—Adrián, ¿qué pasó en el hospital?

—Me dijeron cuando llegué que estaba vivo. Pero ya estaba muerto. Me engañaron. Cuando me dijeron que mi hijo estaba muerto, entré en shock. Pero no dije “¡voy a matar a los de las batas blancas!” ni nada de ir con escopetas. No me acuerdo de haberlo dicho.

—¿No pegó a nadie?

—No toqué a nadie. No lo pagué con nadie, lo pagué conmigo mismo. Me daba cabezazos, me quería tirar por la ventana. Yo me volví loco, yo me volví loco. Ponte en mi lugar.

Habla por primera vez el padre cuya reacción ante la noticia de la muerte de su hijo prematuro este martes en el Hospital Materno Infantil de Granada lo ha convertido a ojos de la opinión pública y de la comunidad médica española en paradigma de la violencia que ejercen algunos pacientes y familiares contra los sanitarios. Que sea gitano lo convierte además, a ojos de muchos, en exponente de la agresividad en clan que atribuyen a toda su etnia sin distinción. Su estallido de furia acabó con una denuncia desde el hospital público por golpes, amenazas de muerte e insultos de los que habrían sido víctimas dos pediatras y una enfermera.

'El Gatico', callado ante la Policía

Pero el testimonio completo que Adrián Heredia, 'el Gatico', de 18 años, presta sobre lo ocurrido antes y después de la muerte de su hijo Ibrahím describe una realidad más matizada. En una entrevista en exclusiva con EL ESPAÑOL, el joven padre da por primera vez su versión de los hechos. Ni siquiera ha hablado ante la Policía Nacional cuando lo detuvieron este jueves, pues en comisaría, donde pasó una noche en los calabozos, prefirió callar. Se lo aconsejó su abogado porque, asegura, al juzgado de Granada que instruye el caso no le ha llegado aún “ningún parte de lesiones” frente al que responder.

‘El Gatico’ tiene 18 años.

Su semana ha sido tremenda: cuenta que el lunes su hijo estaba “bien” cuando fue a verlo con su mujer, Verónica, al hospital; el martes Ibrahím murió y él sufrió la explosión de ira que desembocó en la denunciada agresión a los médicos; el miércoles lo enterraron a las 11 de la mañana en el cementerio de Nuestra Señora de los Remedios de Iznalloz, su pueblo granadino, a la vez que su historia se convertía en noticia nacional; el jueves, horas después de que por la mañana personal sanitario del hospital se manifestara a las puertas del centro pidiendo más recursos para garantizar su seguridad (éste, denuncian, ha sido el séptimo incidente violento en la provincia de Granada desde septiembre), detenían a Adrián y lo llevaban a pasar la noche entre rejas; el viernes lo pusieron en libertad.

Este sábado conversaba por teléfono con EL ESPAÑOL para explicarse, pedir “perdón” a quien haya hecho daño y pasar al contraataque: dice que se plantea denunciar al hospital porque no le han dado aún el resultado de la autopsia a su hijo ni, afirma, le han explicado por qué murió. Este domingo, sigue su duelo.

Iznalloz, con un 40% de población gitana

El hombre desencajado y fuera de sí al que vieron en la quinta planta del hospital, en la sección de Neonatología, no es ya el que ahora cuenta su historia sereno, racionalmente, mostrando una madurez mayor para su edad. A sus 18 años, él ya ha sido padre responsable y se gana la vida trabajando como temporero agrícola. Vive con su mujer, Verónica, también de 18 años, en el hogar de la madre de él, una casita adosada en la barriada Primero de Mayo, a las afueras de Iznalloz. Este municipio de 7.000 habitantes enclavado en la comarca de los Montes Orientales es conocido por los demógrafos por tener, con un 40%, la mayor proporción de vecinos gitanos en la provincia de Granada, que a su vez es la que registra más habitantes de entre los alrededor de 750.000 españoles romaníes. La Fundación Secretariado Gitano calcula que entre 40.000 y 45.000 de los 900.000 residentes de la provincia son gitanos (algo menos del 5% de la población total).

