Ángel tiene sesenta años y con los ojos húmedos dice que lo ha perdido todo, que lo poco que quedaba de su vida se lo llevó el fuego. Frente a su casa ennegrecida guarda en el bolsillo una mascarilla quirúrgica y la muestra como quien enseña una reliquia inútil.
Fue su única defensa, junto a una manguera conectada a la llave del agua, contra el incendio que arrasó Jarilla, el municipio extremeño que desde hace días aparece en los mapas de emergencias y en los noticiarios como sinónimo del desastre.
Durante dos días vio cómo las llamas bajaban desde lo alto de la sierra, después de la caída de un rayo. Lo observó como se observa la llegada lenta de un animal que se acerca con paciencia y con hambre. "Se veía venir. Lo estábamos viendo. Y aquí no vino nadie a decirnos nada hasta que fue tarde".
Ángel señala el lugar exacto en el que cayó el rayo. Después, las llamas llegaron hasta Jarilla para continuar en dirección norte.
Nadie llegó con una orden de desalojo, nadie advirtió del peligro, hasta que ya era inevitable. A las diez de la noche, cuando las llamas estaban cerca de engullirlo todo, apareció la Guardia Civil y lo obligó a irse.
Sin otro lugar
Él no quería marcharse. Sus padres habían muerto, no tenía hermanos, ni pareja, ni familia cercana. "¿Adónde me iba a ir?", repite. Le dieron una cama de prestado en un hostal, pero se negó a abandonar la casa sin antes intentar salvarla.
Se quedó durante hora y media, mojando paredes, apagando chispas, resistiendo el calor. Dice que podía haberlo logrado, que el agua alcanzaba, que quizá hubiera conseguido contener las llamas. Pero lo sacaron a la fuerza. Y lo que había sido su refugio durante décadas terminó reducido a cenizas.
En la entrada de la finca yace el esqueleto calcinado de su motocicleta. El perro, inquieto, todavía merodea entre los restos. En el campo que rodea la casa, sólo quedan sombras negras, troncos carbonizados que se deshacen al tocarlos. "Este año los olivos estaban preciosos, llenos de aceitunas. Ahora no queda nada".
En la entrada de la casa de Ángel aún pueden verse los restos de diferentes cosas calcinadas. Entre ellas, una motocicleta.
En el epicentro
Jarilla es un pueblo pequeño: ciento veinte vecinos censados, ochenta durante el invierno, doscientos cuando el verano llena las casas vacías. Hoy su nombre circula en periódicos, radios y televisiones. Pero aquí, dice Ángel, no ha venido ningún político a preguntar cómo están, qué necesitan. "El nombre de Jarilla está en todos lados, pero aquí no ha pasado nadie".
El incendio ha arrasado más de 12.000 hectáreas en la comarca. La UME ha desplegado efectivos, la Guardia Civil corta accesos, el INFOEX da partes cada pocas horas. En Cabezuela del Valle, un vecino resume la situación en una frase: "Somos el último mono, no hay coordinación".
En la finca de Ángel lo que se ve no son cifras sino ruinas: una moto muerta, un perro vivo, un puñado de cenizas que antes fueron árboles. A los trece años dejó la escuela y comenzó a trabajar con su padre, llevando cabras por la misma sierra que ahora ha quedado arrasada. Allí aprendió a leer el viento, a reconocer los arbustos secos que arden primero, a entender el monte como si fuera un organismo vivo.
Al lado de la entrada de la casa de Ángel todo eran olivos. "Este año estaban preciosos", dice.
"El campo lo conozco bien —apostilla—, y lo que ha pasado estos años es que lo han abandonado. Todo esto está dejado de la mano de Dios". Dice que lo que más le duele no es la casa, ni los olivos, ni los animales. Que mientras el fuego calcinaba el pueblo, sólo podía pensar en otra cosa: el cementerio.
"Allí están mi madre y mi padre enterrados, voy siempre a verles, y si pierdo eso ya hubiera perdido todo lo poco que tengo en esta vida". Cuando el incendio llegó a las afueras del pueblo, Ángel pensó que lo perdería todo: la casa, los árboles y también las tumbas. "Algo debe haber en el cielo, no sé muy bien el qué, pero algo debe haber, porque se ha quemado todo menos el cementerio".
No se queja con gritos. Habla bajo, con una serenidad que tiene algo de derrota y algo de terquedad. Se sabe solo. Nunca tuvo a dónde ir. Su vida entera fue esa finca: la casa construida con sus manos, los animales, los olivos. Ahora mira el horizonte gris, montañas cubiertas de ceniza, y dice que sólo le queda empezar de nuevo. Pero con qué dinero, con qué ayuda.
El resto de vecinos de Jarilla confirman la premisa de Ángel. "No ha venido ningún político ni persona de protección civil a evaluar daños", explican.
El perro lo sigue, nervioso, como si buscara todavía los olores que antes marcaban el territorio. Ángel lo acaricia. "Mientras tenga a Tor [su perro], me queda algo por lo que seguir". Y vuelve a mirar hacia el cementerio, donde lo esperan los padres que perdió hace años.
Allí, entre lápidas que el fuego no tocó, queda lo único que aún le pertenece: un pedazo de historia, una raíz que no se consumió. El resto, todo lo demás, se ha convertido en ceniza.
