“Empezó a tener contacto conmigo en zonas comunes, a meterse en mi cuarto. Primero, las conversaciones eran sobre cualquier cosa, pero, después, empezó a hablar de sexo: se metía en mi cama y me decía que no me convenía la masturbación. Entonces, me metía la mano por debajo del pantalón del pijama y me decía que no me tocara”.

El relato de Miguel Hurtado, inevitablemente, estremece. Él fue la primera víctima en denunciar a Andreu Soler, el monje de Monserrat. Primero, sin decir su nombre, hablando en genérico de un cura, como hizo en esta entrevista con EL ESPAÑOL; y después, acusándolo directamente y aportando pruebas. “Ahora, me han dado la razón”, celebra. La comisión creada para investigar los abusos sexuales en la Abadía ha concluido que el religioso era un “depredador sexual y un pederasta”.

Durante 40 años, Andreu Soler, responsable de la agrupación católica Els Nois de Servei de la Abadía de Monserrat, siguió el mismo modus operandi. Auscultaba desde la lejanía a los niños, se acercaba, establecía una relación con ellos y trataba de ganarse su confianza. Y, después, abusaba de ellos. Lo hacía, al principio, sin violencia, ‘atacando’ a los más débiles. Era lo más sencillo para él. Pero, según fue pasando el tiempo, fue “agravando el delito”, como refleja el informe de la comisión. “Utilizó la violencia” contra algunas víctimas e incluso fue a por chicos a los que ni conocía.

Todo, disfrazado de una inocencia que eludía cualquier sospecha. “Era una persona muy carismática y activa, que siempre proponía cosas. Fundó, por ejemplo, la peña barcelonista, y era el encargado de la peregrinación anual a Lourdes para acompañar a los enfermos. Todos lo respetaban por su tendencia a involucrarse en temas sociales”, explica el propio Miguel Hurtado.

Andreu, el "depredador sexual de Monserrat", saluda al Papa.

Ese talante, sin embargo, no era mas que una pose. En la Abadía sabían lo que hacía; estaban avisados. Podrían, incluso, ante los hechos relatados por las víctimas, apartarlo o, como mínimo, pararle los pies. La primera denuncia de un abuso se remonta a 1972 y la más reciente a 1999, siempre correspondiente a adolescentes entre 15 y 18 años. Es decir, lo estuvo haciendo durante mucho tiempo sin que nadie le pusiera trabas, dejando “huellas y consecuencias emocionales y psicológicas imborrables” en los adolescentes.

Él y muchos otros, porque esos abusos en la Abadía no fueron sólo monopolio de Andreu Soler, fallecido en 2008, sino también de algunos de sus compañeros. El informe de la comisión revela dos casos hasta ahora desconocidos por parte del que fue responsable de la Escolanía de Monserrat, V. T. M., cometidos en 1968. Ese monje fue apartado, pero no recibió castigo. “Sé que salió de la Iglesia y hasta que se casó. Espero que no haya tenido hijos. No tiene antecedentes, así que, imagínate, podría estar en contacto con niños”, lamenta Miguel, que ahora vive en Londres, donde ejerce de psiquiatra. 

El popular “depredador sexual”

Andreu era un monje popular. Había fundado Els Nois de Servei y todos los padres se fiaban de él. No había ninguno que dudara ni de sus métodos ni de sus valores. El propio Miguel acudió porque la madre de un compañero de clase se lo aconsejó a su madre. “A mí también me parecía bien. Aparentemente, era un lugar apropiado para que estuviéramos”, recuerda. Él, con su amigo, subía un fin de semana al mes a la abadía para ayudar en las actividades religiosas. Llegaban el viernes por la noche y se quedaban hasta el domingo por la noche. Es decir, dormían allí, en compañía de los monjes y con el “depredador sexual” controlando los cuatro grupos de jóvenes. 

