Noemí López Trujillo Brais Cedeira

Galicia es un cajoncito de realismo mágico. Aún es posible leerla en clave mitológica. Aquí, las hileras de farolas que iluminan las carreteras parecen las velas de un santuario, del chiquillo que llora y no come se dice que “le ha dado un aire de difunto” —un trocito de alma en pena en el cuerpo del niño—, y los ataúdes son para los vivos. Decía Gloria Fuertes que “la muerte es quedarse solo, mudo y quieto”. Sin embargo, en el pueblo de As Neves —a sesenta kilómetros de Pontevedra, la patria chica de Mariano Rajoy— la muerte grita y se agita con brío.

Cada 29 de julio se celebra la procesión de Santa Marta de Ribarteme, protectora de los que están en peligro de fallecer. Ese día, la tierra y el cielo son un espacio común, y la vida y la muerte se conjugan en el mismo tiempo verbal. Aquellos que han sobrevivido se meten en un féretro y son llevados en procesión durante una hora. Los ofrecidos, como se les conoce, quieren agradecer a la santa haberse salvado. Es una penitencia. A cambio de que su vida se dilate, muestran sufrimiento y dolor. Cierran los ojos y se tumban. Por unos instantes, ocupan el lugar que parecía corresponderles, la caja en la que sus restos debían yacer.

Aunque su origen es desconocido, hay indicios de que este rito ya se celebraba en el siglo XVIII. Conocido como a romaxe dos cadaleitos —la romería de los ataúdes—, los ofrecidos y sus familiares dan las gracias por llevar a hombros una caja con un vivo en vez de con un muerto dentro. Según The Guardian, es la segunda fiesta más rara del mundo. El pueblo, con unos cuatro mil habitantes, siempre reproduce esta coletilla cuando quiere reafirmar la importancia de esta tradición que cuenta con, al menos, trescientos años. Pero la modernidad ha llegado a las aldeas de Galicia y no todos entienden las motivaciones del ofrecido. La diferencia entre observar lo propio con una lupa o con un catalejo. El arraigo ha de combatir a menudo al escepticismo que, en los últimos tiempos, se ha convertido en mera curiosidad y morbo. En vez de hiedra trepando por las lápidas y ataúdes, son las manos de turistas y gente de pueblos cercanos las que serpentean por la caja tratando de buscar la mejor foto.

Aleixo, el chico con el cuerpo quemado

Aleixo, que tiene el cuerpo quemado, perdió a su padre en un accidente cuando ambos iban juntos en un camión. Mónica Ferreirós

Aleixo Paz Pérez, de quince años, es uno de los que desfiló este viernes. Ni siquiera es creyente. Nacido en Gerona, Aleixo tuvo un accidente con ocho años que le dejó todo el cuerpo quemado. Viajaba en el camión cisterna con combustible que conducía su padre. Chocó contra otro camión de mantenimiento y comenzó a arder. El padre falleció y el crío estuvo veinte meses entre la UCI y la unidad de quemados. Casi todos los dedos de sus manos están amputados y su piel no tiene poros. “No soy de rezar cada día. Creo en Dios a mi manera, de una forma particular. Creo que en España ya no hay nadie religioso al cien por cien. Con lo que está pasando en el mundo no me extraña”, dice. Su madre, Teresa, interrumpe: “Ha visto cosas horribles en el hospital, niños muy enfermos. De pequeño siempre me preguntaba: ‘Si Dios existe, ¿por qué deja que pasen estas cosas?’”.

Cada año acude a As Neves para ver a sus abuelos maternos. “Me gusta estar con la familia. El año pasado, en el bar de aquí, me enteré de que el significado de ir en el ataúd era como que habías vencido a la muerte. Me gustó porque eso mismo he hecho yo”. Aleixo ha sobrevivido a varias operaciones de reconstrucción de piel. El año pasado decidió que quería participar en la procesión como un acto simbólico. “La conozco desde siempre, había ido cuando era pequeño, pero nunca había tenido curiosidad por saber”.

