forma de telaraña.

Chato tiene 44 años. A los 17 se montó por primera vez en una goma. Era el año 90 del siglo pasado. “Al principio íbamos en pateras, como las que ahora trafican con inmigrantes”, recuerda.

“Aquellos eran buenos tiempos. No había cámaras en la costa -se refiere al SIVE, al Sistema Integrado de Vigilancia Exterior, que controla toda la costa andaluza con cámaras infrarrojos-. Ahora es jugársela. Si el pájaro -helicóptero de Vigilancia Aduanera- te sigue en alta mar, has de decidir si tirar la droga, si tratar de darle largas y volver a aguas internacionales durante horas y esperar… No nos dejan trabajar tranquilos”.

Chato es madrileño, pero por el trabajo de su difunto padre se instaló en tierras malagueñas cuando tenía 10 años. Ahora está divorciado y tiene un hijo de 19. Ni con él ni con su exmujer mantiene contacto. Ella decidió separarse cuando él entró en prisión por segunda vez. Fue hace una década. Chato pasó cuatro años entre rejas. En el tramo final de su condena su ex dejó de visitarlo. Al salir, firmaron el divorcio. De su hijo sólo sabe que vive en Granada, donde estudia Derecho. “Me abandonaron cuando peor estaba”. dice.

- Pero ellos sufrieron mucho durante ese tiempo, ¿no?- pregunto.

- Yo les daba la vida que nunca iban a tener. Viajes, ropa buena, restaurantes caros…- dice sin el menor reproche hacia su persona.

(Chato sigue conduciendo. Me percato de que en varias ocasiones toma una salida de la autovía, hace un cambio de sentido y vuelve hacia atrás, en dirección contraria. Parece que está dando vueltas, como haciendo tiempo. Llevamos unos 15 minutos en el coche y aún no hemos llegado a nuestro destino. Por la ventana ya he visto dos veces las antorchas humeantes de las fábricas de un polígono industrial cercano. Pero de repente suena su teléfono. Al cogerlo, habla en código. No se fía, aunque luego me contará que su móvil está encriptado y que le costó 1.100 euros conseguirlo. Puede estar pinchado por la Guardia Civil o por la Policía Nacional. “Ya vamos al cumpleaños. Tardamos cinco minutos”.)

2. A bordo de una lancha camino de Marruecos

ROPA DE ABRIGO, 40 MINUTOS DE TRAVESÍA Y UNA ‘GOMA’ QUE VUELA

Son las 2.20 de la madrugada y Chato conduce despacio entre callejuelas de casas bajas y edificios de apenas dos o tres alturas. Como he recorrido bastante la zona antes, reconozco que estamos en Palmones, una pedanía de Los Barrios que tiene salida a las aguas del Estrecho.

Hemos llegado a una especie de chalet de muros altos, donde alguien que ha escuchado el motor del coche nos ha abierto una compuerta para que Chato introduzca el vehículo. “Vamos, esto ha de ser rápido”, dice un instante antes de bajarnos. Yo apenas hablo ahora. Sólo miro y hago lo que ellos me mandan.

Un chico que no sé quién es pero que estaba dentro del chalet nos entrega a los cinco una especie de chándal negro y un pasamontañas. “Póntelo encima de tu ropa o pasarás frío, pisha”, me dice La Pulga. Y yo a La Pulga le hago caso.

Al instante de vestirme -no tardo más allá de un minuto- escucho cómo se abre otro portón a mi espalda, como a unos 20 metros. Y justo después suena el arranque de un motor. Al darme la vuelta veo que es un pequeño tractor que arrastra un lancha que va encima de un soporte con ruedas.

Todo pasa muy rápido. Estoy nervioso y apenas hay luz. En unos segundos el tractor sale del chalet, cruza por la arena de una pequeña playa y acerca la goma a un metro de la orilla. En ese momento dice Chato: “Vamos, el resto es cosa nuestra”. Y él, La Pulga, Mustafá, el otro que iba a mi izquierda en el coche y yo salimos corriendo detrás del tractor. Al instante, ellos le dan un pequeño empujón a la lancha para bajarla de su soporte y ponerla en el mar. Subirme a bordo de ella conlleva que me ponga chorreando hasta la altura de los muslos. El corazón me va a estallar.

