Durante diez años Frank Cuesta fue el último aventurero de la televisión. Un tipo con nombre de villano de Tarantino, acento de León y fondo de pantalla de National Geographic. Una mezcla improbable entre Bricomanía y Apocalypto, entre herpetólogo y youtuber, entre naturalista y tertuliano. Enseñó a media España a diferenciar una pitón de una culebra mientras llamaba "hijo de puta" a cazadores furtivos, políticos y periodistas por igual. Hablaba de civetas como si fueran ministros del Interior, sudaba más que una sauna y soltaba más tacos que una boda en Cuenca.
Su personaje era una anomalía a prueba de trending topics. Lo mismo rescataba un lagarto de una alcantarilla que fulminaba con una mirada al embajador tailandés. Si Spielberg hubiera rodado Indiana Jones y el tráfico de pangolines, Cuesta no habría necesitado dobles: lo habría hecho todo él, incluida la banda sonora. Pero como en toda gran aventura, el héroe también puede pisar su propia trampa. Y Frank, más que tropezar, ha decidido arrojarse de cabeza con la cámara encendida.
El primer vídeo fue una bomba mal editada. Siete minutos de confesión balbuceante, sudada, con más silencios que un interrogatorio. Reconocía a todo el mundo que llevaba diez años mintiendo: que no tenía cáncer, que no era veterinario y que sus animales no eran rescatados, sino comprados. Era el colapso de su propia narrativa, como si Indiana confesara en directo que odia los templos y no sabe usar el látigo.
Pero, fiel a su estilo, Frank no tardó en dar un volantazo. A las pocas horas despublicó el vídeo y subió otro. Esta vez no eran siete minutos: eran dos horas y media de conspiraciones, traiciones, amenazas, capturas de pantalla, audios, lágrimas y silencios incómodos. Lo que parecía una confesión resultó ser —según él— una extorsión. "Si hacía el vídeo, leyendo este guion, se paraba todo este acoso", decía. Y el villano, esta vez, no era un cazador furtivo ni un político, sino Chi, su mano derecha en Tailandia.
Chi no era un figurante. Era algo así como el Alfred de este Batman tropical: abría puertas, traducía en la selva, negociaba con funcionarios, movía papeles y silenciaba líos. Un engranaje fundamental. "Estuvo en todas", decía Frank en uno de los vídeos. Por eso, la "traición" de airear su vida privada e intentar arruinarle la vida dolía más que si viniera de un enemigo declarado. Aunque, a juzgar por las capturas, más que una traición parecía una exigencia de manual. Chi no amenaza, pero sí aprieta. No chantajea, pero insinúa. Y Frank, ya al borde, accede. Luego se arrepiente. Luego lo denuncia. Todo delante de la cámara, sin juez ni notario. Solo una comunidad mirando y un micrófono encendido. Reality a tiempo real.
El 13 de mayo llegó el apocalipsis. Otro vídeo. Frank lloraba. Su hijo Zape —el mismo que recorría las granjas ilegales con él— abandonaba el país asegurando que no se sentía seguro, y no precisamente por los jaguares o los cazadores furtivos. Su hija, según él, también estaba bajo amenaza. Su pareja lloraba. Él gritaba. Y todo ocurría delante de la cámara.
Desde entonces, el carrusel no ha parado. Vídeos, desmentidos, arrepentimientos, nuevas acusaciones. Contra Chi, contra el Gobierno tailandés, contra la policía, contra medios, contra parte de su audiencia. Como un algoritmo con patas, Frank ya no sabe cómo parar. Cada día es un nuevo episodio.
Desde entonces, ha seguido publicando vídeos, tuits y desmentidos cruzados. Ha pedido perdón, ha vuelto a señalar a Chi, ha acusado al gobierno tailandés, a la policía, a periodistas, incluso a parte de su audiencia. Se mueve entre el ataque y la contrición como si fuesen ramas del mismo árbol: el de la exposición permanente. Porque si algo ha dejado claro esta debacle es que Cuesta no sabe callarse, ni siquiera para salvarse, y que todo lo que le podría ocurrir siempre parece multiplicado por diez.
Un excompañero lo resume así: "Frank es un niño con cohetes. Le das uno y te monta un espectáculo. Le das diez y te quema la casa". No duda de su historia, pero tampoco se traga el disfraz. Eso siempre fue parte del encanto. Cuesta nunca fue solo un activista: fue un personaje. Uno que se legitimaba en la selva, entre barro y colmillos, que decía que se jugaba la vida por cada animalito. Si ahora resulta que todo era pose, libreto y montaje, el relato se resquebraja y no queda ni la serpiente.
En paralelo, algunos medios tailandeses han empezado a airear detalles incómodos. Se reabre el debate sobre su papel en la condena a su exmujer, Yuyee —un caso oscuro por posesión de cinco miligramos de cocaína que acabó con quince años de cárcel— y vuelve a circular el rumor de que su activismo, aunque sincero, también era funcional a ciertos intereses locales. El mito del español bueno que salva animales en un país corrupto empieza a hacer aguas.
Todo esto ha pasado mientras la administración española, por supuesto, ha mirado todo esto desde la barrera. Cuando Cuesta suplicaba ayuda por la situación de Yuyee, nadie en el Gobierno levantó la ceja. Ahora que Cuesta es un enigma andante, tampoco lo hará. Seguramente porque nunca supieron si tenían entre manos un activista o un showman. Quizás porque resulta más cómodo dejarlo solo gritando en la jungla a más de 9.000 kilómetros de distancia.
Este periódico ha intentado contactar con su entorno familiar y no ha recibido respuesta. Cuesta está solo. Gritando en bucle. Así es que en este punto cuesta discernir si estamos ante una víctima, un farsante o una mezcla inextricable de ambas cosas. Lo único seguro es que tras diez años de éxito parece que Frank ha acabado en guerra con todo lo que alguna vez lo sostuvo —amigos, audiencia, causa— y lo ha hecho de la única forma que sabe: con la cámara encendida.
El problema no es que Frank mintiera. El problema es que su personaje dependía de que no lo hiciera. Él no era un presentador, ni un influencer, ni un activista al uso. Era un hombre que se había jugado la vida y su autoridad venía de haberla puesto en riesgo. Si ahora descubrimos que todo era teatro no es sólo que se caiga el decorado, es que se desmorona el único papel que sabía interpretar.
En España, a Frank Cuesta le van quedando pocas cosas: una finca lejana, unos cuantos seguidores incondicionales y un historial de vídeos y programa bajo sospecha para siempre. En Tailandia, según él, enemigos suficientes para llenar una serie de Netflix. Pero ni el Gobierno, ni los jueces, ni su propio entorno parecen dispuestos a seguir creyendo en el personaje.
Al final, Cuesta no ha sido derrotado por los corruptos, ni por los cazadores furtivos, ni por la maquinaria estatal. Ha caído por no saber callarse. Por convertir cada crisis en contenido y no dejar nunca de grabar. Y al final, eso lo dice todo: Cuesta no fue un héroe, ni un villano: fue un algoritmo emocional. Gritaba, se enfadaba, soltaba cobras y sollozos al mismo tiempo. Lo que durara el clip. Lo que aguantara la batería.
Ahora que ni el Gobierno, ni los jueces, ni Chi, ni los suyos lo respaldan, queda sólo el personaje. Exhausto, sobreactuado y sin saber muy bien a quién seguir culpando. Pero con una cámara siempre encendida. No por si pasa algo, sino por si todavía queda alguien mirando.