Desde el día antes, los ataúdes abiertos reposaban en una pared de la iglesia de Ribarteme. En el techo, un ventilador elevaba las telas blancas del interior de los féretros, como si respirasen despacio. Doce horas más tarde, Aleixo y otras cuatro personas más se introducían en ellos y se alzaban alrededor de la parroquia con la ayuda de los costaleros. Con una gorra de Ibiza, gafas de sol y unos cascos conectados a su smartphone para escuchar música, Aleixo se concentraba en no caerse. “Era en lo único en lo que pensaba”. “¿De verdad?”, pregunta la madre. “Sí, sí. Dar gracias por seguir vivo ya lo hago todos los días”, confiesa.

“Quiero que mi hija se cure”

Pilar Domínguez lleva tatuados en el brazo los nombres de su hija, Uxía, y de su difunto marido. Hace dos años que éste murió. Desde entonces, la pena parece haber echado raíces en ella. “Estamos pasando por muy malos momentos. Mi marido murió de forma súbita en la playa. Uxía tenía seis años cuando ocurrió. Yo no quería contarle cómo fue, le había hecho un dibujo para regalárselo, quería que al menos pudiese despedirse. Me preguntó qué pasaba y decidí contárselo sin más. Me dijo: ‘¿Crees que soy tonta? Ya lo sabía’. Es muy madura”. La pequeña, de ocho años, acudió este viernes a Ribarteme para acompañar a su madre.

Pilar Domínguez procesiona en un ataúd para pedir que su hija se cure. Mónica Ferreirós

Su promesa a la santa es, en realidad, una petición: que Uxía se cure. Padece osteogénesis, también conocida como “huesos de cristal”. “Cada dos por tres se rompe algo, y con la edad va a peor”, dice mientras señala la pierna vendada de la cría, que está sentada en un carricoche. “Lo heredó de su padre. Antes de morir, su padre tenía el cuerpo como deformado. No quiero que pase por eso, quiero que se cure”. La abuela materna de Uxía, que también acudió a la parroquia, interrumpe: “Queremos que Santa Marta nos ayude. Cuando Pilar era pequeña tenía ataques epilépticos. Me metí en el ataúd para pedir que se curase. Lo hice y se curó. Nunca más tuvo ataques”.

Antes de tumbarse en el féretro, Pilar se arrodilló ante el altar donde reposaba el busto de Santa Marta y rezó mientras lloraba. “Hay quienes no creen, pero yo tengo mucha fe”, añade sin abandonar el gallego, como si algo tan íntimo solo pudiese explicarlo en su lengua materna. Procedente de Tui, un pueblo en la frontera con Portugal, asegura que cuando veía este rito en televisión pensaba que era “una locura”. “Nunca creí que me metería en una caja. Pero ahora siento que debo hacerlo. Llamé en enero a la iglesia para reservar un ataúd y desde entonces he estado deseando que llegara el día. Estoy nerviosa pero también muy emocionada”, explica Pilar. “Malo será que me pase algo justo hoy”, bromea.

Ángel Mª Fuentes, conservador y restaurador de patrimonio cultural, explica que algunas de estas costumbres, interpretadas con la mentalidad del siglo XXI, puede parecer que “abundan en la morbosidad o en dinteles culturales ya tapiados”. “Esos registros pertenecen a la esfera más íntima de una familia y fuera de ella son de confusa lectura. No fueron realizadas para el examen de quienes no pueden detectar los enlaces sentimentales que contienen”, apunta Fuentes.

Antiguamente, los niños también participaban procesionando dentro de los ataúdes, aunque ahora acompañan a sus padres a pie o en brazos. Mónica Ferreirós

“Es la segunda vez que me meto en un ataúd”

Con una mezcla de gallego y acento argentino, Hermosinda Castro es la segunda vez que ocupa el lugar de un muerto. Con quince años se fue a Argentina con sus padres, pero las tradiciones de su tierra las cumple como si jamás hubiese emigrado. Dice “acá” y “graciñas” indistintamente, y repite que está “a punto de cumplir setenta y siete años”, como si temiese no llegar al día de su cumpleaños. “Tengo cirrosis de tomar tantas drogas [medicamentos] y estoy muy mal. La primera vez, en el 81, estaba enferma. Mi hijo tenía diez años, y nos vinimos aquí a pasar el verano porque yo quería meterme en el ataúd. Le pedí a la santa seguir viviendo, se cumplió, así que hice mi promesa. Ahora le pido a la santa que me cure, que no enferme una tercera vez”, explica.