Paseo marítimo de Palmones (Cádiz) con Gibraltar al fondo. Efe

Una vez a bordo, Chato se pone a los mandos de la lancha. Raudo, arranca sus dos motores. Nosotros nos sentamos en cuatro asientos que forman una hilera, uno detrás de otro. Yo voy el último. Chato, que está delante, va de pie. A su espalda lleva al moro, que nada más salir se pone a mirar un teléfono y una especie de pantalla del tamaño de una tablet. Entiendo que con esos dos aparatos ubicará el lugar en el que se ha de realizar la entrega en Marruecos. Detrás de él se sienta La Pulga. Y detrás de La Pulga el cuarto hombre, del que aún no conozco nada.

Chato acelera la goma desde el primer segundo. Sabe que, estando vacía, si ahora mismo nos cazan a lo sumo nos enfrentamos a una sanción administrativa. No hay droga, no hay delito. Pero él acelera con una palanca que tiene a su derecha. [Si les detienen a la vuelta, como mínimo se enfrentarían a cuatro años de cárcel.]

Atrás dejamos una costa salpicada por las luces de las farolas de la calle y otras procedentes de casas de gente insomne. Cuando estamos a unos 200 metros mar adentro, Chato se gira y, gritando, me dice: “Tranquilo. La gente a la que he alquilado todo esto ha sacado otras dos lanchas de cebo por aquí cerca hace sólo unos minutos. También tenemos puntos vigilando. A la vuelta vamos a hacerlo igual. Hay que desubicarles (se refiere a los agentes de la Guardia Civil que patrullan la costa en lancha)”.

Yo espero que sea así, que Chato tenga razón. Pero, en este mundo, ¿se puede confiar en la gente que transita por él?

Durante la travesía apenas se habla. Sólo Chato y Mustafá lo hacen. El moro no para de darle indicaciones a Chato.

El mar está en calma. Sin apenas oleaje, la goma vuela. No sé qué velocidad alcanza en nudos, pero me la sensación de ir muy muy rápido. Si fuera una carretera, diría que a más de 120 kilómetros por hora. Pero la sensación es muy diferente a ir subido en un coche. Aquí me siento más frágil. Cada poco mi trasero se despega del asiento. Un accidente sería fatal para todos nosotros.

El viento nos da de frente en las cabezas. Aunque es molesto, el pasamontañas reduce su impacto. [No todos los narcos que van a bordo de una lancha los llevan puestos, pero Chato ha decidido que nos los pongamos. Muchos ni siquiera usan ropas distintas a las de cualquier día].

Bajo la luz de una luna que se oculta entre nubes me pregunto si todo será tan fácil siempre para los narcos. Vale que falta lo más complicado, retornar a la Península con el hachís, pero vamos camino de Marruecos subidos en una lancha y nadie se ha percatado de ello. Y si lo han hecho, nadie ha intentado frenarnos.

Mientras pienso en silencio, a lo lejos comenzamos a ver las luces de varias poblaciones. Parecen luciérnagas parpadeantes. “Aquello es Tetuán. Y Rincón. Y aquello, Río Martín”, me dice el hombre sin nombre. Es la primera vez que me ha hablado, aunque de nuevo vuelve a quedarse callado. Entiendo que estamos a unas millas al sur de Ceuta.

Varios de los integrantes de la banda han pasado antes por prisión. Guardia Civil

Ya estamos llegando. Lo intuyo porque entre mis acompañantes empieza a haber nerviosismo, salvo en el moro. De repente, Chato para los motores en alta mar. No sé si estamos en aguas internacionales o en aguas marroquíes. La Pulga y el hombre que me acaba de indicar dónde está Tetuán se ponen de pie y comienzan a repostar la lancha. Usan parte del combustible que llevamos en esos cinco bidones de plástico de 50 litros que van a mi espalda. Mientras tanto, Mustafá hace varias llamadas. Habla árabe. No entiendo nada de lo que dice. Pero está relajado. No muestra atisbo de nerviosismo en sus gestos.

Terminado el trabajo de repostaje, Chato arranca de nuevo. Llegamos a una zona oscura de playa. A lo lejos vemos que alguien nos hace señales con varias linternas. Chato reduce la velocidad y planta el morro de la goma sobre la orilla. Empieza la juerga.

Entre mis cuatro acompañantes (yo me quedo a un lado) y otros siete porteadores marroquíes cargan la lancha con 2.400 kilos de hachís. 80 fardos de 30 kilos. En el mercado puede tener un coste de 3,6 millones de euros (el precio del kilo de chocolate de gran calidad alcanza los 1.500 euros). La embarcación está lista en apenas diez minutos.

