“En mi familia éramos los raros con lo de la alimentación”, dice Paloma A. “Fíjate que casquería no hemos comido nunca y eso que en Madrid es muy típico lo de la gallineja. ¿Sangre cocinada? Totalmente imposible".
"Claro que si les hubieras preguntado a mis padres o mis abuelos no hubieran sabido responderte bien el porqué de aquello. Sabían que descendíamos de judíos. Eso, por supuesto, pero se ocultaba”.
Se ocultaba, entre otras cosas, porque durante siglos la palabra 'judío' estuvo asociada a la sospecha, la traición y la herejía. Aunque la Inquisición se abolió en 1834, el estigma social siguió vivo: bastaba un apellido, una costumbre o un rumor para que alguien quedara marcado.
La memoria de las hogueras y de los autos de fe convirtió la discreción en una estrategia de supervivencia. En muchos pueblos castellanos, reconocerse como descendiente de conversos era como abrazar deliberadamente la marginación social.
Lo judío se ocultaba
Con el franquismo, el silencio adoptó una nueva forma. El régimen se apoyaba en el nacionalcatolicismo y la Iglesia dominaba la vida pública y privada. La identidad judía, incluso en su versión cultural o simbólica, fue suprimida del discurso oficial.
Nadie iba a presumir de tener abuelos judíos en un país embarcado en una cruzada católica. Lo judío se ocultaba no ya por miedo a la Inquisición, sino por una mezcla de inercia histórica, de temor a la sospecha política y del deseo elemental y lógico de no llamar la atención en un entorno represivo.
Portada antisemita del libro infantil de Nuño de Velayos y Carmen Velacoracho de Lara. Muestra a un judío y al Niño de la Guardia.
El resultado fue que muchas familias transmitieron el recuerdo a media voz, como si se tratara de un secreto incómodo: se reconocía la ascendencia, pero no se exhibía.
Y en esa zona gris entre el orgullo y la vergüenza, entre la memoria y el miedo, sobrevivieron costumbres que ya nadie sabía explicar, pero que se preservaban de una forma mecánica e idiosincrática dentro de las familias.
La madrileña Paloma A. (68 años cumplió este sábado) es una de las pocas judías españolas cuyas raíces no se remontan a las migraciones recientes desde Marruecos ni a las diásporas del Mediterráneo oriental, sino que permanecen ancladas en la propia Sefarad: en la tierra peninsular de la que nunca salieron sus antepasados.
Su linaje no se trazó en Tánger, Salónica o Estambul, sino en Castilla, en Ávila y en Toledo, donde las familias de conversos continuaron transmitiendo en secreto fragmentos de la tradición judía durante generaciones.
Conviene precisar que hablamos aquí de la España peninsular, y dejamos, por lo tanto, al margen a los chuetas de Mallorca —cuya historia insular es única— y a los criptojudíos de Belmonte en Portugal, que representan un fenómeno paralelo.
Lo de Paloma pertenece a otra categoría: la supervivencia subterránea del judaísmo en el corazón mismo de la Península española, en familias que se quedaron tras el edicto de expulsión de 1492, aparentaron cristianismo y conservaron, bajo llave y sin contexto, restos de un legado milenario. Se conocen también como 'anusim'.
Paloma es una reliquia antropológica. No es la única, pero no hay muchos casos de familias como la de ella que hayan retenido una memoria tan nítida, persistente y cargada de gestos cotidianos que remiten directamente a la Sefarad peninsular, sin pasar por la diáspora exterior ni por reconstrucciones posteriores.
Paloma A., judía madrileña.
“En casa se utilizaba solo aceite de oliva. Los viernes se preparaba comida también para el sábado y era también el día en que nos teníamos que asear y cambiarnos la ropa. Pero todo era muy oculto y muy en silencio".
"Yo diría que mis ancestros sí que intuían que esas costumbres familiares que, generación tras generación, nos transmitimos y conservamos, estaban asociadas a nuestras raíces judías. Pero al final fui yo quien se puso a investigar”, asegura Paloma.
Un detalle extraordinario y en absoluto baladí: la ocultación pública de su condición judía no es una inercia residual desaparecida. Según confiesa, las agresiones verbales en su entorno están a la orden del día debido al ambiente de antisemitismo que, a su juicio, rodea a ciertos entornos.
Retablo del Siglo XIV que muestra a judíos profanando la hostia y siendo castigados.
El último judío de Sefarad
Durante siglos, la mera sospecha de judaizar podía costar la vida. La Inquisición dejó tras de sí un reguero de nombres borrados, de familias que callaron para no ser señaladas.
Y, aunque en el siglo XX las hogueras ya eran cosa superada, el silencio se había convertido en una herencia cultural. Paloma encarna esa paradoja: no heredó ritos completos, pero sí las cicatrices del secreto.
