En Arquillos (Jaén) nadie habla de algo que, sin embargo, conoce la gran mayoría del pueblo. La localidad mantiene un extraño pacto con el silencio.

-¿Conocía a Benita? ¿Sabía que la violaba su padrastro y que su madre la ofrecía entre algunos ancianos del pueblo?

-No conozco a esa gente -dice Antonio, un abuelo de 77 años, en la puerta de un bar. Al hombre se le tuerce el gesto al escuchar el nombre de Benita. 

Probamos suerte con otra persona.

- ¿Es verdad que era algo que se conocía entre la gente?

- No sé de lo que me hablas, niño -responde una señora al salir de la carnicería.

En este pueblo de la provincia jiennense, donde sólo viven 1.900 habitantes y los olivos que lo rodean llegan mucho más allá de donde alcanza la mirada, se esconde un secreto: la historia de Benita. Casi nadie quiere hablar de ella. Apenas se la recuerda. Pocos afirman tener relación con su familia. Al menos eso dicen sus vecinos.

EL ESPAÑOL cuenta la historia de esta chica que ahora trata de reconstruir su vida en un piso compartido con otra mujer maltratada. Una ONG le ayuda a salir del agujero al que la empujaron en su propia casa. Su vida, a la que el fiscal tildó de "infierno", sirve de ejemplo de esos abusos invisibles, duraderos en el tiempo y que tanto cuesta sacar a la superficie: los abusos que se sufren en el interior del hogar.

"Si cuentas algo, te corto la lengua"

Benita –pelo castaño, ojos marrones, piel blanquecina- conoció el infierno desde bien temprano. Era sólo una niña. La mujer que la trajo al mundo la ofrecía entre algunos ancianos de su pueblo y le pegaba puñetazos, guantazos y patadas.

“Eres una perra y una puta”, le decía su madre, María del Carmen Ortega, cada vez que le daba una paliza de muerte. “Si cuentas algo, te corto la lengua”, le amenazaba su padrastro, Pedro Antonio Fernández, quien abusaba sexualmente de la chiquilla cuando le venía en gana.

La chica huyó de aquel sinvivir en que se había convertido su día a día a mediados del verano de 2014. Tenía 19 años. Benita dijo basta después de seis años de violaciones por parte de Pedro y de palizas e insultos de su madre.

Se fugó el 7 de julio de aquel año. Durante cuatro días se escondió en los campos de olivos que rodean su pueblo. Antes de denunciar en la Guardia Civil también se cobijó en la vivienda de un vecino, al que le contó todo. La chica no aguantaba más.

La hermana, la madre y el padrastro de Benita, que abren a EL ESPAÑOL la puerta de la vivienda donde la chica vivió un infierno, según el fiscal. A.L.

El calvario de Benita comenzó cuando falleció su padre biológico. Sucedió en 2004. Ella era sólo una niña de 9 años y su madre comenzó a propinarle todo tipo de golpes. Cuatro años después, María del Carmen, de 45, rehízo su vida con Pedro, un vecino del pueblo de 39 años sin oficio ni beneficio. Desde entonces, la vida de Benita se tornó un suplicio.

En 2008, María del Carmen y Pedro decidieron irse a vivir juntos a la casa de ella, donde ya residían Benita y su hermana mayor, Isabel. Al poco de empezar la convivencia, Pedro comenzó a pasearse desnudo por la casa y a pegarle palizas a la chica. Un día dio un paso más allá y le dijo que quería que viera cómo su madre y él “echaban un polvo”. La niña tuvo que ser testigo.

Pedro también forzaba a Benita, que por ese tiempo era una cría de 13 años, a ver películas porno junto a él mientras le tocaba los pechos. Según fue creciendo, el padrastro de la niña le pedía que le masturbara y le practicara felaciones. Como la niña no sabía, su madre le enseñó a hacerlo.

La primera vez, María del Carmen agarró la mano de Benita y se la llevó al pene de su padrastro. Luego, le enseñó cómo debía moverla de arriba abajo. “Más vale que estés bien calladita”, susurraba Pedro en el oído de Benita para que la niña no contase a nadie de la calle lo que estaba sufriendo dentro de su propia casa.

Cuando María del Carmen no tenía ganas de practicar sexo con Pedro, le decía: “Fóllate a Benita, que para eso tienes mujeres en casa”. Y el padrastro de la niña así lo hacía. La penetraba, le introducía varios dedos en la vagina…

Pero no sólo el padrastro abusó de la chiquilla. Arquillos es un pueblo jiennense donde sólo el cultivo del olivo y la recogida de la aceituna traen jornales a los vecinos. Pedro, sin trabajo, decidió comprar ovejas para ganarse la vida y le pidió a un conocido, Santiago Lasaga, que le prestara su finca El Porrisillo para tener dónde guardarlas.

A cambio, el padrastro y la madre de la niña, que no tenían con qué pagar a Santiago, le ofrecieron a Benita a cambio. El hombre, octogenario, aceptó y durante un tiempo también abusó de la niña. En Arquillos se sabe que hubo más clientes, pero nadie les pone rostro ni nombre.

La huida

Benita puso punto y final a su particular via crucis el 7 de julio de 2014. En torno a las 9.30 de la mañana, la chica, que ya tenía 19 años, se marchó de casa. Dijo que iba a tirar la basura. Pero nunca más volvió. Durante dos noches se escondió en un tubo de desagüe situado a las afueras de Arquillos. Allí la encontró un vecino del pueblo, quien se la llevó a casa. Tras escucharla, le pidió que denunciara.

