En 1494, apenas dos años después del primer viaje de Cristóbal Colón, los Reyes Católicos firmaron con Portugal el Tratado de Tordesillas. A través de una línea imaginaria sobre el océano, se repartieron el mundo gracias a que una bula papal lo legitimaba.
De esta manera tierras, recursos y pueblos que nunca habían oído hablar de Roma quedaban bajo dominio europeo. El mapa era ambicioso, pero no todos lo aceptaron sin cuestionarse. Entre ellos se encontraba un fraile dominico de la Universidad de Salamanca que, cuarenta años después, alzó la voz contra aquel reparto casi divino.
Este brillante teólogo, catedrático y uno de los pensadores más influyentes del Renacimiento, se atrevió a desafiar las bases ideológicas de la conquista española de América.Y lo hizo desde la razón, desde el derecho y desde una profunda fe cristiana que, en lugar de justificar la dominación, defendía la dignidad humana de los pueblos indígenas. En un siglo de espadas, Francisco de Vitoria eligió la palabra como arma.
Estatua de Francisco de Vitoria en el monumento a Santo Domingo de Guzmán en Burgos.
El fraile
Francisco de Vitoria nació en 1483, probablemente en Burgos o Vitoria, aunque el dato exacto sigue siendo debatido. Ingresó muy joven en la Orden de Predicadores, los dominicos, y fue enviado a estudiar a París, donde se formó en filosofía escolástica, lógica y teología y fue discípulo del célebre teólogo Pierre Crockaert.
Allí descubrió a Santo Tomás de Aquino, cuyo pensamiento marcaría toda su vida. Era brillante, metódico y tenaz. Tanto, que al regresar a España fue nombrado catedrático de Teología en la Universidad de Valladolid y, más tarde, en la de Salamanca, la más influyente del mundo hispano.
En Salamanca fue nombrado catedrático de Teología en 1526 y desde su cátedra reformó la docencia, introdujo nuevos métodos de discusión académica y convirtió sus clases en una plataforma de pensamiento político y jurídico.
Así fue como Salamanca, bajo su influencia, vivió un renacimiento intelectual comparable al de Bolonia o París, pero más allá del aula, ya que Vitoria estaba muy pendiente del otro lado del océano. Mientras sus compatriotas conquistaban el Nuevo Mundo, él leía las crónicas de Indias con inquietud.
La evangelización forzada, los abusos de los encomenderos, el saqueo de oro y la esclavitud de los indígenas (prohibida por Isabel la Católica) le parecían incompatibles con los principios cristianos. En sus famosas "Relecciones", lecciones académicas sobre cuestiones candentes, abordó el problema con una claridad que hoy sigue deslumbrando.
¿Tienen alma los indios?
Aquel no era un debate menor. Muchos juristas y teólogos de la época justificaban la conquista apelando a la "barbarie" de los pueblos americanos. Según esta visión, los indígenas eran seres inferiores, sin derechos, incapaces de gobernarse por sí mismos. Aquel era el argumento perfecto para someterlos, convertirlos y explotar sus tierras con impunidad.
Pero Vitoria no lo aceptó. En su "Relectio de Indis" de 1539, defendió que los indígenas eran seres humanos plenos, dotados de razón, alma y capacidad para organizar sus sociedades. Por tanto, tenían los mismos derechos naturales que cualquier cristiano europeo y negarles esos derechos era cometer una injusticia flagrante.
“La bárbara costumbre no quita el derecho natural”, escribió, desmontando con precisión quirúrgica las justificaciones ideológicas de la colonización.
Para Vitoria, la llegada de los españoles a América no podía ser una carta blanca para dominar. Si se quería evangelizar, debía hacerse por medios pacíficos, respetando la libertad de los pueblos, e incluso defendía que, si los indígenas no aceptaban el cristianismo, eso no justificaba el uso de la fuerza. Decía que la fe no se impone por decreto.
El nacimiento del derecho internacional
En su "Relectio de iure belli" (Sobre el derecho de la guerra), Vitoria fue más allá. Estableció principios generales sobre cuándo una guerra podía considerarse justa y rechazó la idea de la guerra preventiva, tan de moda hoy en día, la conquista por superioridad militar o la conversión forzosa como causa bélica. Una guerra solo podía legitimarse en defensa propia o para reparar una injusticia grave. Y este pensamiento marcó un antes y un después.
Aunque no hablaba aún de "derecho internacional" en el sentido moderno, sentó las bases de lo que siglos más tarde desarrollaría Hugo Grocio, considerado el padre de este derecho. Vitoria introdujo conceptos clave como la soberanía de los pueblos, la autodeterminación, la proporcionalidad en el uso de la fuerza y la necesidad de una comunidad universal basada en normas compartidas. En pleno siglo XVI, un fraile castellano ya hablaba de los derechos humanos.
Monumento a Francisco en Vitoria.
Una voz incómoda en el imperio
Las ideas de Vitoria no eran revolucionarias solo en lo abstracto, tenían implicaciones políticas inmediatas. Si los indígenas eran libres, ¿qué legitimidad tenía el Imperio español para ocupar sus tierras? ¿Con qué autoridad se extraían los recursos? ¿Qué sentido tenía seguir imponiendo la fe por la fuerza? Estas preguntas incomodaban a la corte.
Carlos I respetaba a Vitoria, pero prefería que sus lecciones no llegaran demasiado lejos. Sin embargo, la influencia del fraile crecía y algunos de sus discípulos, como Domingo de Soto, Melchor Cano o Bartolomé de las Casas, difundieron su pensamiento por Europa y América, provocando que muchos se enfrentaran al sistema colonial desde dentro, impulsando reformas legales como las Leyes Nuevas de 1542.
Aunque Vitoria murió en 1546 sin haber viajado nunca a América, su huella quedó grabada en la historia. Fue un defensor temprano de los pueblos sin voz, un intelectual que se enfrentó al poder con ideas, y un teólogo que no confundió la fe con la opresión.
Un legado para el mundo moderno
Francisco de Vitoria murió en 1546 en Salamanca. Su obra cayó en cierta oscuridad durante siglos, en parte porque España tomó otros caminos, en parte porque Europa prefirió olvidar a sus propios profetas. Pero en el siglo XX, su figura fue rescatada por juristas internacionales, que lo reconocieron como uno de los grandes fundadores y pioneros del derecho internacional moderno.
La Universidad de Salamanca conserva hoy su legado. El Aula Magna lleva su nombre. La ONU, en un gesto simbólico, lo declaró precursor del orden jurídico global. Y en Hispanoamérica, algunos movimientos indígenas lo reivindican como un pionero de los derechos humanos antes de que existiera ese término.
Su pensamiento es incómodo incluso hoy, porque nos obliga a pensar que la ley no siempre coincide con la justicia y que la civilización no se mide por el poder, sino por el respeto. En un mundo donde aún se libran guerras en nombre de causas dudosas, donde la soberanía de los pueblos se ignora con frecuencia y donde la dignidad humana sigue siendo vulnerada, las preguntas de Vitoria siguen vigentes.
¿Es justa esta guerra? ¿Se respetan los derechos del otro? ¿Puede imponerse una ideología por la fuerza?
Más de 480 años después de sus lecciones en Salamanca, las respuestas que ofreció siguen iluminando la reflexión ética, jurídica y política del derecho internacional. Porque en un tiempo de imperios, de espadas y de conquistas, Francisco se atrevió a mirar más allá de las banderas, a recordar que ningún poder es legítimo si no respeta al ser humano y que la verdadera grandeza de un imperio no está en sus conquistas, sino en sus límites.