Antes de que las costumbres quedaran reducidas a un murmullo doméstico, hubo quien fue acusado formalmente de judaizante. La genealogía invisible de Paloma se enlaza así con el nombre casi fantasmagórico de Manuel Santiago Vivar, un vecino de Baena juzgado en Córdoba por la Inquisición en 1818.
La historia de ese andaluz es tan misteriosa y fascinante como esencialmente desconocida. Su nombre está asociado al último caso de judaizante en la Península. No hay registros accesibles conocidos sobre si fue condenado, absuelto, encarcelado o ejecutado. Tampoco ha quedado rastro alguno de supuestas confesiones, ni peticiones, ni testamentos. Nada.
Judíos mostrados como verdugos del santo cristo de la Guardia.
La documentación histórica recurre únicamente a registros administrativos o procesales: lugar, fecha, acusación. No se conservan transcripciones de su voz o defensa personal. Estamos ante un espectro histórico que solo aparece en índices inquisitoriales y resúmenes secundarios.
Un estudio universitario de Dionisio Perona Tomás sobre la agonía final de la Inquisición menciona a Vivar como “varón de unos 36–40 años, natural y vecino de Baena (Córdoba)”. Ese es el dato personal más concreto y solvente que puede hallarse en repositorios académicos públicos.
Todo lo que sabemos es que la última ficha registrada por la Inquisición bajo la etiqueta de 'judaizante' es la que se abrió con motivo de su arresto y posterior proceso. Apenas sobrevive de él una línea escrita en archivos inquisitoriales: nombre, cargo, edad, delito.
Ninguna voz, ninguna defensa, ningún grito quedó para la historia. Su silueta, desprovista de voz, cierra un ciclo iniciado siglos antes en los autos de fe del Renacimiento. Fue, por expresarlo de otro modo, el último criptojudío juzgado en la Península Ibérica española.
Manuel Santiago Vivar
Entre 1808 y 1820, España vivió un caos institucional respecto a la Inquisición. Fue abolida en 1808, restablecida en 1814, y nuevamente abolida en 1820.
Eso significa que, en teoría, Manuel Santiago Vivar pudo ser juzgado bajo un régimen inquisitorial restablecido, pero con una institución debilitada, sometida a tensiones liberales.
En muchos casos, tras aquella restauración, las penas se volvieron menos severas y abundaban amnistías o condenas leves, especialmente por delitos religiosos menores o proposiciones.
Es perfectamente plausible que Vivar fuera detenido y juzgado, pero absuelto o liberado después sin pena severa. O, en el peor de los casos, condenado a penitencia (espiritual o en residencia conventual) sin registro de hoguera o muerte pública. Claro que todo esto es una hipótesis fundamentada. Carecemos de pruebas históricas que lo verifiquen.
Que no hubiera detenciones posteriores tras el proceso a Vivar no implica necesariamente que fuese el último practicante clandestino del judaísmo en España. Pero lo más probable es que a esas alturas ya no existieran comunidades que conservaran esa religión de forma consciente y ritual.
Lo que persistía eran apenas rescoldos, familias que arrastraban costumbres extrañas —alimentarias, domésticas, lingüísticas— sin saber ya tan siquiera en la mayoría de los casos que esos hábitos que habían preservado eran el último fragmento de memoria que les conectaba a su pasado judío.
Tras Vivar, lo que quedó no fueron sinagogas clandestinas ni circuncisiones escondidas, sino prácticas culturales desconectadas de la matriz original. Evitar la manteca de cerdo, preparar la comida de la víspera, limpiar la casa en primavera hasta dejarla desnuda, repetir fórmulas en ladino que ya ni siquiera se entendían.
Memoria cultural
El judaísmo oculto se había convertido en una costumbre sin contexto, un rito vacío de explicación. No había rabinos, no había textos, no había comunidad. Solo la memoria corporal de gestos heredados.
Lo verdaderamente sorprendente es que todo ese acervo cultural y ritual que conecta a España con su pasado judío ni siquiera ha desaparecido en nuestros días.
Página extraída de una Hagadá.
Hace solo unas semanas, una articulista israelí de la publicación Marom Connect llamada Anna Volovici daba a conocer la historia de una madrileña de ascendencia toledana y abulense que descubrió en la adolescencia que sus abuelos habían sido criptojudíos. Y esa es justamente la citada Paloma A.
Ella no fue perseguida, ni juzgada, ni obligada a renunciar a nada. Su revelación le alcanzó como una epifanía mediante la constatación de costumbres familiares anómalas, transmitidas durante siglos como un susurro apenas audible.
Paloma recuerda, por ejemplo, que cuando en las bodas de los años sesenta aparecieron los langostinos como símbolo de modernidad culinaria, su familia los evitaba sin saber muy bien por qué.