“Andreu era uno de los más queridos por los chavales”. Lo manejaba todo y, además, en seguida lograba caer bien. Era su táctica. Allanaba el terreno con buenas palabras para después ir al grano. Con Miguel, por ejemplo, empezó a hablar cuando llevaba un año subiendo a la Abadía. “Tenía conversaciones conmigo en el comedor después de cenar. Se interesaba por mi vida porque, entonces, tenía algunos problemillas familiares. Entonces, me pareció que era un adulto con el que podía tener confianza, que se preocupaba por mí… Teníamos buena relación”, recuerda.

Miguel Hurtado recoge firmas para que los delitos de abusos y agresiones sexuales no prescriban hasta los 55 y 65 años.

Pero, pasado un año, todo empezó a cambiar. Pasó de las zonas comunes a la intimidad de las habitaciones. Acudía a la de Miguel y le empezaba a hablar de sexo. Hasta que llegó ese día en que le metió la mano por debajo de los pantalones del pijama. Fue su primera incursión; el primer aviso. Y Miguel, como otros muchos que sufrían de lo mismo, se quedó perplejo. Fruto de la edad, tembloroso ante el nerviosismo que ofrece la adolescencia, no supo reaccionar.

Durante un año, continuó abusando de él. Y, seguramente, de algunos otros. Nadie lo sabía. Ni siquiera ellos se atrevían, entre compañeros, a hablar de lo que estaba ocurriendo. “Y él, una vez hecho eso, se envalentonaba. Hasta que un día me dio un beso en la boca y después me intentó dar un beso con lengua. Me quedé en shock. No sabía qué hacer. Fue la gota que colmó el vaso. Tenía 16 años y dejé de acudir”, lamenta.

Pero Miguel, como otros muchos de sus compañeros que callaban, siguió preocupado. Él se había ido, pero Andreu permanecía en la Abadía recibiendo niños. “Hablé con Josep María, un monje, y le conté lo que había pasado. Él me dijo que hablaría con el abad Bardolet”. Dio igual. Ninguno movió un dedo. En silencio, guardaron el secreto. No fue hasta el año 2000, ya con el abad Soler, cuando lo apartaron. “Entonces, se lo dije a mis padres, ellos se lo comunicaron a la Abadía y la Iglesia decidió apartarlo. ¡Pero, imagínate, llevaba 40 años haciendo lo mismo!”, recuerda, indignado.

Miguel Hurtado, en Naciones Unidas luchando para que se castiguen los delitos de abusos y agresiones sexuales a menores.

Sus padres, católicos, decidieron hacer caso a la Iglesia y 'esconder' los abusos públicamente. Les prometieron en la Abadía que el problema lo arreglarían de puertas para dentro. Nunca lo hicieron. Como tampoco lo hicieron otros padres de otros adolescentes. Los abusos de Andreu continuaron escondidos bajo una caja fuerte indescifrable. Miguel, como el resto de chicos de los que abusó, no podían entenderlo. Pero Miguel no se conformó. Siguió en su lucha.

Murió sin castigo

Andreu murió en 2008. Se fue sin recibir castigo. De hecho, hasta llegó a ser homenajeado en un libro. Hasta que Miguel decidió convocar una rueda de prensa. Había grabado sus conversaciones con el abad y tenía pruebas de lo que se había escondido bajo las paredes de la Abadía de Monserrat. Ese mismo día, recibió nueve mails de otros jóvenes que decían haber recibido abusos. A la propia Abadía no le quedó otra que formar una comisión de investigación con pruebas tan concluyentes como alarmantes: el monje, durante 40 años, abusó de niños.

El informe, a su vez, desvela que el anterior abad, Sebastià Bardolet, no tomó ninguna decisión a pesar de que Josep María Sanromà, ahora en Roma, le habría trasladado la confesión de una víctima. En la Abadía hicieron oídos sordos y la justicia sigue sin querer castigar a los curas pederastas. La ley establece que esos delitos prescriben en cinco años para el caso de abusos y de 10 para el de agresiones sexuales. “Lo que queremos es que puedan ser castigados hasta los 65 años”, sentencia Miguel. Ese es su deseo; su lucha. Al fin y al cabo, muchos como él han vivido, desde entonces, con problemas psicológicos derivados de aquellos lamentables sucesos. Una pena de por vida, sin haber hecho nada. 

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