Burgos

¿Está el diablo más presente en la cárcel que Dios? Fermín no duda en su respuesta: "No. Cuando hacemos algo mal, lo hacemos nosotros. No tenemos que invitar a nadie a que haga mal. En realidad, lo que hacemos es demonizar a la gente que está en la cárcel. Les hacemos responsables a veces de fallos nuestros también que no descubrimos. El cuidado que tengo que tener en una obra para que no pase nada, lo puedo trasladar al cuidado que debo tener en mi sociedad para que nadie se quede suelto, olvidado, abandonado, sin trabajo, sin formación".

"A mí no me hace falta traer al diablo a ninguna realidad. Somos nosotros los que construimos bien o mal, los que acompañamos o no a la gente, los que somos conscientes de la realidad de cada ser humano. Demonizar, criminalizar, aislar, decir 'que se pudran ahí'... Eso no es humano y no responde a una sociedad adulta, democrática, seria, que quiere un compromiso por una vida sana y más real. Esto está cambiando, pero las cárceles están fuera de las ciudades. Se ha decidido que esa gente nos sobraba. Es difícil recuperar gente por el estigma que tienen cuando salen. Es doblemente dramática la situación". 

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Fermín González es un párroco de la diócesis de Burgos que ha batallado a lo largo de su vida en dos escenarios antagónicos. El primero, las techumbres de las parroquias de esta provincia, la de más municipios de España. Allí se ganó el apodo que le acompañó durante años: 'El cura de la motosierra'. El segundo es, sin duda, un poco más lúgubre. Hace seis años se bajó de los tejados para adentrarse en los muros de la cárcel. "Dejé atrás el ruido de la motosierra para escuchar y hablar más con la gente", apunta.

Intramuros ha escuchado la historia de "mucha gente buena, noble de corazón"; ha tratado de ponerse en la piel de otros. "Las personas que están en la cárcel son parte de mi sociedad, de mi familia, de mi parroquia, de mi entorno y como tal tengo que escuchar y acompañarles, porque la idea es que salgan, ¿no? Y que vuelvan otra vez a la realidad de la vida".

La vida y obra —sobre todo esto último— de González se han convertido en virales en las últimas semanas. Durante 30 años, arregló más de 600 tejados de parroquias en Burgos. Ahora, a sus 68 años, está a punto de jubilarse. "Me voy a ir al pueblo, a vivir la vida rural, tranquila, alejada de las prisas, el dinero...", reconoce. Sin embargo, se seguirá acercando a aquello que la sociedad continúa empeñada en alejar: la cárcel.

Él agradece que se les permita entrar y hablar con los presos. Le gustaría que la cárcel fuera excepcional y se transformara en una realidad de espacios abiertos. Su idea de una justicia restaurativa está patente en su encuentro con los reos. Con ellos, "intentamos reírnos. Es verdad que no se pueden hacer bromas todos los días, pero la idea es romper ese silencio, ese frío y acercarnos como personas; hacer saber que no estás solo, que te acompaña alguien. Ellos son muy agradecidos".

Su historia

El hábito no hace al monje. Al menos, eso dicen. Fermín González no tiene aspecto de párroco. De hecho, parece más un jefe de obra que un enviado de Dios. A finales de noviembre, con una temperatura que ronda los cuatro grados en Burgos, viste camisa a cuadros abierta y una chaqueta que no parece abrigar en exceso, como quien está acostumbrado a estar a la intemperie. Tiene las manos rudas, curtidas en la obra.

Fermín, en la mesa donde dibujaba los planos de las techumbres.

Fermín, nacido en Espinosa de los Monteros, nunca soñó con ser albañil. Siempre le atrajo la construcción, hacer cosas, pero poco más. También es cierto que se le daba bien dibujar y tenía una gran visión espacial. Pero esos elementos confluyeron con la necesidad y ahí comenzó su historia.

