Sergio Peris-Mencheta, actor, director teatral, y escritor, enfrenta una transformación profunda tras un diagnóstico incierto de leucemia, que lo llevó a vivir dos años entre tratamientos, incertidumbre y una nueva mirada hacia la vida y la muerte. De esta experiencia nace un testimonio íntimo y poderoso que invita a reflexionar sobre el amor, el sufrimiento y la fuerza de la conexión humana.
Paralelamente, Peris-Mencheta continúa su labor artística con Blaubereen, una obra teatral centrada en un álbum de fotografías de la Segunda Guerra Mundial que explora la memoria y las historias ocultas tras cada imagen.
En esta entrevista, el artista comparte cómo ambos proyectos —el personal y el creativo— se entrelazan para mostrar un relato de coraje, resiliencia y arte.
Peris-Mencheta, en la entrevista.
Pregunta.– Vamos a situarnos en el momento en el que su vida cambia por completo. Va al hospital porque tiene un problema leve, digamos, y allí se encuentra con una realidad que le descoloca todo.
Respuesta.– Sí, sentí un pinchazo. Estaba ensayando la obra Cielos para el Teatro de la Abadía y no me dejaba dormir el pinchazo. Se iban alargando los días y los días. Yo pensaba que podía ser una rotura intercostal o gases o lo que fuera, y resultó que cuando me ingresaron, el problema real era un problema en la sangre. Tenía una falta de plaquetas alarmante, un exceso de glóbulos blancos y, eso derivó en un diagnóstico que venía a decir que tenía un síndrome mielodisplásico que a su vez derivaría en una leucemia, que en unos meses probablemente estaría enfermo y que había muy pocas esperanzas en que pudiera superarlo.
Durante esos meses con la enfermedad busqué una alternativa que me diera más esperanza. Me ayudó a ponerme fuerte y limpiar mi cuerpo, aunque nunca fui de fumar, beber o drogarme, fui una rara avis para mi generación. Cuando aparecieron los blastos en la sangre, me puse en manos de la ciencia, pero estaba en Estados Unidos y no pude regresar a España porque el viaje era mortal. Por suerte, tenía un seguro excelente como actor allí, y no tuve que pagar casi nada de un tratamiento que costaba cerca de 5 millones de dólares.
P.– ¿Es la misma enfermedad que padeció su padre y su abuelo?
R.– Es la misma enfermedad con distinto apellido. Hay muchos tipos de leucemia. En el caso de mi abuelo no lo sé. En el de mi padre el trasplante no era una solución. De hecho, él vivió casi 16 años con la enfermedad, cronificada, y fue solo cuando se jubiló, cuando le dijeron que le quedaba poco tiempo. Pero él podría seguir vivo, si hubiera sucedido hoy, porque la ciencia va a toda pastilla.
P.– Recibe literalmente una donación de su hermano. Llevas su sangre. ¿Qué significa esto para usted después de haber tenido una relación distanciada con él?
R.– Mi hermano y yo hemos tenido una relación muy particular durante toda nuestra vida. Estábamos muy fusionados de niños, jugábamos mucho juntos. Y a partir de la adolescencia, donde uno necesita salir de casa y salir de las referencias que tiene, más cercanas, para identificarse con los amigos, con otro tipo de cosas, pues yo le di la espalda a mi hermano directamente. Nos llevamos tres años, con lo cual mi hermano perdió de la noche a la mañana a su referente, su hermano, su cuidador, su todo. Su compinche.
Y durante muchos años estuvimos distanciados. Y debido a un suceso que nos sucedió a los dos, volvimos otra vez a acercarnos. Yo hice por acercarme antes porque me arrepentía mucho de todo lo que había pasado, pero me costó. Me costó a mí, yo creo que a él no tanto. Y una vez que ha sucedido esto, él me llama todos los días y me pregunta si su donación me ha servido. Ahora tenemos una relación muy cercana y muy bonita.
P.– Reparte o divide el libro en siete aspectos. Habla de “respirar hondo”, por la falta de aire que atraviesa su vida desde el parto, pero también la asocia al maltrato y a la muerte de su padre.
