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En 1810, Napoleón Bonaparte decidió que su imperio necesitaba algo más que ejércitos, necesitaba legitimidad. Por eso, sin contemplaciones, repudió a Josefina de Beauharnais y se casó con María Luisa de Austria, hija del emperador Francisco I.

No fue una boda por amor, sino una alianza cuidadosamente calculada que unía el destino de la Francia napoleónica con sus antiguos enemigos, los Habsburgo. El objetivo era fundar una nueva dinastía que dominase Europa desde la cuna. No lo logró.

Pero el uso del matrimonio como arma política no era novedoso. En la Edad Media, casar a una princesa con un infante era tan estratégico como conquistar una plaza. Los enlaces tejían alianzas, abrían rutas, reforzaban soberanías o pacificaban fronteras. Detrás del vestido de novia había siempre un mapa, y uno de los ejemplos más fascinantes ocurrió cuando una princesa vikinga viajó desde los fiordos hasta Castilla. Se llamaba Kristina Håkonsdatter.

La princesa que vino del hielo

Kristina nació en 1234 en Bergen, capital del reino de Noruega. Era hija del rey Haakon IV y de Margarita Skulesdatter. La Noruega de entonces era un reino consolidado, respetado por sus vecinos del norte, pero aún desconectado del poder político del sur de Europa. Por eso, cuando en 1255 llegó una embajada desde Castilla, el rey Haakon la recibió con interés.

La misión diplomática castellana tenía una propuesta clara: un matrimonio entre la casa real noruega y la familia de Alfonso X El Sabio, gran promotor de alianzas internacionales, quien buscaba reforzar sus relaciones con los reinos del norte.

¿Por qué? Porque el rey Alfonso pretendía la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, motivo por el cual un enlace con Noruega, por remoto que pareciera, podría servirle para reforzar su legitimidad ante el mundo cristiano.

El rey Haakon aceptó la propuesta, pero impuso una condición: que su hija Kristina pudiera elegir con cuál de los hermanos del rey Alfonso deseaba casarse.

Un viaje imposible

En verano de 1257, Kristina partió de Tønsberg, una ciudad portuaria al sur de Noruega, acompañada de más de cien personas: nobles, sirvientes, clérigos, y soldados. Su barco la llevó primero a Inglaterra, donde fue recibida con honores en la corte de Enrique III, y más tarde cruzó el Canal de la Mancha hasta Normandía.

Atravesó Francia, entró en los Pirineos por Navarra, y recorrió Aragón. En Navidad de 1257 estaba en Burgos, y en enero de 1258, llegó finalmente a Valladolid.

Fue un viaje extraordinario de más de 4.000 kilómetros de recorrido por caminos hostiles, entre idiomas que no entendía y en una Europa aún dividida en señoríos, condados, ducados y reinos en conflicto.

Sepulcro del infante Felipe de Castilla. Wikimedia Commons

No hay muchas crónicas que relaten los detalles, pero sí constancia de su presencia en varias cortes, y de la admiración que despertaba su figura: joven, culta, de espíritu piadoso y con una elegancia nórdica que causó impresión en la austera corte castellana.

Un matrimonio sin cuento

A su llegada a la corte, la princesa fue presentada a los hermanos del rey, sobre todo a los infantes Fadrique y Felipe, entre los que debía escoger esposo, algo que finalmente no le permitieron, sino que fue Alfonso X el Sabio quien reconoció que había sido decisión suya que la princesa noruega contrajese matrimonio con su hermano menor Felipe.

El infante Felipe no era el heredero, ni un militar destacado. Su vocación era más espiritual que política y había sido ordenado arzobispo de Sevilla, aunque había renunciado a la mitra por falta de interés y para contraer matrimonio con la princesa noruega.

El infante era culto, piadoso y reservado y su matrimonio con Kristina fue, ante todo, un gesto de Estado, una decisión política reveladora del interés que suscitaba una alianza tan exótica que selló un vínculo diplomático inédito entre la corona castellana y un lejano reino del norte.

