Murió en 31 y en diciembre del 36, mientras se mataban en España "los hunos y los hotros", como contó en esa suerte de apuntes que publicarían póstumamente bajo el título El resentimiento trágico de la vida. Pero es 31 y es diciembre. 1936. Nieva en Salamanca -hay quórum entre las fuentes- y nieva sobre el caserón de la calle de Bordadores. Don Miguel de Unamuno muere, mal abrigado, con el pie ardiendo en la estufa y oliendo a quemado; como dentro de esa intrahistoria que él mismo famoseó.

Quien es la referencia intelectual de España pasa sus últimas horas sin saberlo. Recluido pared con pared con la muy salmantina Casa de las muertes.

Unamuno por José Núñez.

Confinado don Miguel en arresto domiciliario en el centro de la capital helmántica, un militar tiene la orden de "tirar a matar" si el autor de Niebla sube a cualquier automóvil, pues la frontera está cerca, de modo que tres números armados hacen guardia permanente en la puerta y siguen los pasos del ex rector en el empedrado charro. Para Jon Juaristi, hay que imaginarlo "bastante preocupado por esa parte de su familia que se ha quedado en Madrid. En zona republicana".

Pero Unamuno no se achanta ni ante el frío ni ante la oficialidad, y desde la ya sabida sanción del Régimen, su caserón no para de recibir visitas de todo pelaje. "Muchos falangistas" rinden pleitesía al escritor pese al castigo. La consigna es "que no hable y que viva y que no pase la raya de Portugal", cuenta el escritor y dramaturgo Póllux Hernúñez, experto en Unamuno. Y, sin embargo, el escritor recibe a varios periodistas extranjeros a los que aliña cada discurso con un "por haber dicho estoy encerrado" o un que "bolchevismo y fascismo son las dos caras de la misma moneda".

Son “días tristes” por la “guerra incivil” que invade España, y así ha quedado en la memoria familiar. A su nieto Pablo de Unamuno Pérez le llegó que en los momentos previos a su muerte, don Miguel de Unamuno “no paraba de escribir. Sumido en una profunda tristeza y recibiendo continuamente amistades y visitas”, comenta a EL ESPAÑOL. Póllux Hernúñez insiste en que han pasado “tres meses desde que habló por última vez en público. Sin el apoyo de su difunta mujer, vive prácticamente desterrado” en la Salamanca nacional. 

Retrato de Unamuno a partir de la máscara mortuoria. Cortesía de la Casa Museo de Unamuno

A un andariego que va "sin abrigo por los picachos de Gredos"- relata de oídas familiares José Delfín Val, salmantino y escritor-, nadie lo desdice de opinar en baja voz y en su casa. El Régimen tiene miedo de que se le tuerza el último intelectual, pues aún Dionisio Ridruejo monta guardia en los luceros, y en la zona nacional, a pesar del episodio con Millán-Astray, Unamuno es una figura a tener en cuenta en el pensamiento del nuevo Estado. Los especialistas coinciden con Juaristi en que fuera posible que Franco contuviera a ciertas “fuerzas vivas” de la provincia.

Y es que Salamanca es un fortín académico de Burgos. Lejos quedan los frentes, y hay que empezar por la intelectualidad. Y Unamuno afeó a Millán-Astray, sí, y la Falange es poco africanista, y en la Castilla Vieja lo tienen por referente. Unamuno va y viene por su caserón de Bordadores. Son fechas navideñas como insisten sus hagiógrafos. La tarde del 31, su hija Felisa se ha llevado a su nieto a ver 'belenes'.

Unamuno, a las puertas de enero o de la muerte, viste recio y desabrigado ("no me lo imagino con batín", confiesa su nieto). Unamuno toma notas desordenadas de lo que va pasando en una España en llamas, junto a la mesa camilla.

En zona nacional se cree que Madrid se "tomaría en horas", como arguye Pólllux Hernúñez, pero Unamuno ("despojado de todos los cargos, hasta los honoríficos", manifiesta su nieto) no cesa en su empeño dialéctico y suicida en creer que "España se salvará" a pesar de todo. Y a pesar de todo nadie sabe que ese "España se salvará" le va a costar el último hálito.