Adrián Heredia, a quien también conocen en su pueblo como El Gatico en referencia a su padre, El Gato del barrio de Domingo Pérez, alerta al periodista de que ha detectado un error en algún medio de comunicación: “Han puesto una foto de un hombre con una pistola diciendo que soy yo, ¡pero si no soy yo!”, dice indignado pero sin levantar la voz. “También han publicado que dijimos que íbamos a ir con escopetas a matar a los médicos. ¡Pero cómo vamos a matar a los médicos, si somos trabajadores!”. Este joven padre no es delincuente sino jornalero del campo. Va a recoger uvas, aceitunas, naranjas, lo que toque en Andalucía y fuera de ella según el calendario de las campañas agrícolas. Cuando no hay trabajo en las fincas ajenas, recoge y vende chatarra.

En septiembre tocaba la uva y se fue con su mujer y sus suegros a vendimiar como temporeros en la provincia de Cuenca, aunque aclara que su pareja, embarazada de seis meses, no iba a faenar. El 19 de septiembre, a la primeriza Verónica se le adelanta el parto y su hijo Ibrahím nace prematuro, “seismesino”, en el hospital de Albacete, el más cercano a su tajo en la vendimia. “En Albacete le hicieron la prueba del talón y nos dijeron que iba muy bien, y por eso lo trasladaron a Granada”, cuenta su padre. Un mes después del parto adelantado, dada la evolución favorable del niño, el 18 de octubre lo llevan en una ambulancia con UVI móvil hasta la sala de incubadoras de la Unidad Neonatal del Hospital Materno Infantil de Granada, perteneciente al complejo del Hospital Universitario Virgen de las Nieves, del Servicio Andaluz de Salud, para estar más cerca del lugar de residencia de los padres en Iznalloz, que está a 40 kilómetros (unos 35 minutos en coche) al norte de la capital.

El juez lo dejó en libertad.

Durante las semanas siguientes, la vida de los padres consiste en ir y venir cada día desde Iznalloz al hospital, casi siempre en autobús, para estar con su hijo durante la jornada y regresar a casa por la noche. El sábado y domingo, cuando no hay conexión en autobús y no tienen a nadie que los lleve en coche, se tienen que conformar con llamar por teléfono al hospital para que les informen sobre cómo ha pasado el día su pequeño. Ibrahím parece evolucionar bien.

—¿Cómo estaba?

—Ya le habían quitado todas las máquinas y le mantenían la de la respiración al mínimo. Nos decían que ya sólo le faltaba ganar 400 gramos para que nos lo pudiéramos llevar a casa en unos días. Nos habían dicho que supuestamente estaba malo de la tripa, luego que no, que estaba bien. Nosotros vimos que ya hacía caca bien.

Durante más de dos semanas pasaron muchas horas con el personal médico de Neonatología, pediatras hombres y mujeres jóvenes a los que se refiere, sin tono despectivo, como “aprendices”.

—¿Cómo era su relación?

—No habíamos discutido nunca con ellos, al revés, nos llevábamos bien.

Este pasado lunes, 5 de noviembre, la madre y él visitan como de costumbre a su hijo para pasar el día a su lado. Se preocupan entonces al ver que al niño, después de que un miembro del personal le introduzca una sonda en el ano para extraer los excrementos, se pone a vomitar, algo que le extraña porque hasta entonces “el niño hacía caca bien”. Vuelven al pueblo y a la mañana siguiente, martes 6 de noviembre, recibe una llamada del hospital a las 9.05 o 9.06 horas para que acudan, porque el pequeño ha empeorado. A los jóvenes padres los lleva en coche rápidamente su tío. Llegan a la quinta planta, a la Unidad Neonatal, antes de las 10.30 horas. No los recibe ninguno de los jóvenes pediatras con los que han tenido relación diaria, sino el jefe del servicio, un pediatra veterano. Adrián y Verónica se ponen sus habituales y preceptivas batas blancas con el logotipo del SAS para entrar a la sala de incubadoras, como la que luce ella en la foto con su hijo en brazos que enseña hoy el padre a EL ESPAÑOL.

Precisa Adrián que en ese crítico momento pasan sólo a las incubadoras su mujer y él, y que fuera en la planta permanecen los tres parientes con los que han venido en coche: la madre de Adrián, su tío y la esposa de éste. Los Heredia suman cinco en total. Los parientes que llegarán después se quedan en la puerta del hospital.

—¿Vio a su hijo?