Lo que quedaba del kashrut (normas dietéticas judías acerca de lo que es correcto o kosher) no era una norma consciente, sino una práctica instintiva. La familia presentaba una fachada de normalidad hacia afuera, pero preservaba un código interno que se cumplía sin explicaciones.
La genealogía de Paloma conecta con tres puntos del mapa sefardí: Romeral, en Toledo, donde los Pérez, antepasados de su abuela, figuran en censos medievales de judíos; la zona de La Moraña, en Ávila, de donde provenían los López Aldea; y Madrid, donde la rama paterna dejó rastro documental desde el siglo XVI en papeles de herencia.
Este mapa doméstico de la memoria revela que el judaísmo no desapareció del todo en 1492. Se camufló, mutó, se convirtió en una especie de lengua secreta de los afectos.
Tradiciones judías
En su familia, la Semana Santa no era tiempo de devoción católica, sino de limpieza radical. Se desmontaban colchones, se pintaban paredes, se tallaba a los niños con estropajo hasta dejarlos enrojecidos.
Era la Pascua reinterpretada, un ritual de purificación que se confundía con las festividades del calendario mayoritario, pero que remitía en realidad a otra lógica: la del recuerdo cifrado de Pésaj.
Las abuelas transmitían fórmulas que parecían juegos de palabras. Una de ellas decía “Berajó que se te haga”, sin explicar qué significaba. Paloma solo reconoció años después que era una bendición en ladino.
Un libro publicado en 1955 y escrito por Agustín Serrano de Haro incluía un relato del libelo de sangre de santo Dominguito del Val donde se mostraba a judíos torturando al niño.
Esa revelación fue un fogonazo: lo que había sido una muletilla extraña de la infancia resultaba ser una reliquia lingüística de cinco siglos de clandestinidad. Así sobreviven las culturas: en las grietas de la lengua, en los refranes que escapan a la censura del tiempo.
El abuelo de Paloma ya había vivido en carne propia el precio del secreto. En 1931, con la República, terció para que sus hijos no asistieran a clases de religión. Tras la Guerra Civil, ese gesto fue prueba suficiente para encarcelarle.
En la plaza del pueblo, el padre y las tías de Paloma fueron bautizados a la fuerza, con agua bendita como herramienta de control político. La sospecha recaía sobre ellos no por ser judíos, sino por ser 'rojos'. Y sin embargo, el vínculo secreto estaba allí, latente, en la negativa al bautismo original.
Raíces sefardíes
A diferencia de Vivar, cuyo proceso se ha desvanecido en la nada de los archivos, Paloma encarna la continuidad en clave femenina y doméstica. Ella lo resume con claridad: “Las mujeres, por alguna razón, son más conscientes”.
Paloma empezó a remover sus raíces hace tres décadas, cuando la irrupción de Internet abrió una rendija en un muro que hasta entonces parecía infranqueable.
“Empecé a mirar en las redes, a curiosear... Antes de eso, el acceso era imposible porque la comunidad ortodoxa tiene las puertas cerradas para los de fuera incluso hoy en día". "No te deja acercarte. Judíos que vienen de Argentina hallan también obstáculos. Y las conversiones son más difíciles todavía”, afirma.
Sucedió que la red le ayudó a encontrar foros, conversaciones dispersas y comunidades virtuales donde compartir sus dudas y rastrear un pasado familiar que siempre había estado ahí, pero que hasta entonces había permanecido sepultado bajo capas de silencio y miedo. “Empiezas interesándote y te vas mezclando con más gente”, dice.
A partir de esa búsqueda, decidió ir más lejos e iniciar un curso de conversión. No ha pasado todavía por el examen del bedim, que es el tribunal rabínico que decide finalmente quién merece convertirse de manera oficial.
Pero eso no le ha impedido sumergirse en la vida judía. “Voy el viernes al servicio de la sinagoga y practico, cumpliendo con las obligaciones de asistencia al rezo comunitario y con la observancia regular de los preceptos básicos”.
La vida de Paloma
Su vida personal se ha entrelazado con la historia de Sefarad de manera casi inevitable. ¿Y qué sucedió con su familia? Paloma se casó con un hombre también descendiente de judíos (hoy ya fallecido), aunque su esposo nunca siguió el mismo camino.
Su hijo, militar, conoció a la que hoy es su mujer, descendiente de chuetas. “Casualidad lo de mi hijo. Es militar, lo destinaron a Mallorca y allí conoció a esa chica descendiente de criptojudíos”, cuenta.
“Ahora todo el mundo te dice que es criptojudío”, añade. “¿Pero qué significa eso en realidad? Lo que tengo claro es que yo sí desciendo de ellos. No he descubierto nada sobre si alguno de mis antepasados fue juzgado. Es muy difícil… Ni me lo he planteado. Pero creo que no hay muchos más casos tan claros como el mío”.
