David G. Maciejewski
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Gérard Depardieu está sentado en un puff con forma de taburete. Tiene los ojos cerrados. Se balancea, ligeramente, hacia delante y hacia atrás, como si buscara hallar entre pensamientos errantes las palabras del guion. Masculla algo ininteligible para sus adentros. No puede permitirse fallar en su discurso, pues se trata de una toma única y cualquier error puede costarle caro. Concretamente, 18 meses de prisión, 29.040 de multa y su inscripción en el registro nacional de delincuentes sexuales de Francia. La funesta profecía está a punto de cumplirse; su sueño de dejar un legado imperecedero se disipa.

El actor traga saliva y piensa en lo bien que le vendría ahora una de esas 14 botellas de alcohol que, se jactó una vez, provocador como es él, era capaz de beberse en un día. "Siempre me han dicho que soy ruso por naturaleza, no sé si es por la bebida o por la vulgaridad", espeta, de pronto, al juez que tiene frente a él.

Quizás, piensa, evocar su afinidad con Putin no sea la mejor forma de comenzar el proceso. Pero ya no hay marcha atrás. Además, ¿por qué habría de importarle? Otros de sus compañeros, como Emir Kusturica, Oliver Stone o Steven Seagal, este último ciudadano ruso, además de serbio, también le guardan simpatía al Kremlin. Hace tan solo una semana, el 9 de mayo, los tres estuvieron con Putin en el desfile del Día de la Victoria. Desearía estar allí, en Moscú, y no en el linchamiento mediático de esta París que ya no reconoce.

De pronto le vienen a la cabeza las palabras que escribió Seagal, vieja gloria de aquel Hollywood ochentero de esteroides y artes marciales, también acusado de abusar de varias mujeres, cuando se defendió de su propia lapidación mediática: "Quieren acabar con alguien, vengarse de alguien, quieren fama, quieren dinero. Y no sólo las mujeres, también los hombres. Muchos hombres y mujeres mienten cuando acusan a los hombres, y cuando mienten, acaban con la credibilidad de muchas víctimas reales".

El actor frena su balanceo y abre los ojos. Frente a él no hay focos ni cámaras, sólo decenas de miradas inquisitivas, periodistas que toman notas; tras él siente la presencia de Roxane, su hija, y Karine, su exmujer, dos de las únicas personas que aún lo apoyan y le quieren.

FOTO DEPARDIEU

No, no merece la pena defenderse con más mentiras. El rostro imperturbable del juez del Tribunal de París espera su respuesta. Teme recordar más esa mirada que los tiempos de bonanza que le trajeron Cyrano, Vatel y Hamlet; que la imagen de aquellas dos denunciantes anónimas prevalezca sobre la gloria de Novecento, de El Manantial de las Colinas, de La Conquista del Paraíso.

"El monstruo sagrado del cine francés". Así es como la prensa de su país lo bautizó tras las acusaciones. Hasta trece mujeres alzaron la voz contra Depardieu. La primera de ellas, Charlotte Arnould, cuyo juicio ni siquiera se ha celebrado aún.

Ya está acostumbrado a la crucifixión. La prensa lo acribilló cuando quiso renunciar a su nacionalidad francesa como protesta por tener que pagar el 75% de impuestos de su fortuna. También, cuando orinó en una botella a bordo de un avión mientras esperaba a despegar. Después lo llamaron traidor por irse a Bélgica para beneficiarse de sus medidas fiscales. Y, finalmente, por abrazar la nacionalidad rusa.

El enfant terrible evoca aquel día en que Vladímir Putin le entregó el pasaporte y lo nombró ciudadano de su frío pedazo de tierra. Corría el año 2013. Ambos, acompañados de una cohorte de periodistas, estaban en el balnearo de Sochi, frente al Mar Negro. "Gérard, ¿estás satisfecho con tu trabajo?", le preguntó el presidente de Rusia en aquella mesa con cubiertos de plata, frente a las cámaras. "Sí, Vladímir, pero lástima que aún no hayas visto mi película Rasputín. Te mandaré una copia", le respondió.

Putin frunció el ceño y ordenó a Oleg Dobrodeyev, entonces jefe de la empresa de medios WGTRK, emitir Rasputin en la televisión rusa.

Ese mismo año, esta vez en Saransk, la capital de la república de Mordovia, Putin le entregó, de su propia mano, el pasaporte ruso. Gérard Depardieu, ciudadano de la 'Gran Rusia'. Los ojos se le humedecieron. Fue tal el arrobo de aquel acto que incluso, ya en Francia, el actor llegó a comparar al autócrata eslavo con el papa Juan Pablo II. "La nación rusa necesita a una persona como él, con un temperamento ruso. Putin está tratando de devolver un poco de dignidad a su pueblo", llegó a decir.

