Puerto Hurraco (Badajoz)
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El silencio de Puerto Hurraco no es el de cualquier pueblo pequeño al mediodía. Es un silencio más hondo, más espeso, hecho de persianas bajas y puertas cerradas; de coches inmóviles bajo el sol y de bolsas de plástico que golpean suavemente con las verjas de las casas. Es un silencio que no sólo es ausencia de ruido: es, en todas sus formas, un sinónimo de memoria.

Treinta y cinco años después de la masacre, Puerto Hurraco sigue siendo un nombre que pesa. Una pedanía extremeña perdida en la Serena, a 53 kilómetros de Don Benito, al borde de la nada, donde apenas resisten ciento sesenta vecinos censados. "Unos pocos más en verano", dicen.

El calor, entonces, aprieta, mientras España arde por incendios. La sombra escasea y los banderines de las fiestas patronales —celebradas a mediados de agosto, en honor a San Sebastián— cuelgan aún de las farolas como restos de un júbilo menor.

Marquesina en la entrada de Puerto Hurraco. Julio César R. A.

Los visitantes se sorprenden porque en la entrada del pueblo hay una casa rural. Son pocos turistas los que se alojan en ella, de más de 100 metros cuadrados. La mayoría de los que se aproximan hasta el lugar, "un pintoresco pueblo rodeado de majestuosas sierras", según la descripción del alojamiento, pasan de largo. Aunque hay algunos que desvían el camino sólo para ver de cerca el escenario de la tragedia.

Un lugar marcado

En 1990, Puerto Hurraco ya era un lugar castigado por el abandono rural, la emigración de los jóvenes al País Vasco, a Madrid, a Barcelona. En 2025, lo sigue siendo. La España vacía, aquí, llegó antes que el término. El crimen de los hermanos Izquierdo sólo agravó lo que ya estaba en marcha: la despoblación, el aislamiento y la marginalidad.

"Yo nunca digo que soy de Puerto Hurraco. Siempre digo que soy de Castuera [el municipio más cercano, a 10 kilómetros]. Si digo lo otro, la conversación siempre es la misma". Lo dice Sonia, de 38 años, y residente en Madrid. Cuando todo sucedió, ella tenía tan solo cuatro años.

"No lo recuerdo, lo siento", dice, mientras se aleja hacia la ermita junto a otro grupo de vecinos. Sonríe rápido, como pidiendo disculpas por el comentario, y después baja la vista. Cuando doblan la esquina, el silencio vuelve. Es la única persona que acepta hablar con EL ESPAÑOL sobre el crimen.

El resto, rehúsan de la cámara. "No queremos fotos", dice un hombre que fuma en la puerta de su casa. "Aquí se ha escrito mucho y siempre igual: venís, decís que vais a hacer un reportaje positivo y luego ponéis lo mismo. Nosotros queremos olvidar". Olvidar, señala. Pero olvidar no se puede.

Calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, y donde se produjo la tragedia. Julio César R. A.

La Ermita de Nuestra Señora de Belén, en Puerto Hurraco. Julio César R. A.

El trágico domingo

La noche del 26 de agosto de 1990, dos hombres bajaron de una furgoneta Citroën a las afueras del pueblo. Eran Emilio y Antonio Izquierdo, 58 y 54 años, solteros, ganaderos que habían vendido sus ovejas y vivían en Monterrubio con sus hermanas Ángela y Luciana. Venían armados con dos escopetas Franchi y cartuchos de posta. Venían a matar.

Esperaron en un callejón a las tres hijas de Antonio Cabanillas, la familia con la que mantenían un enfrentamiento desde hacía tres décadas. Cuando Antonio, Encarnita e Isabel pasaron por allí, los Izquierdo dispararon a quemarropa. Las dos primeras, de 14 y 12 años, murieron en el acto.

