Tengo 46 años. Suelo coger el taxi con enorme frecuencia, sobre todo por el centro de la ciudad, donde tengo la oficina y la mayoría de las gestiones cotidianas. Esta semana, al mediodía, uno de ellos me esperaba a mí y a mi acompañante. Nos recogió delante de la Biblioteca Nacional. El trayecto apenas iba a durar unos 15 minutos, pero lo que ocurrió en ese entonces nos resultó a ambos de lo más sorprendente.

Dejamos a una persona en torno al número 70 del Paseo de la Castellana. Esa era la primera parada. Luego debíamos continuar hacia el destino definitivo, situado en la calle Núñez de Balboa, esquina con Padilla. 

Eran las doce y media de la mañana. Durante la segunda parte del trayecto fue cuando ocurrieron los hechos. Comenzamos a fijarnos en el conductor desde el primer momento que nos subimos al vehículo. El hombre intentó entablar conversación. 

El taxista iba con las ventanillas bajadas por el centro de la ciudad. No nos fijamos hasta subir al coche, y no imaginábamos lo que ocurriría después. Cuando mi acompañante se apeó del vehículo, y proseguimos el trayecto, advertí que el conductor iba fumándose un cigarrillo. 

La experiencia que se vivió desde ese momento fue de lo más surrealista. El hombre siguió dando caladas al pitillo durante los siguientes minutos del trayecto. Solo se fumó uno. Me pregunté: qué hago. No me atreví a decirle que lo tirase. Resultaba enormemente desagradable. 

Pocos minutos después, en uno de los semáforos en rojo, el taxista abrió la guantera y sacó un bolígrafo y un cuaderno de tamaño rectangular. Era una libreta de hacer crucigramas. En el siguiente semáforo, cuando se paró, lo abrió y comenzó a elaborar uno de ellos. 

El crucigrama al volante

No apartó la revista en ningún momento. En cuanto el coche se detenía a causa de un atasco, o del siguiente semáforo, el conductor volvía su vista a la libreta y proseguía rellenando las casillas de la hoja de pasatiempos. Al ponerse el vehículo de nuevo en marcha, volvía su vista a la carretera. Eso sí, conduciendo sin soltar la revista, ni tampoco la mano del volante. Me iba aguantando y callando, pero al final terminé preguntándole. 

Unos minutos después, algo antes de llegar a nuestro destino, le hablé desde la parte de atrás del automóvil inquiriéndole acerca de su actitud en la conducción: "Tal y como están las cosas, ¿no le llaman la atención?". No me dijo nada. Me refería al conflicto que hay con el sector del taxi y con las VTC. Y al hecho de que llevaba diez minutos conduciendo mientras elaboraba un crucigrama y se fumaba un cigarro.

No comentó nada en el resto del trayecto. Nos había saludado al principio y después intentó entablar conversación. Después de verle con la libreta y el bolígrafo, absorto en cosas importantes y oportunísimas cuando uno conduce por el centro de una gran urbe, le pregunté por ese detalle en concreto. Si solía hacerlo y si era una actitud normal. Si ese era su día a día: no volvió a abrir la boca.

Así las cosas, me aguanté, me callé y no volví a comentar nada al respecto. Al llegar al destino pagué religiosamente la factura de 9,65 euros. Bajé del coche. El taxista arrancó y se perdió entre la marea de turismos del centro del barrio de Salamanca. 

Suelo moverme en taxi por la ciudad desde hace ya bastantes años. Es mi medio de transporte habitual. Como no conduzco, lo utilizo en multitud de ocasiones a lo largo de la jornada y de la semana. Por eso conozco el sector del taxi fenomenal. He tenido cientos de anécdotas en ellos. Ha habido épocas de coger siete u ocho en un mismo día. 

Últimamente, eso sí, recurro con mayor frecuencia a los servicios de Cabify: en gran medida por la limpieza, por la amabilidad y por el precio. Y creo que empezaré a escogerlos a ellos más veces como primera opción.