A punto de jubilarse, él mismo narra: "Teníamos que cuidar el patrimonio que teníamos. Te estoy hablando de hace 30 años. No teníamos medios apenas y decidimos ponernos nosotros manos a la obra. Veíamos qué hacía falta en las parroquias e íbamos a por ello. Que una familia tenía un tractor y un remolque, pues a la sierra a por los materiales que nos habían dicho que hacían falta. Que otro nos decía que tenía tejas de sus cabañas de las ovejas, pues a por las tejas. Que el primo de no sé quién tenía ponía andamios... Cada uno hacíamos o aportábamos cosas para responder a esa necesidad que teníamos".

Durante su primera construcción, él no sabía dónde debía dar los cortes. Todo fue a ojo de buen cubero, tras mirar los planos hechos por el arquitecto y el aparejador. "Yo no tenía idea, ni cortaba con la motosierra ni nada. Era buena voluntad y y necesidad. Alquilamos una herrería, hacíamos los cortes que yo entendía que eran los cortes que habían marcado el arquitecto y el aparejador, y lo encajábamos todo en la cubierta de la torre. Y así lo hacíamos. Lo montamos en el suelo, montamos toda la estructura, cómo iba a quedar en la torre...".

Cuando los aparejadores vieron el trabajo de Fermín, le pidieron se incorporara al servicio técnico de la diócesis. Así se hizo: Fermín compatibilizaría la vida espiritual en cuatro o cinco parroquias rurales con la recuperación del patrimonio eclesiástico burgalés.

Es un trabajo que en muchos casos ha llevado años. "Hay que levantar los planos, para empezar (eso también lo aprendí a hacer con el aparejador Vittorio Torena), tomar medidas desde dentro y fuera de todo el edificio y dibujarlo con todas las deformaciones que tiene, que cuando le vemos parece que es un edificio muy regular y, sin embargo, es un edificio que tiene ángulos muy diferentes".

A partir de entonces, cuando estaba todo estudiado, se le daba a los ayuntamientos una especie de 'lista de la compra', en la que se narraba lo necesario para hacer la obra. Una vez estuviera todo disponible, el propio Fermín se subía a los tejados con su cuadrilla de voluntarios para ver qué le esperaba. "No hay dos capillas iguales. Todo eso te lo dicen los profesionales y la propia experiencia".

Para Fermín, lo más complicado fue estar en el tejado. "Al final estás siempre en una superficie inclinada, mínimo de unos 35 grados. Y encima con una motosierra. Pero, bueno, son las realidades. Nunca hemos parado. Hemos llegado a quitar nieve de los muros. Ha habido años con la temporada completa en 30 edificios. Levantábamos en uno, íbamos al otro... Pasos sucesivos, pero ahí estábamos".

Cada estilo es diferente. Las iglesias románicas se trabajan de una manera y las góticas de otro. "Y hoy construimos de manera muy diferente", cuenta con una sonrisa. Finalmente, lo deja "por el cuerpo". "Tengo ahora 67 y lo dejé hace 6 años. Es verdad que dije: como técnico puedo quedarme, porque como obrero tengo mis limitaciones".

Fermín, de joven, sobre una techumbre.

La cárcel

Al año siguiente le ofrecen irse a la cárcel como capellán. "Yo había dejado de hacer ruido con la motosierra para escuchar más a la gente y hablar más con la gente. Una de las tareas fundamentales de de un capellán o de un delegado de pastoral es escuchar a los presos y acompañarles en lo que se pueda, pero escucharles y de atenderles como personas. Lo acepté bien; era un mundo nuevo para mí también".

Fermín recuerda que han sido seis años muy bonito. "Hemos sacado a algunos chicos, les hemos acompañado, les hemos tenido en consideración como personas para que recuperen su autonomía y su libertad", cuenta.

En las reuniones hablan de construir a las personas y, a partir de ahí, construir la sociedad. Cuando Fermín habla, hay un elemento que recuerda a un principio fundamental del cristianismo: el perdón.