Antes de partir de nuevo hacia la Península, Chato estrecha la mano de tres personas. Una es la de un marroquí que se ha mantenido a unos metros en todo momento, supervisando los trabajos. Entiendo que es el dueño de la droga. A los otros que saluda Chato son dos gendarmes uniformados del país alauí. Ambos sostienen una linterna. Eran ellos quienes nos hacían señales desde la lejanía. Me doy cuenta de que del narcotráfico aquí comen muchas bocas.

Son las 3.50 de la madrugada. Llevo dos horas con esta gente y nos ha dado tiempo de subirnos a una lancha, llegar a Marruecos y cargarla de droga. Fascinante.

3. De vuelta a la Península con 2,4 toneladas de hachís

MUSTAFÁ SE HACE DE VIENTRE Y EL HOMBRE SIN NOMBRE ME DEVUELVE AL PUNTO DE ENCUENTRO

Mientras nos alejamos de la costa marroquí las pulsaciones se me ponen por las nubes. Estoy rodeado de fardos de hachís. No sé cómo reaccionaré si, una vez dentro de aguas españolas, viene a por nosotros el pájaro. Chato no tiene pinta de ser quien lance al mar la droga durante una persecución. Más bien tiene aspecto de lo contrario: tratará de darle largas y volver a aguas internacionales a la espera de encontrar un resquicio.

Pero el trayecto de vuelta resulta sorprendentemente apacible. Tras remontar hacia el norte y dejar Ceuta a nuestra izquierda, nadie sale a nuestro paso. ¡Nadie! El único percance lo tiene Mustafá. A mitad de camino le pide a Chato que detenga la goma. Se encuentra indispuesto. Mustafá se echa a un lado, se baja el doble pantalón que lleva y hace de vientre en una bolsa que luego lanza al mar.

Si la travesía de ida duró unos 40 minutos, ahora hemos tardado algo más. En poco menos de una hora volvemos a divisar las luces de la costa andaluza. La descarga se efectúa en una playa desierta entre Conil y Vejer de la Frontera (Cádiz), a unos 80 kilómetros de donde partimos hace unas horas.

En la orilla nos están esperando una turba de porteadores que en apenas tres minutos suben los 80 fardos en dos todoterrenos robados. Chato y Mustafá se van con ellos para controlar que la droga llega hasta la nave-guardería en la que pasará unas horas hasta que la entregue a sus clientes, unos italianos afincados en la Costa del Sol. Él se llevará entonces un pellizco millonario, aunque no me pregunten cuánto.

Yo me marcho en otro todoterreno con La Pulga y el hombre que apenas ha querido hablar conmigo salvo para señalarme dónde estaba Tetuán. “Ellos te llevarán hasta tu coche”, me ha dicho Chato estrechándome la mano. “Hablamos. Espero que te haya gustado ver esto”.

Por el camino hasta Los Barrios, donde tengo aparcado el coche, La Pulga se duerme. Viéndolo repantigado ahí, en el asiento del copiloto, con su barriga, con su pelo ralo, nadie diría que acaba de traficar con droga.

De repente, rompe el silencio la voz del conductor. Es el hombre del que no conozco nada. “Me llamo Carlos, puedes ponerlo”, dice. Procedente de Castilla y León, vive en esta zona desde los 20 años. Ahora tiene 31. “Ni siquiera sé leer ni escribir. Chato nos ha reclutado a todos porque quiere darle un bocado a este negocio. Es evidente que ésta no ha sido mi primera noche en este mundillo. Mientras me llame, yo iré. Como éste -La Pulga- yo también me llevo 20.000 pavos”.

Hemos llegado a Los Barrios. Pese a que hemos tardado 35 minutos por carretera, la conversación ha sido escueta. La Pulga se ha despertado. Antes de cambiarme de ropa y de montarme en mi coche les doy la mano a ambos. “Cuidaros”, les digo. “Tú también”. Luego se marchan hacia algún lugar que desconozco. Probablemente nunca vuelva a saber de estos dos peones del narco.

Son casi las seis de la mañana. Toca marcharse al hotel y descansar durante unas horas. Tengo que asimilar lo que acabo de vivir.

[Tres días después recibí una mensaje de Chato desde un móvil que no conocía. Adjuntaba una foto de él descorchando una botella de champán junto a una joven rubia con los pechos desnudos. “La vida me sonríe”. No respondí. Me vinieron a la cabeza su exmujer y su hijo.]

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