Isabel se salvó de milagro. El primero en acudir fue Manuel Cabanillas, de 58 años: también lo mataron. A partir de ahí, el horror fue indiscriminado. Dispararon contra Araceli Murillo, que cayó en la calle. Hirieron a un niño de ocho años, a su padre, a su abuela, a su tía.

La lista crecía: Vicente Izquierdo Sánchez, Felicita Benítez Romero. El pueblo entero quedó a oscuras y encerrado, escuchando estampidos, gritos, llantos.

Vista de la Calle Carrera el día después de que se produjera el suceso. Florencio González / Efe.

Los asesinos se apostaron después en la entrada, disparando a todo coche que intentaba entrar o salir. A José Penco lo mataron cuando regresaba de Castuera en un Seat Málaga. Abrieron fuego contra una patrulla de la Guardia Civil.

Durante media hora gritaron que vengaban a su madre, muerta seis años antes en un incendio. Cuando fueron detenidos al amanecer, uno de ellos seguía con setenta cartuchos entre las ropas. Al juez le dijeron: "El móvil fue una vieja venganza". Nueve muertos, doce heridos. El pueblo entero marcado para siempre.

Treinta y cinco años

En 2025 las calles del pueblo siguen siendo el mismo laberinto. Una principal, ancha, que se estrecha poco a poco hasta volverse pasillo. Casas reformadas, con ladrillo visto y macetas, junto a otras cerradas, ruinosas, con la pintura cayéndose a láminas. Un pequeño parque infantil en la entrada —dos columpios, un tobogán— permanece intacto, pero vacío.

La alcaldía de Berenquencia de la Serena, municipio al que pertenece la pedanía, no ha respondido a la solicitud de entrevista de EL ESPAÑOL. "Es un pueblo normal", dicen en las cercanías. "No quieren que se siga hablando siempre de lo mismo". Pero el estigma persiste. Una mujer mayor, al escuchar la palabra "periodista", se da la vuelta y entra en su casa sin contestar.

Otro hombre se acerca a advertir. "Aquí no quieren cámaras. Si vas a hacer fotos, mejor vete a la ermita o a los olivos". La prensa no es, en general, bien recibida. Lo achacan a la cobertura mediática que se ha dado al pueblo durante las últimas décadas. El pueblo se defiende de ellas como puede, blindando su dolor tras puertas cerradas, tratando de arrancar de la memoria colectiva una historia que todos los demás les recuerdan.

Portada del HOY, Diario de Extremadura, el martes 28 de agosto de 1990, dos días después de la masacre. Archivo.

Días posteriores a la masacre, los enviados de prensa describieron un infierno. El diario HOY publicó en portada que dos individuos habían sembrado el terror en la pedanía. Sus reporteros, Domingo Núñez y Manuel Macarro, pasaron la noche a tan sólo cincuenta metros de los asesinos, sin saberlo, escuchando por la radio de la Guardia Civil que los homicidas seguían sueltos.

Un fotógrafo autónomo, Brígido Fernández, captó una imagen que dio la vuelta al mundo: los hermanos Izquierdo, detenidos, con la mirada perdida. Treinta años después, en 2020, EL ESPAÑOL reconstruyó la escena con sus protagonistas. El psiquiatra José Gómez Romero recordó las entrevistas con Emilio y Antonio: cuatro sesiones de ocho horas cada una.

Lugar en el que jugaban dos de las tres hijas de Antonio Cabanillas. EFE

En ellas, los asesinos confesaron con serenidad cómo prepararon la matanza. "Antes de salir nos tomamos un lexatin de tres miligramos para que no nos temblara el pulso al apretar el gatillo", le dijeron. "Yo iba a apañar a Antonio Cabanillas o a sus hijas, para que sepan lo que duele perder a un ser querido [...] tiro a todo bulto que veo, apuntado al corazón y a la cabeza".