"El perdón está igual fuera que dentro, pero allí se nota algo más porque alguien te ha condenado. La sociedad le da poca importancia al perdón. Incluso al propio. Yo me equivoco todos los días y me tengo que perdonar. Desde ahí empiezo a comprender que tú te equivoques y te perdones, que al que está en la cárcel hay que perdonarlo... También hay gente inocente y hay que perdonarlo. Hay que recuperarlo. No puedo olvidar que me equivoco y tengo limitaciones, de que yo también soy vulnerable".

Fermín entra como un igual dentro de los muros. "A la persona que está dentro de la cárcel me la tengo que encontrar en el barrio, en la parroquia y en mi familia. Exageramos por propia defensa de la sociedad. Lo que no somos capaces de solucionar, lo ignoramos o lo apartamos. Es verdad que hay expresiones muy duras de la gente: 'que se pudran en la cárcel', que no salgan...'".

"Es un desahogo ante una situación dolorosa, dramática y lo que queramos. La realidad es que son miembros de mi sociedad y de mi grupo a los que tengo que acompañar, igual que había que haberlos acompañado antes para que no ocurriera lo que ha ocurrido. Hay gente que está realmente abandonada, con una realidad que se ha desentendido de ellos", dice.

—¿Cómo se encuentra a Dios intramuros, cuando te han quitado la libertad y te falta todo?

—No es difícil, porque él está en todos los sitios. Lo difícil es reconocerte con tus limitaciones. Antes de que yo fuera a la cárcel, Dios ya estaba allí. Al espíritu de Jesús se le encuentra en todos sitios. Le plasmamos, pero él ya estaba ahí. Yo no lo llevo. Él estaba ahí, en todo caso viene también conmigo. Sí que es cierto que cuando te despojan de todo, de una realidad social, familiar, laboral, económica, casi no te queda más que mirar para arriba. Eso es un símbolo también. ¿Dónde colocamos a Dios? Pues miramos para arriba, es lo único que nos queda a veces cuando nos quitan el resto de defensas y el resto de las realidades personales. 

—Es la última salvaguarda.

—Es ¿dónde me agarro ahora que no me queda nada? Hay gente que no ha tenido esa experiencia religiosa en la sociedad por la educación, por la costumbre o por las circunstancias que sea. Cuando estás preso también tienes esa oportunidad de parar, reflexionar, de tomar un poco más conciencia de tu persona y de una realidad trascendente que también nos acompaña siempre, aunque no le demos importancia.

—¿Cómo es estar dentro?

—Es una situación muy difícil. Es una situación de dolor. No dejamos de sobrevivir a situaciones impensables a lo largo de la historia. Allí también se sobrevive. Las consecuencias son dañinas para la persona. El sobrevivir a un espacio hostil que no te cuida, que no está hecho para encontrar ese espacio de reflexión, de aprendizaje, sino que socialmente se toma como un castigo...

La cárcel no puede reinsertar. Si quieres enseñar a alguien a nadar, ponlo en el agua, no en la arena. Y la cárcel es apartarte del medio natural en el que vas a vivir o en el que vas a desarrollar tu vida. Es muy complicado, pero las cárceles o las formas de cumplir las condenas tienen que ser diferentes. Hay otras medidas como el arresto domiciliario, el trabajo en beneficio de la comunidad...

—Mecanismos de reinserción, en definitiva.

—El estar encerrados no arregla las cosas y más años de condena tampoco. Es verdad que hay delitos y hay situaciones que son muy dolorosas y que la sociedad tiene que poner freno de alguna manera, pero el estar cerrados más tiempo no... Tenemos limitada la condena en España a los 30 años, pero es que cinco años son muchos ya para una persona. 10 años, 11 años... Es que sales y el mundo ya es distinto. Las personas, los amigos... Has perdido contacto con con tanta gente y tantas situaciones... Es tremendo el cambio.