Inmerso en sus pensamientos, Depardieu se defiende como puede ante el juez. Su abogado acaba de llamar "histérica" a una de las demandantes. Todo queda visto para sentencia. Días después, mientras él rueda su próxima película en Las Azores, será declarado culpable de agredir a dos mujeres durante aquel infame rodaje. La sentencia: 18 meses de cárcel, aunque previsiblemente no la pisará, y dos años de privación de derechos civiles, además de la inscripción en el registro de delincuentes sexuales.

Siempre, no obstante, le quedará Rusia.

Embajadores de la cultura rusa

A casi 3.000 kilómetros de distancia, mientras la caída en desgracia de Depardieu se consuma a golpe de mallete, Vladímir Putin acude, orgulloso, al desfile militar del Día de la Victoria. Es una fecha importante para el país. Se cumplen 80 años de la victoria de la Unión Soviética sobre la pérfida Alemania nazi.

Putin se ha rodeado de los jerifaltes de su ejército y de algunas de las figuras políticas internacionales más influyentes para su gran desfile conmemorativo. Allí están el chino Xi Jinping; el presidente de Brasil, Lula da Silva; el egipcio Abdel Fattah el-Sisi; el serbio Aleksander Vucic; de Venezuela, claro, su compadre Nicolás Maduro; y hasta el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, observa los poderosos T-90M Proryv-3 y T-14 Armata y a los cerca de 10.000 soldados desplegados para mayor gloria del pueblo ruso. Todos han pasado por el Kremlin. Todos son aliados estratégicos.

Pero entre los asistentes también hay personalidades del mundo de la cultura, del cine, influyentes personalidades de Estados Unidos. Ahí está director Oliver Stone, uno de los invitados de honor. En 2017 hizo buenas migas con el presidente tras rodar The Putin Interviews, una miniserie de cuatro capítulos de una hora de duración en los que le entrevistaba –no sin algún que otro agasajo de por medio– y le preguntaba por asuntos de geopolítica y actualidad.

"Putin es un hombre razonable y racional que piensa antes de hablar, como un jugador de ajedrez. Es un buen hijo de Rusia que trabaja para el interés de su pueblo. Viene de la clase baja y creció como un patriota", defendió el director de JFK: Caso abierto y Platoon en 2022 durante el BCN Film Fest. "Es un gran líder para su país", insistió en 2023, cuando la invasión de Ucrania ya se había cobrado miles de vidas y Kiev había sido bombardeada.

DIA VITORIA

Cerca de él también se encuentra otro gran cineasta, muy distinto en su forma de ver el arte pero igual de rusófilo que el estadounidense: el serbio Emir Kusturica. Aquel director de las maravillosas Underground y El sueño de Arizona es hoy uno de los mayores defensores de Putin. "Creo que el presidente ruso es la persona que trajo el equilibrio a la política mundial". Lo dijo en 2016, dos años después de que Rusia desgajara Crimea de Ucrania.

Kusturica ha comprado la retórica de Putin. "Me gustaría agradecerle su justicia histórica personal, que los eslavos siempre hemos perseguido", le expresó al mandatario durante una visita al Kremlin en 2024. "Lo que está pasando ahora en Ucrania es una lucha para nosotros".

En entrevistas posteriores, Kusturica justificó su planteamiento: "He apoyado a Putin en el pasado y en paralelo a la tragedia que arrastramos en Serbia, cuando la cortaron en pedazos y el único que levantó la voz contra esto fue Putin. Y no hay que olvidar que tenemos una gran relación histórica con los rusos. Así que, cuando me dicen que apoyo a Putin, es lo lógico y lo opuesto a apoyar a Zelenski, que es un mal actor, un mal presidente y un tipo que habla demasiado rebajando su dignidad".

A unos metros, en las gradas, hay otro hombre que hace sombra a Oliver Stone y a Emir Kusturica. Lleva un abrigo de piel negro con caracteres tradicionales chinos bordados en gris. Poblada perilla. Pelo injertado que acaba en una vasta coleta. Gafas redondas, tintadas, oscuras. Cara de muy pocos amigos. Se trata de Steven Seagal, el más ruso de los tres.

Vladímir Putin y Steven Seagal en 2016.

Por sus venas corre la sangre de esa patria de la que se vio privado por la distancia y la cultura. La Unión Soviética, al fin y al cabo, fue el gran enemigo de Occidente en los años de la Guerra Fría. ¿Qué iba a hacer él? Pero al caer el Telón de Acero, Seagal decidió honrar a su padre, un judío hijo de inmigrantes rusos, y empezó a enamorarse de aquella Rusia de la que tanto le habían hablado. Y, a la postre, de su implacable líder supremo. El último bastión –para él– de la libertad.