A él, histriónico, que ha visto de niño el sitio de Bilbao, que ha sido desterrado en Fuerteventura por Primo de Rivera, nadie le priva de narrar el horror: “Cual sueño de despedida / ver a lo lejos la vida / que pasó, / y entre brumas, en el puerto / espera muriendo el muerto / que fui yo”. Y en esas notas nadie queda libre del verbo unamuniano, "esas notas que apuntaba en una correspondencia municipal o en una servilleta", como rememora José Delfín Val.

Unamuno es viudo de "su Concha", pero mantiene cierto vigor físico a pesar del dolor, pues aún mantiene la gallardía de aquel “senderista de Gredos”. Y así le va llegando el fin.

En las últimas dos semanas de su vida, Unamuno se cartea con frecuencia con su amigo Quintín de Torre, vasco y escultor que residía en Burgos. Zona azul. Cartas que "pasaron por la censura"; misivas fechadas entre el 1 y el 13 de diciembre, aunque hay investigadores que sostienen que la última carta de Unamuno puede estar fechada en torno al 21 de diciembre.

La lápida que se instaló, con versos unamunianos, en la fachada de la casa donde vivió y murió, en la calle Bordadores.

Volvamos al 31 de diciembre. Su hija Felisa ha llevado al nieto de paseo. Cerca. Al Hospital. “A tres minutos caminando”, sostiene Val. Ese 31, Unamuno recibe dos visitas que simbolizan las dos Españas dentro de la España franquista. La primera es la de Diego Martín Veloz, “cacique provincial”. Alguien que profesa por Unamuno un “cordial desprecio”, en palabras de José Delfín Val; tanto que a un “asno lo llamaba Unamuno”.

La segunda visita, la última, es más agradable. Se trata del falangista Bartolomé Aragón. La conversación transcurre plácida en torno al brasero hasta que se llega al punto del futuro de España y su salvación divina. El dramaturgo Hernúñez dramatiza el debate en Unamuno, tragedia en veinte cuadros: “¡No! Eso no puede ser, Aragón. Dios no puede volverle la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse. ¡España no puede perderse!”.

Según parece, tras el "España no puede perderse", el escritor golpeó la mesa camilla, con furia, y el corazón dejó de latir. Una vez que Bartolomé Aragón cae en la cuenta de que ya no hay aliento en el viejo literato, sale del caserón como alma que lleva el diablo gritando: “Yo no lo he matado, yo no lo he matado”.

Al día siguiente Víctor de la Serna, en desagravio intelectual, convoca a los intelectuales de la Falange local. Así lo recordaría justo cincuenta años después, otro 31 de diciembre y en las páginas de El Alcázar: “ (…) los que conocíamos el alma pura y hasta infantil de don Miguel presentíamos el ala del arcángel entre las nubes bajas en que las torres de Monterrey y de la Clerecía se clavaban. Detrás de los portones de las iglesias y de los conventos los Santos Cristos que él amaba y cantaba lleno de unción religiosa abrían sus brazos con amor. No había luz en las calles porque había guerra. Y cobraban un prestigio primitivo entonces las ventanitas, por donde la luz vegetal de la lámpara del Santísimo, dulce luz, humanizaba la sombras. Al día siguiente los empleados de una funeraria bajaban el cadáver de don Miguel al portal de la casa, donde quedó. ¿Abandonado? No, no, porque estábamos allí (entre señores muy importantes, conservadores, de los que por llamarles de algún modo se les suele llamar "de derechas") cuatro falangistas, cuyos nombres voy a escribir por si la anécdota de aquél día le interesa: Emilio Díaz Ferrer, Alcalde de Alcañiz; el pobre Miguel Fleta, Antonio de Obregón y el que esto escribe.”

Manuscrito con el título de su libro El resentimiento trágico de la vida, en una carta de la Casa Museo de Unamuno.