R.– Sí. Respirar conscientemente y no inconscientemente, que es por lo que sobrevivimos. Respirar es el primer paso para ponerte en contacto con tu cuerpo. Y ponerte en contacto con tu cuerpo es estar aquí.
Es verdad que llegué a la vida con una falta de aire clara, rotunda. Nací azul, con dos vueltas de cordón umbilical y me sacaron por los pelos. Nací por cesárea porque no podía salir de forma natural.
Y luego, a lo largo de mi vida, he ido reviviendo estos ahogos en distintos momentos, incluso en un escenario, con papá, en el mar, creyéndome que era Tarzán, y con ocho años casi me quedo ahí en la playa de Santa Pola.
Y además he tenido durante toda la vida una relación con el ahogo muy particular. Era como la pesadilla: morir ahogado. Con lo cual, respirar sí que ha sido para mí esencial durante todo este proceso curativo.
P.– Menciona el agua. ¿Esa tendencia a evitar hidratarse de alguna forma, fue su salvavidas?
R.– Sí. El tema de beber muy a menudo, de un beber consciente también, de saber que somos el 80% agua y que necesitamos seguir siéndolo, y que no puede bajar ese porcentaje.
Trato de tener permanentemente alerta. De hecho, en los ensayos les decía al equipo: “Recordadme que beba, recordadme que beba”. Estoy siempre rodeado de botellas de agua. En casa tengo botellas por toda la casa repartidas para que no me quede otra que acordarme cada vez que vea la botella.
Sergio Peris-Mencheta.
P.– En cuanto al sueño, el descanso y el mundo inconsciente, incluso diría el ego, ¿cree que esta experiencia también transformó su relación con el descanso de una manera más profunda, casi inconsciente?
R.– Sí, muchas veces pensamos “descansaré cuando me muera”, como si el descanso pudiera esperar. En mi caso, siempre he dormido bien, sin problemas y por más de ocho horas.
Lo que no tenía era una conexión con los sueños, que veía como fantasía, sin valor. Pero cuando entendí que los sueños forman parte de nuestro aprendizaje y de cómo somos, me di cuenta de que debía darles un lugar más importante, igual que con el beber y el respirar.
P.– Y con el comer, ¿siente que en algún momento sacrificó su salud por personajes?
R.– Sin duda, me ha tocado ponerme fuerte, adelgazar y engordar varias veces, y eso es una paliza, sobre todo porque después toca cambiar rápido para otro papel. La sociedad, especialmente con las mujeres, suele presionar para perder peso, y en nuestro mundo también.
Me he maltratado mucho con la alimentación. Antes comía rápido, casi sin hambre, solo para quitarme la comida de encima, aunque me gusta comer bien. Ahora me pasa lo contrario, no tengo hambre y tengo que comer con paciencia.
P.– ¿Hay algo que le sea indigerible ahora mismo?
R.– Sí. La guerra. La guerra y el mirar para otro lado a lo que está sucediendo ahora mismo en Palestina, en Gaza. Es absolutamente indigerible.
P.– Con respecto a lo que menciona sobre refugio . ¿Qué es un refugio para Sergio, hoy mismo?
R.– Marta.
P.– ¿Con ella, se ve más vivo, con ella se atreve?
R.– Con ella me siento a salvo. Siento que ella me hace un espejo de mi femenino y yo le hago un espejo de su masculino. Y también siento que yo le aporto precisamente esto de salir al mundo, de no juzgarse, de ir a por todas. Le suma la acción.
Siento que nos complementamos. Que llevamos casi 21 años juntos, que en esta profesión es muy rara.
Que es raro de por sí, pero más todavía en esta profesión. Y que cada día nos gustamos más, nos entendemos mejor. Va a más la cosa.
El actor, durante la entrevista.
P.– ¿Cómo influye la historia del exilio de sus abuelos en su forma de concebir el arraigo y el desarraigo?
R.– Para mí, el abuelo Jacinto siempre fue el héroe de la familia. Sus cuentos, su fuerza y la resiliencia de él y de mi abuela —que fue igual o más fuerte, sobre todo siendo mujer y sacando adelante a cuatro hijos mientras él estaba en el frente—, fueron un gran referente.