El idilio entre Seagal y Rusia viene de lejos. En 2014, el actor expresó su apoyo a la anexión de Crimea. Tachó la retórica expansionista de una invectiva "muy razonable", y ese mismo año dio un concierto en la región. Un año antes, Putin ya había propuesto nombrar al intérprete y experto en artes marciales cónsul honorífico de Rusia en California y Arizona. En 2016, Seagal viajó a las regiones rusas de Sakhalin y Kamchatka y expresó su deseo de querer pasar varios meses en el país.

La primera vez que Seagal y Putin fueron vistos juntos fue durante la visita que el líder ruso hizo al equipo olímpico ruso en Sochi. Acudieron a un combate y acabaron en casa del político hablando de artes marciales y otros intereses comunes. "Nos hemos hecho íntimos", dijo Seagal, orgulloso. Gracias a su apoyo, en 2023, el mismísimo Putin le entregó la Orden de la Amistad por su contribución cultural a Rusia.

"Es uno de los grandes líderes del mundo", dijo el actor de Alerta Máxima, En tierra peligrosa y Difícil de matar. Por cierto, también acusado por una decena de mujeres, entre ellas Jenny McCarthy, Julianna Margulies y Porti de Rossi, esposa de Ellen DeGeneres, de abuso sexual y violación. Aunque, a diferencia del caso Depardieu, no hay ningún juicio ni condena de por medio.

Schröder y el lobby del gas

Quien no acude al Día de la Victoria es Gerhard Schröder. Está muy cansado. Hace poco ha pasado por el hospital. Padece aquello que los médicos se empeñan en llamar burnout, aunque él probablemente prefiere el término abenmüdigkeit, es decir, ese cansancio crepuscular que afecta a todas aquellas viejas glorias que hoy han caído en desgracia. Él, excanciller de Alemania, primum inter pares desde 1998 hasta 2005, es el blanco de las flechas envenenadas de la prensa.

Al asaeteado político lo llaman lobbista, empleado de Putin, sicario del gas ruso. Durante su mandato se empeñó en estrechar las relaciones entre Alemania y China y Rusia. Se hizo amigo de Putin. Hasta el punto de que, justo antes de terminar su mandato en la Cancillería, firmó la construcción de los Nord Stream, los gasoductos que suministran el gas ruso a Europa.

Nada más terminar su mandato, Schröder fue nombrado –salario millonario mediante– consejero de Nord Stream AG, la empresa que gestiona tanto el Nord Stream I como su ampliación, el NS II. Poco después, también entró en la cúpula directiva de Rosneft, la mayor petrolera rusa, con un salario que, como poco, sumaba 600.000 € anuales.

Entonces todo se torció. Rusia se apropió de Crimea y él, a caballo entre su patria y su cartera, no supo reaccionar a tiempo. No sólo no criticó el hostigamiento de los ucranianos, sino que lo avaló viajando a Rusia, una semana después, para celebrar con el dirigente ruso su 70 cumpleaños. Tampoco lo condenó abiertamente una década después, durante la invasión de 2022.

"Lo que puedo decirles es que Putin está interesado en terminar la guerra. Pero no es fácil. Hay algunos puntos que aclarar...", titubeó cuando los rusos ya habían bombardeado Kiev, Járkov, Mariúpol y Kramatorsk. Hasta se atrevió a decir que la masacre de Bucha era un infortunio arbitrario impulsado por algún carguillo menor y que el Kremlin no sabía nada. Había que exculpar a su íntimo amigo como fuera.

Esa "ambigüedad estratégica", como la denominó el canciller socialdemócrata Olaf Scholz, de su mismo partido, fue el mayor aliciente de su lenta, progresiva, caída en desgracia. El Parlamento de Alemania aprobó retirarle su oficina privada con cinco asistentes. El Parlamento Europeo aprovechó para instar a la Comisión Europea a incluir a Schröder en la lista negra de la UE por trabajar para varias empresas rusas. Algunas, como Rosneft, las dejó inmediatamente después. Pero el daño a su imagen ya estaba hecho.

El excanciller Gerhard Schröder durante el inicio de la audiencia de la Comisión de Economía del Bundestag sobre el proyecto del gasoducto Nord Stream 2.

En 2024, un comité parlamentario regional de Meckelmburgo-Pomerania Occidental decidió analizar su caso. La construcción del Nord Stream II era el motivo central de la comisión de investigación. "Schröder: el lobbista de Putin en Alemania", se leyó en la prensa. ¡A él, que fue el único que se opuso a la invasión de Irak, demostrando ser un visionario! ¡Traidor, él, que había renegado hasta de su padre por haber combatido en la Segunda Guerra Mundial en el bando de los nazis! ¡Él, uno de los pocos socialdemócratas que se opuso a la política de puertas abiertas de Angela Merkel!