Digamos que Vivar cierra la historia de la persecución inquisitorial. Y Paloma abre la de la memoria cultural: un relato en el que el judaísmo se convirtió en un espejo roto, cuyos fragmentos aún hoy brillan en las casas, en los apellidos, en las recetas y en las fórmulas que los nietos repiten sin entender.
Auto de Fe, por Berruguete.
En ese espejo roto se refleja España: un país que creyó haber expulsado a sus judíos en 1492, pero que los conserva escondidos en su ADN, en su folclore y en sus rutinas más íntimas.
¿Cuántos de los judíos pueden trazar sus raíces como Paloma a ancestros de Sefarad? Es una pregunta verdaderamente complicada de responder.
La comunidad judía española contemporánea es en gran medida un mosaico de llegadas recientes. La mayor parte de las familias que hoy sostienen sinagogas, colegios o centros culturales en Madrid, Barcelona o la Costa del Sol proceden de la emigración sefardí del norte de África, especialmente de Marruecos, tras las independencias de los años cincuenta y sesenta.
En menor medida, se sumaron sefardíes del Mediterráneo oriental —de Turquía, Grecia o los Balcanes—, así como judíos asquenazíes europeos y, desde los noventa, latinoamericanos llegados de Argentina y Venezuela.
Judíos en España
Si tomamos como referencia a los judíos que residen hoy en España, el número de aquellos que, como Paloma, pueden afirmar que nunca salieron de la Península tras el edicto de 1492 es extremadamente reducido.
Son casos excepcionales, pues la norma fue la emigración, la asimilación o el silenciamiento total de cualquier rastro identitario.
En cuanto al vínculo de la población española en su conjunto con los semitas de Sefarad, el panorama es más complejo aún. La investigación genética moderna indica que en nuestro ADN hay trazas de múltiples oleadas mediterráneas y norteafricanas acumuladas a lo largo de siglos.
Entre ellas se encuentra también la impronta sefardí, pero distinguirla de otros aportes levantinos o magrebíes resulta metodológicamente difícil.
Lo que sí puede afirmarse con seriedad es que una parte sustancial de la población actual porta segmentos heredados de aquellas comunidades judías medievales, diluidos en un mestizaje que nunca fue lineal, sino continuo y plural.
Los estudios contemporáneos no hablan ya de porcentajes espectaculares ni de titulares fáciles, sino de patrones de mezcla compleja.
En determinadas regiones, como Castilla, Aragón o Andalucía, se detectan componentes compatibles con ascendencia sefardí, integrados en un fondo genético ibérico marcado también por influencias romanas, visigodas y norafricanas. Dicho de otra manera: la huella sefardí existe, pero no se puede aislar ni reducir a un titular.
El verdadero peso de ese legado no se mide tanto en números como en su persistencia cultural: en topónimos, en apellidos, en recetas y hasta en silencios transmitidos de generación en generación.
En ese sentido, Paloma no solo simboliza el rastro genético que puede portar cualquier español, sino la memoria consciente de haber descendido de aquellos judíos que se quedaron, se ocultaron y conservaron costumbres reconocibles hasta hoy.
Nuevas sinagogas
Cada vez que en España se descubre una sinagoga medieval, lo que emerge no es solo un edificio, sino una memoria reprimida durante siglos. El hallazgo funciona como una grieta en la narrativa oficial que durante generaciones negó la presencia judía en el país.
De pronto, la piedra se convierte en testimonio: allí hubo una comunidad, allí se rezó, allí se sostuvo una vida colectiva que después fue borrada de la superficie.
En Utrera (Sevilla), los trabajos arqueológicos de 2021 en la calle Rodrigo Caro sacaron a la luz restos que apuntan a la existencia de una sinagoga medieval.
El hallazgo confirmó lo que hasta entonces eran solo referencias documentales: la existencia de una aljama influyente en la localidad y la presencia de un espacio de culto que había quedado oculto en la trama urbana.
En Segovia, las investigaciones arqueológicas han reforzado en los últimos años la identificación del viejo convento del Corpus Christi con la antigua sinagoga mayor, cerrada tras la expulsión de 1492 y convertida en iglesia.
Aunque el edificio era conocido, las excavaciones recientes han aportado datos sobre su estructura original y la organización del barrio judío, añadiendo precisión material a lo que hasta ahora se sostenía solo en fuentes escritas.
En Barcelona, estudios arqueológicos de 2019 y 2020 en el 'call' han permitido reinterpretar restos de viviendas y cimentaciones asociados a la sinagoga mayor, lo que añade contexto sobre la vida de la comunidad medieval en la ciudad.
No hubo España sin judíos. Son parte indisoluble de una historia común que se extiende hasta hoy.