A la puerta de la iglesia, Benito Márquez, de cincuenta años, apura un cigarro. Es uno de los costaleros de Hermosinda. Ha cargado con ataúdes tantas veces que ha perdido la cuenta. “Lo malo no es cuando lo haces para un vivo, sino para uno de los tuyos”. Benito trabaja en la construcción en San Cipriano de Ribarteme, un pueblo situado junto a As Neves. “Estoy acostumbrado a cargar peso, eso no me preocupa”. Durante el recorrido de la procesión, que dura cerca de una hora, Benito es de los pocos que no pide ser sustituido.

Para la procesión, además de pedir el ataúd a la iglesia con la suficiente antelación, los ofrecidos han de llevar a seis personas que se encargarán de portar el féretro. Habitualmente son familiares, pero si estos son ancianos o críos pequeños que no pueden soportar peso, echan mano de conocidos o amigos del pueblo. “Nadie se niega a hacerlo porque sabes que es muy importante para la persona que te lo pide. Yo me pongo muy nervioso porque me paso el camino entero recordando a los míos que se fueron. Te acuerdas de cuando has tenido que cargar con ataúdes donde iba alguien a quien querías”, explica Benito.

Una fiesta en auge

Durante la procesión sólo salen cinco féretros. El sexto lo alquiló una anciana para poder participar. Mónica Ferreirós

“Aquí el primero que llega se queda el ataúd”, dice Marta Domínguez, de veintitrés años, la sacristana de la iglesia de Ribarteme. “En octubre o noviembre ya suelen llamar para ofrecerse a ir en la próxima procesión. Tú sabes que quien hace eso es porque lleva un tiempo pensándolo”, añade. La sacristana hace referencia a lo ocurrido con un reportero de National Geographic que para rodar un documental sobre las fiestas más estrambóticas del mundo decidió grabar esta procesión desde un ataúd. “La iglesia tiene cinco ataúdes que nos cede la funeraria. Como ya no quedaban para cuando él vino, alquiló uno. Pensábamos que quería hacer algo serio, pero se dedicó a asomarse por la caja, saludar, reírse… La gente no lo vio bien. Esto no es un cachondeo y cada vez parece que viene más gente a eso. Quienes van dentro no van por gusto, están sufriendo”, explica. Según la sacristana, para reservar un féretro solo hay que llamar. “Yo no pregunto ni el motivo, ni el nombre. Confío en que la gente quiere hacerlo de verdad. Y te digo una cosa: de los once años que llevo aquí, rara vez falta alguien. Este año, por ejemplo, tenemos los cinco cogidos. Hace unas semanas vino una mujer que quería ir en la procesión en ataúd. Le dije que no había ninguno disponible, así que decidió alquilar uno”.

Marta, la sacristana de la iglesia, tiene tan sólo 23 años. Mónica Ferreirós

La procesión finaliza cuando una muchedumbre sobria pero enfervorecida repite  al unísono una letanía mientras alzan sus manos hacia el techo de la parroquia: “Virxe Santa Marta, estrela do Norte, traémosche ós que viron da morte” —“Virgen de Santa Marta, estrella del norte, te traemos a los que vieron la muerte”. Algunos devotos ni se plantean meterse en un ataúd, pero quieren cumplir penitencia como ofrenda a la santa. Por ello, recorren la procesión descalzos o de rodillas. Los bebés ofrecidos, en cambio, nunca van dentro de las cajas. “Eso es muy malo para un niño. Antes, en los años 40 y 50, se hacía, pero ahora ya no. Y yo no lo permitiría”, reconoce la sacristana. “Lo normal es que la madre lleve a su hijo en brazos y los familiares porten un ataúd pequeñito como acto simbólico durante la procesión”, añade.

Al terminar este particular funeral de los vivos, los devotos recobran el aliento a base de cerveza, vino, pulpo y churrasco. La asfixia y la agonía vividas durante casi una hora en una caja de madera al sol se dejan, por unos instantes, en una barra. Ahí, como en los antiguos velatorios en casa, el consuelo está en el plato. Nada tan humano como morir y comer. De la casa al cementerio, de la cama a la tierra, del ataúd al bar.