Los Izquierdo planearon hacerlo en verano. "En invierno, con el frío, se me entumecen las manos y temía fallar", confesó Emilio, considerado el líder. El crimen no nació en 1990, ni mucho menos. La primera sangre se derramó en 1961, cuando Jerónimo Izquierdo apuñaló a Amadeo Cabanillas por una disputa de tierras y un amor rechazado. Luciana Izquierdo y Amadeo habían estado a punto de casarse.

El rechazo se convirtió en agravio. Y el agravio en odio. En 1984, la madre de los Izquierdo murió carbonizada en su casa en Puerto Hurraco. Los Izquierdo culparon a los Cabanillas aunque la justicia determinó que fue un fuego accidental. Jerónimo salió de prisión en 1986 y acuchilló a otro miembro de los Cabanillas.

Murió poco después en un psiquiátrico. El ciclo de violencia quedó pendiente de la última venganza, consumada en agosto de 1990. Los jueces condenaron a Antonio y Emilio a 684 años de prisión. "Perfilaron un plan de exterminio del mayor número de habitantes posibles de la localidad de Puerto Hurraco", escribió la sentencia. Vivieron en la cárcel como murieron: aislados, hoscos, convencidos de haber hecho justicia.

Emilio falleció en prisión en 2006. Antonio se suicidó en su celda en 2010. Sus hermanas, Ángela y Luciana, a la que muchos vecinos señalaron como instigadoras del suceso, murieron internadas en un hospital psiquiátrico de Mérida en 2005 y 2006.

Domingo de agosto

Jesús Florencio Cabanillas tenía 25 años aquella noche. Pasaba las vacaciones con sus padres en Puerto Hurraco, como cada verano desde su infancia en Zarauz. "Escuché un estruendo seco, hueco, y vi a dos hombres menudos disparando a dos niñas", contó a EL ESPAÑOL.

Intentó salvar a su padre y a una de las hijas de Antonio Cabanillas. Metió a ambos en su Ford Fiesta XR2 y los llevó a toda velocidad al hospital de Don Benito. Llegaron muertos. Blas Molina, guardia civil destinado en Villanueva de la Serena, participó en la detención junto a su compañero Vicente Salguero Rodríguez.

Blas Molina (en el redondel izquierda arriba) y Emilio Izquierdo poco después de ser detenido tras la matanza de Puerto Hurraco, en 1990.

Recuerda haber tenido al asesino a diez metros, escopeta en mano, mientras el helicóptero peinaba la sierra."Como mueva un poco la escopeta, lo tengo que matar", pensó. Lo intimidó con disparos al aire hasta que Antonio se rindió. Emilio cayó poco después.

El fotógrafo Brígido Fernández, ya mencionado antes en esta crónica, estaba a cien metros esperando con su Nikon FA. La foto del arresto le daría siete millones de pesetas, más de cuarenta mil euros de entonces. Aunque reconoció en varias entrevistas recordar el momento con náuseas: "No podía ver la foto, me hacía recordar el olor, la sangre y los cuerpos muertos", explica.

Treinta y cinco años después, las huellas no están en placas ni memoriales. Están en el silencio. En el archivo municipal se sorprenden de que alguien pregunte por los recortes del periódico de ese día, como si hubiera pasado poco tiempo como para que el estigma del nombre continúe pero también mucho tiempo como formar parte de algo pasado, de leyenda negra.

Antonio Izquierdo (i) y su hermano Emilio, durante el juicio por la muerte de nueve personas. Efe.

Mientras, Puerto Hurraco se ha vaciado. La historia explica que muchos se fueron tras la masacre. Hoy queda el resto. "Esto es un pueblo normal, ya le digo. Es normal. Uno más de Extremadura", repite un vecino. Lo dice con el ceño fruncido, como si tratara de conjurar lo contrario.

La vida sigue, pero a medias. Como si todo, hasta lo cotidiano —el calor, las fiestas, la rutina— se desarrollara bajo la sombra de una fecha imposible de borrar: el domingo 26 de agosto de 1990.