Pero Benita tenía mucho miedo. Pensaba que si contaba lo sucedido nadie la creería y tendría que volver con su madre y su pareja. “Si vuelvo a mi casa, me suicido”, le dijo a aquel hombre, que la cobijó en un palomar de su vivienda un par de días más.

Durante los días que Benita estuvo desaparecida, María del Carmen y Pedro organizaron batidas en grupo para encontrar a la chica. Los vecinos participaron pensando que podrían haberla asesinado o violado y que la encontrarían por los campos de alrededor.

En realidad, los padres tenían miedo de que pudiera contar los abusos y las vejaciones a los que la tenían sometida. Paralelamente, la Guardia Civil abrió una investigación que les condujo al hombre que había ayudado a Benita a esconderse.

Cuando la encontraron, la chica no dejaba de llorar, tenía hematomas por todo el cuerpo y rogaba que no la llevaran a su casa. A las pocas horas, tras denunciar los hechos, su madre y su padrastro entraron en la cárcel. Dos meses después, lo haría el anciano que también abusó de ella.

Durante los días que se mantuvo huida, los padres de Benita organizaron batidas vecinales para dar con ella. En el centro, Pedro, junto a su pareja, María del Carmen, la madre de Benita. Diario de Jaén

Durante el juicio, Benita describió su sufrimiento. Contó que los abusos comenzaron al poco de empezar a convivir juntos. La chica dijo que su madre le pegaba palizas con el palo de la fregona, que en más de una ocasión le partió en la espalda. También narró cómo María del Carmen le cogía del cuello para estrangularla o que Pedro le obligaba a practicarle felaciones, a masturbarle o a acostarse con ella, siempre con la aprobación de la madre, quien la ofrecía entre los ancianos del pueblo a cambio de dinero.

La chica, ahora mayor de edad, no podía dormir por las noches a causa de las continuas pesadillas que padecía. Por el día, el suicidio siempre le rondaba la mente. Pese a que su hermana Isabel declaró ante la Guardia Civil que ella también había sufrido abusos sexuales y palizas, se desdijo durante el juicio. La dejó sola.

En la casa de los horrores

Este pasado octubre, la Audiencia Provincial de Jaén condenó a 16 años de prisión tanto a la madre de Benita como a su padrastro. Pero la pareja, quienes pasaron nueve meses en prisión provisional tras su detención, disfrutan de la libertad a la espera del dictamen al recurso que han presentado.

En Arquillos, sólo un hombre me señala dónde vivía la chica. “Sí, mira, al final de esta calle. Pero no sé exactamente en qué número. Son una gente muy rara”.

Después de tocar en varias puertas, damos con la casa de los horrores en la que vivió Benita. Es en el número 27 de la calle Goya. Después de llamar al timbre, abre su hermana Isabel, quien le dice a la madre que ha llegado un periodista.

“Pasa, pasa, no te preocupes, no tenemos nada que esconder”, dice la madre, una mujer de pelo negro azabache y aspecto de tener quince años más de su edad real.

Cuando entro al comedor de una vivienda de dos alturas encuentro a Pedro, el padrastro de la chica. La estancia produce una sensación claustrofóbica. Las paredes están repletas de cuadros y los muebles aparecen cargados de figuritas antiguas. El hombre tiene el pelo graso y viste pijama pese a que son las cuatro de la tarde. Fuma sin parar. La ceniza la echa en una lata vacía de champiñón laminado.

A la pareja le han retirado la custodia los tres hijos (de ocho, nueve y 10 años) que han tenido juntos. La Junta de Andalucía los ha puesto a cargo de una familia de adopción temporal. “Esa niña [Benita] nos ha jodido la vida”, dice su madre nada más sentarse a la mesa del comedor. “Sólo tienen su palabra. Y la han creído a pies juntillas”.

“Nosotros somos inocentes”, dice su padrastro. “Se generó mucha alarma social cuando desapareció y nos hemos comido nosotros el marrón”. Les digo que ante el juez la chica presentó un parte clínico con hematomas y que tuvo un relato sólido. “Todo eso es una mierda. Cuéntale tú, Isabel, cuéntale tú al chico”, insta Pedro a la otra hija de su pareja.

Pero a Isabel, que en un principio denunció haber sufrido lo mismo que su hermana Benita, hay que sacarle las palabras. Cuando habla, mira a su padrastro en vez de a mí, como si éste diera el visto bueno a sus palabras. “Yo denuncié porque ella amenazó con matarme”, cuenta la chica, de 26 años, con voz temblorosa.

Sus palabras no suenan a verdad. Parece temerosa ante Pedro y su madre. Isabel titubea, duda, desvía la mirada. “Ellos me tratan bien, de verdad, me trata bien. Yo no miento”.

Pero lo cierto es que un juez creyó a Benita y no a su madre ni a su padrastro, que cobran 420 euros del paro carcelario y se encuentran sin trabajo a la espera de que se resuelva el recurso que han presentado.

Son casi las seis de la tarde y María del Carmen me invita a marcharme. Al salir de su casa, me encuentro a un vecino tirando una bolsa de basura. Tiene 62 años y vive unas viviendas más abajo. Es el único que dice algo en claro sobre la tragedia de Benita. “Se escuchaban los gritos de la niña cada vez que le pegaban. Además, lo vivido ahí dentro le ha dejado tocada de la cabeza. Antes de denunciar y marcharse, parecía una niña que no estaba muy bien de los nervios”.

Benita ya no llora. Tampoco nadie le pega ni la viola. Ahora tiene una nueva vida y sólo 21 años. Todavía tiene tiempo de borrar el recuerdo de lo vivido en el número 27 de la calle Goya en Arquillos.

Noticias relacionadas