Pero la palabra "decepción" resuena en su corazón. Es la que utilizó su exministro, Frank Münterfering, alguien de su máxima confianza, cuando la prensa le preguntó qué opinaba de las vinculaciones de Schröder con Rusia. "Si su relación con Rusia hubiera sido autocrítica, hubiera sido en retrospectiva realmente un gran canciller, que ha logrado mucho", añadió el exjefe de los socialdemócratas y exministro de Economía Sigmar Gabriel. Pero no fue autocrítica, y hoy hasta sus amigos le han dado la espalda.

Así se consuma la deriva de Schröder hacia nadie sabe muy bien dónde. A sus 81 años, envejecido, con cada vez menos amigos, simpatizante de Trump y propicio a entablar un diálogo con la AfD cuando hasta los servicios secretos abren la puerta a ilegalizarla por ser un peligro para la democracia, él, el canciller Schröder, aún afiliado al SPD, sale del hospital maltrecho por ese burnout que le ha impedido ir a las comisiones de investigación.

Hoy se aferra al sueño de que un día pueda ser útil otra vez para Alemania. Quién sabe si en un futuro las cosas se tuercen en Europa y se necesita a un perfil que promueva el diálogo y no la guerra. De momento, sobre él pesa el estigma de ser un vendido de su patria al servicio de una Rusia imperialista.

Exilio forzado de un 'chivato' de la NSA

Una última ausencia el Día de la Victoria es la de Edward Snowden. El exagente de la CIA y la NSA fue acusado de alta traición por filtrar a la prensa numerosos documentos que certificaban el espionaje por parte de la Agencia de Seguridad Nacional tanto a ciudadanos libres como a líderes políticos de todo el mundo. Para evitar una condena que podría sumirlo en prisión durante 30 años, se exilió. Y Rusia lo acogió con los brazos abiertos. En 2022, Putin firmó un decreto que le otorgó la ciudadanía.

Arma de doble filo, sin embargo, porque Estados Unidos, recientemente, alertó a Snowden de que gozar de plenos derechos en Rusia también conlleva responsabilidades, y él, que sólo suma 41 años, bien podría entrar a formar parte del grupo de ciudadanos voluntarios que engrosen las filas del ejército ruso en el frente ucraniano. Aunque su abogado, Anatoli Kocherena, lo ha negado. "No será movilizado porque no tiene experiencia previa en las fuerzas armadas rusas".

Edward Snowden a través de una pantalla durante un evento en Nueva York. Brendan McDermid Reuters

Durante su estancia en Rusia todos estos años, Snowden, si bien no ha mostrado abiertamente su opinión sobre la invasión de Ucrania, sí ha desarrollado una carrera profesional de cierto éxito. Ha trabajado como consultor para empresas en asuntos de privacidad y tecnología, ha participando en infinidad de conferencias y seminarios a través de videoconferencias y, sobre todo, ha tratado de mantener un perfil muy bajo.

Snowden, no obstante, ha reiterado en varias ocasiones que le encantaría volver a Estados Unidos si se le garantizara un juicio justo. Trump, en su pasada legislatura, amagó con indultarlo, pero los republicanos se le echaron encima. Así que, a pesar de su rebeldía, frenó la medida. Quizás ahora, que goza de privilegios tanto en el Senado como en el Congreso, podría cambiar de opinión y volver a aquello que dijo en 2020: "Hay mucha gente que piensa que no está siendo tratado de manera justa".

A pesar de vivir en Rusia, Snowden se ha desmarcado constantemente de Putin. "Estoy aquí exiliado", se resignó, mientras denunció la represión de las protestas de Putin y de sus políticas de vigilancia y censura. "Es un error de política. Es incorrecto en Rusia y sería incorrecto en cualquier lugar. He sido bastante crítico al respecto en el pasado y continuaré siéndolo en el futuro".

Redención para los "traicionados"

¿Qué atrae a todos estos personajes la figura de Putin? Muchos intelectuales y analistas han advertido del poder legitimador que le confieren tanto a Rusia como al aparato propagandístico del Kremlin apoyos como los de Depardieu, Schröder o Seagal. La filósofa francesa Corine Pelluchon lo ha calificado de "desliz moral" y el historiador Timothy Snyder, bien conocedor de la Europa del Este, ha señalado que la atracción que les genera una figura como Putin no es tanto una afinidad ideológica real sino una fascinación por el poder sin restricciones.

"El autoritarismo ofrece un tipo de redención a quienes se sienten traicionados por la democracia, pero esa redención es ilusoria y peligrosa", escribió en The Road to Unfreedom. "El objetivo del Kremlin no es que creas en algo concreto, sino que no creas en nada. Que aceptes que todos mienten, que no hay verdad posible. Cuando nada es verdad, entonces todo es espectáculo. El mayor carisma se convierte en el único criterio de liderazgo [...] Si queremos ser inmunes a la propaganda autoritaria, debemos primero creer en nosotros mismos. En nuestras instituciones, en nuestros principios y en nuestra historia".