Luis Casal
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Al principio, sólo quería sobrevivir, luego quiso pertenecer. Hoy quiere vigilar la costa por la que casi muere. Jean Paul Ndongo, 30 años, camerunés, espalda de boxeador y sonrisa de converso, ha completado el trayecto más insólito que puede recorrer un inmigrante irregular en España: de naufragar en un cayuco a estrenarse como guardia civil.

Llegó a Fuerteventura en 2006, cuando apenas tenía 11 años, en una barcaza que salió de Nuadibú, Mauritania, con 67 personas a bordo y ninguna garantía de volver a pisar tierra. Cuando el motor se paró y el mar se enfadó, pensó que había llegado el final. No sabía nadar ni sabía si viviría. Le envolvieron en una manta térmica, le dieron agua, y durante un tiempo no volvió a hablar del asunto. Ni del agua, ni de Camerún, ni de los cadáveres que se llevó el Atlántico esa noche.

"La primera vez que vi a la Guardia Civil fue en una lancha con la que vinieron a rescatarme. Estábamos en el agua y no veíamos ni la tierra. Fueron los ángeles de la guarda", asegura el ya agente. "Si a mí me pudieron ayudar, yo podré hacer lo mismo para otras personas".

Fue menor tutelado en Navarra. Los primeros años los dedicó a aprender español, encadenar ciclos formativos y trabajar de socorrista. Y lo que vino después no fue una novela, sino una oposición. La idea de ser guardia civil no surgió como una epifanía patriótica, sino como una combinación de gratitud, funcionalidad y sentido práctico. Le habían salvado y él quería hacer lo mismo.

Aprobó. Superó la formación. Hoy, casi veinte años después de aquel naufragio, lleva uniforme, arma reglamentaria y una placa con su nombre. Desde esta semana parte del mismo cuerpo que lo sacó del agua. Hace turnos, tramita denuncias, y, a veces, vuelve al mar. Ya no como víctima, sino como autoridad.

A veces es difícil explicar cómo se pasa de un sitio a otro. No hay un momento concreto en el que Jean Paul decidiera cambiar de orilla. No fue una revelación ni una consigna. Fueron años de rutinas, pasillos, formularios, comidas sin sal y horarios que siempre llegaban tarde. Lo que desde fuera parece un milagro, desde dentro se parece más a una cola de espera.

En 2006, Jean Paul miraba el océano sin saber si llegaría vivo a tierra. En 2025, lo patrulla. El trayecto entre una escena y la otra no tiene moraleja, pero sí kilómetros. Los ha hecho todos él. A nado, a pie y, por fin, a paso firme.