Fermín, durante la entrevista con EL ESPAÑOL.

—¿Qué le puede decir un capellán a alguien que está privado de libertad?

—Lo primero que hablamos siempre es de la propia persona, de sentirte a gusto contigo, sentirte a gusto con tu vida, con tus decisiones. Poder reconocer que me he equivocado. Poder reconocer que alguien me considera como una persona más. Que yo no pierdo la dignidad, aunque me equivoque, aunque cometa delitos. Yo no he perdido mi dignidad. Sigo teniendo los mismos derechos. Ese es el primer paso para poder plantear cualquier intervención.

Yo hago siempre referencia a la familia, a los amigos. Es verdad que a veces te dejan solo cuando estás en la cárcel. Porque también el que está fuera se siente mal. Yo era tu amigo y me siento ofendido. ¿Cómo lo reparamos? Restituimos las relaciones, la realidad... Es algo que trabajamos y que se está instaurando en las cárceles. Es el hecho de trabajar en la justicia restaurativa. No tanto en castigar, sino aprender a recuperar los espacios que hemos interrumpido, hecho inviables... Esa es una de las teorías importantes en las que trabajamos.

—¿Ha visto la polémica de la ley del sí es sí?

—El que tiene derecho a rebaja, que se la rebajen, pero ese no es para mí el elemento principal de la ley del sí es sí. En algunas situaciones puede ser, pero no deben ser revisables en bulto ni la mayoría. Si ha cambiado el delito y tengo derecho a una rebaja, que se haga. Pero no por beneficiarme sin más, sino por vivir la realidad de la justicia. Eso no debe desproteger a nadie. Ni victimizar a las víctimas, ni criminalizar a los victimarios. El equilibrio es muy difícil y la sociedad está muy alterada y enconada como para decir que vamos a hablar de esto. Se dicen muchas tonterías y hay que esperar las directrices. Había órdenes anteriores para decir que esas condenas ya no se revisaban. Si entran en la horquilla, pues ya está. El que tenga derecho, que se lo rebajen, pero eso no puede suponer indefensión y miedo para las víctimas. Nunca. Ni con esta ley ni con ninguna.

—¿Qué es lo que más le ha sorprendido en los últimos seis años en la cárcel?

—La cantidad de gente buena que hay en la cárcel. Hay mil circunstancias que te llevan a ciertos precipicios y da igual el motivo: drogas, problemas mentales, ideologías, lo que sea... A partir de ese momento, descubres que en esas personas hay una vida y una dignidad que hay que recuperar. 

—¿Encuentra el Evangelio en la cárcel?

—Vamos con él. Vamos con el espíritu y la palabra de Jesús. Celebramos la vida, la fe, la esperanza... Lo expresamos con la caridad, el amor y el perdón como dices. Sirve que vaya una persona como ser humano, pero cuando entramos como pastoral, vamos con el evangelio. Es una de las bienaventuranzas: estuve en la cárcel y vinieste a verme. Esa obra la tenemos un poco olvidada. Pero es la tensión de la propia vida; de mi propia indefensión. A veces lo descargamos contra otras realidades y nos olvidamos de la misericordia.

—¿Qué le ha enseñado la cárcel?

—Aprendemos siempre, pero aquí se viven situaciones más complejas. Descálzate porque está pisando tierra sagrada. ¿Recuerdas esa bienaventuranza? Da igual donde estés y con quién estés. Me parece que en el mundo de hoy de fotos, de luz, de prisa, de dinero... Nos perdemos en la propia carrera de cada uno. Estar con personas siempre es enriquecedor.

Después de todo, Fermín parece tener un gen constructor dentro. Unas veces lo hizo con techos y, ahora que no puede, ayuda a las personas a reparar sus propios daños. O quizás viva todas las vidas de aquellos que le confiesan sus pecados añorando, ya sea en cuerpo o espíritu, la libertad.