La boda se celebró el 31 de marzo de 1258 en la iglesia de Santa María la Mayor de Valladolid. Fue una ceremonia solemne, con presencia de la corte, obispos, representantes noruegos y embajadores.

Kristina adoptó el título de infanta de Castilla, aunque su vida en la corte fue discreta, ya que no tuvo hijos, y su matrimonio, aunque respetuoso, no fue especialmente estrecho ni duradero, porque Kristina enfermó (algunas fuentes hablan de melancolía, otras de enfermedad física), y murió apenas cuatro años después, en 1262, con 28 años.

Tras la muerte de Kristina, Felipe regresó a la vida política, participando en conflictos internos contra su hermano, y posteriormente en la corte de Sancho IV. Vivió hasta 1274.

Sepulcro de Kristina. Wikimedia Commons

Kristina fue enterrada en la Colegiata de Covarrubias, una villa burgalesa bajo la jurisdicción de su esposo, donde reposaron sus restos durante siglos, en un sarcófago de piedra con inscripciones góticas. La historia de la princesa quedó relegada a la tradición local, como una leyenda entre las piedras de la colegiata.

La vikinga redescubierta

La historia podría haberse quedado allí, en el olvido, pero en 1958, con motivo del 700 aniversario del viaje de Kristina, su sepulcro fue abierto por arqueólogos e historiadores, quienes confirmaron que los restos correspondían a una mujer joven de origen escandinavo.

El hallazgo renovó el interés por su figura, tanto en España como en Noruega, lo que acabó provocando que se erigiese una estatua de bronce en su honor frente a la Colegiata de Covarrubias y la creación de la Fundación Princesa Kristina de Noruega, destinada a estrechar lazos culturales entre ambos países.

La promesa cumplida siete siglos después

Según recoge la Saga de Haakon Håkonsson, Kristina, profundamente católica, expresó su deseo de que se construyera una capilla en Castilla dedicada a San Olav, el santo patrón de Noruega, pero su petición no se cumplió hasta 750 años después con la Ermita de San Olav.

En 2011, se inauguró esta ermita a las afueras de Covarrubias. El templo, de diseño contemporáneo, evoca la quilla de un drakkar vikingo, en una estructura simbólica, sobria, minimalista y poderosa, construida en acero y piedra.

Ermita de San Olav. Wikimedia Commons

Pero esta ermita es mucho más que un homenaje a la princesa, es también un gesto de reconciliación cultural, una ofrenda arquitectónica al legado compartido entre Noruega y Castilla.

San Olav, rey mártir del siglo XI, fue el gran cristianizador de Noruega. Convertido en santo tras su muerte en la batalla de Stiklestad, es el patrón nacional y símbolo de la fe escandinava, por eso, que una iglesia dedicada a él exista en Burgos por el deseo de una princesa noruega del siglo XIII, es una de esas paradojas históricas maravillosas que la realidad nos regala de vez en cuando.

La princesa "vikinga"

Aunque Kristina nunca fue vikinga, ni dejó herederos, ni influyó de forma decisiva en la política castellana, su papel fue el de un símbolo, una pieza en el juego de las alianzas, una figura que ha trascendido los siglos, no como reina ni como madre de reyes, sino como puente entre mundos, al igual que durante siglos también hicieron sus antepasados.

En Noruega es recordada con respeto, en Covarrubias con cariño. Su historia representa la Europa que aún no existía, la que se estaba forjando a golpe de matrimonios, tratados, viajes imposibles y fe compartida. Su nombre sobrevive en libros, en estatuas, en festivales culturales, en la sombra de una iglesia dedicada a un santo noruego y en una leyenda.

Se dice que aquellas doncellas solteras que quieran encontrar el amor, sólo tienen que ir hasta el sepulcro de la princesa y tocar la campana en el claustro junto a su tumba para que Kristina les ayude a encontrarlo y que su amor sea más dichoso que el que ella tuvo en vida.