Era un regalo cuando venía a casa o nos invitaba a comer, y él nos daba la paga —100 pesetas, un tesoro para nosotros— porque mis padres nunca nos dieron. Me llevaba por el barrio de La Paja, contándome historias del barrio, su colegio, tiendas, y personajes, creando un mundo que me marcó.
Mi abuelo me enseñó un poema que me ha servido para muchos castings y fiestas. Recuerdo cómo lo declamaba, con voces distintas para cada personaje, y eso también ha influido en mi profesión.
P.– Ha dicho, que no cambiaría nada, que no volvería atrás. No sé en qué se parece al Sergio de antes o en qué ya no se reconoce.
R.– Me gusta decir que mis ojos son los mismos, pero ahora me fijo en otras cosas y otras han dejado de interesarme. Me tomo más tiempo en responder, sin prisa por demostrar nada o llegar a ningún sitio, sino con atención plena. También porque no me queda otra: el cuerpo me duele y ahora me lo hace notar.
Antes lo tenía anestesiado, era sólo un vehículo para mis ideas y proyectos, que maltrataba para conseguir lo que quería. Esto está cambiando, aunque no completamente; a veces siento que acabaré tirando al monte. Pero ser consciente del dolor y que llevará tiempo cambiarlo lo veo como una reeducación, una postura interna para tomar las cosas con calma, conciencia y presente.
P.– ¿Qué escribió el día 731?
R.– “Qué fuerte, he escrito el libro”.
P.– ¿Qué le atrajo especialmente de Blaubereen?
R.– La obra llegó a mí hace tres años y lo primero que me llamó la atención es que el protagonista no es un personaje, sino un álbum de fotografías. Eso me atrajo porque nunca había trabajado con algo así. Cuando veo fotos antiguas, siempre imagino quién las tomó, quién falta, qué pasó antes y después. Quise que el espectador también sintiera eso en el teatro.
Además, la obra tiene un carácter de thriller: descubrimos en tiempo real, junto al equipo del Museo del Holocausto, quiénes están en las fotos y quién era el dueño del álbum. También es un ejercicio de memoria.
Y yo en muchas de mis obras hablo de memoria porque vengo de donde vengo y porque vivo en un país que denosta la memoria, parece. Seguimos teniendo a miles y miles de personas enterradas en cunetas. Somos el segundo país con más desaparecidos del mundo después de Camboya y eso me resulta en cierto modo insoportable.
P.– ¿Se puede ser feliz viviendo al lado del horror o hasta qué punto elegimos no ver lo que nos incomoda?
R.– Vivimos de espaldas a la muerte y al sufrimiento ajeno. Por ejemplo, prefiero no mirar lo que hay al otro lado de la valla que separa el gueto de Varsovia.
Mirar para otro lado es casi un acto de supervivencia, pero en realidad es pasar por la vida sin vivirla. Justo al otro lado está lo que me completa, lo que no veo afuera no lo veo dentro de mí. Esto vincula lo externo con lo interno.
Tengo una imagen que me ha acompañado siempre: corro por un pasillo con escaparates apagados y al final hay uno iluminado, tan lejos que nunca llego. Esa imagen me vino en terapia a los 26 años, se repite en sueños y volvió al hospital. Esta vez me paré, me acerqué a un escaparate oscuro y solo vi mi reflejo. Ahí entendí que era momento de enfrentar eso.
P.– ¿Miramos para otro lado ante una persona enferma?
R.– Sin duda, si podemos evitar mirar el sufrimiento, lo evitamos. No solo por miedo, sino para que no nos vean huyendo. La empatía es algo que, al menos en mi generación, hemos tenido que aprender a golpes, debería ser una asignatura.
Sergio Peris-Mencheta.
P.– ¿Cuál es su mejor emoción y cuál su peor?
R.– No creo que haya una mejor o peor emoción; todas son necesarias. Cuando algo me duele, trato de no convertir ese dolor en sufrimiento, aunque no siempre lo logro. Muchas veces me doy cuenta de que ese dolor, sobre todo cuando pierdo a alguien, no es sólo dolor, sino lágrimas de amor: conecto con el amor que sentía por esa persona y con el arrepentimiento de no haberlo expresado o disfrutado más. Por eso, todas las emociones están ahí porque necesitamos sentirlas para sentirnos vivos.