—Lo vi en la incubadora, con todas las máquinas puestas. El médico me dijo que había empeorado por la noche pero que aún estaba vivo. Pero yo veía que la máquina del corazón estaba a cero. Me engañaron y me siguen engañando. ¿Por qué no me llamaron por la noche? Salí, y luego mi mujer volvió a entrar a hablar con el médico, salió y me dijo: “El niño está muerto”. Ese médico mayor, con quien yo no había hablado nunca, me dijo entonces que estaba muerto. Le pregunté que de qué había muerto, y me dijo que no era adivino, que le iban a hacer la autopsia. Le dije que yo no quiero que él haga la autopsia, que yo pago para que un forense le haga la autopsia. “Que yo se la quiero hacer’”, me dijo. Pero yo no se lo firmé.

Explica Adrián Heredia que fue en ese trance, al recibir la confirmación de la muerte del niño de boca de su mujer y después del médico, y al discutir con éste sobre la autopsia y las causas del fallecimiento, cuando su mente quebró. “Me volví loco”. Dice que lo único que recuerda es que se puso a darse cabezazos y golpes en las paredes (le duele aún una mano), pero siempre, asegura, contra sí mismo, no contra el personal sanitario. “Me quedé en blanco, ya no recuerdo lo que pasó después”.

Niega las amenazas

En su brote de desesperación violenta, daría el portazo que le golpeó en una ceja a la enfermera que estaba detrás, a la que tuvieron que poner varios puntos de sutura. Niega que él profiriera la amenaza de “voy a cargarme a todos los de las batas blancas”, en alusión a cualquier sanitario; batas blancas como las que, paradójicamente, él mismo llevaba cuando había visto a su hijo muerto hacía unos instantes. Y si lo dijo, añade, no es consciente ni guarda recuerdo de haberlo dicho. Sí recuerda que su tío lo aplacó y se lo llevó a la calle, y que su madre, “que está enferma del corazón, se desmayó y se cayó al suelo”.

El niño nació en Albacete y, cuando fue posible, lo trasladaron a Granada.

 El relato que ha trascendido esta semana, basado en declaraciones de trabajadores y representantes sindicales cercanos al personal afectado,

Esta medida atrajo al lugar a los dos vigilantes de seguridad del hospital materno infantil y avisó a la Policía, que envió una treintena de efectivos para atajar una posible escalada violenta por parte de éstos y otros familiares. La versión que cuenta el acusado señala, por el contrario, que él no pegó ni amenazó a nadie, si bien admite su estado de frenesí, “contra mí mismo”. En otras palabras, que a su juicio la historia que se ha consolidado hasta ahora exagera los hechos, añadiendo a un episodio indiscutiblemente grave detalles fabulados.

Cruce de versiones

Esta idea concuerda con lo que el jueves contaba a EL ESPAÑOL la presidenta del sindicato de enfermería Satse en Granada, Fayna Gómez. Respecto a la agresión física denunciada, consiste en el portazo que abrió una brecha en la ceja a la enfermera, y una “bofetada” que una de las “abuelas” le dio a uno de los dos pediatras, al más joven (no al jefe de servicio). Así lo precisaba la representante sindical, minutos antes de la concentración de personal de salud a las puertas del Materno Infantil para denunciar lo ocurrido y reclamar a la Junta de Andalucía más recursos que garanticen su seguridad y eviten el “aumento” de agresiones de este tipo en la provincia (siete desde septiembre). La presidenta del sindicato de enfermería indica que las agresiones registradas las protagonizan personas de diferentes perfiles sociales y que “de ningún modo” se pueden achacar a un supuesto patrón de conducta gitano.  

En principio, la Policía buscaba como responsables de la agresión denunciada a Adrián y a una mujer. Él dice que su madre no pegó a nadie porque está enferma del corazón y se desmayó, y niega que su tía y su tío atacaran al personal. “Estábamos nosotros cinco en la quinta planta, nadie más de mi familia. Los que vinieron después, se quedaron abajo en la puerta de la calle, donde había treinta policías”.

Aunque estaba identificado, la Policía prefirió en medio de esa gran tensión en el hospital no detenerlo inmediatamente, para evitar nuevos incidentes. El padre se volvió con su mujer y los suyos a Iznalloz a digerir la pérdida del hijo e iniciar el duelo, dejando atrás a varios pediatras y enfermeras heridos íntimamente a su vez por la violenta reacción del joven y los reproches que la familia había arrojado sobre sus cuidados al bebé, cuya muerte también les afectaba.

"No me han dado los resultados de la autopsia"

Al pequeño Ibrahím le efectuaron ese mismo día la autopsia. “Han dicho que una autopsia, luego que dos; a mí no me han dado aún los resultados, sólo un papel de lo que sospechan que ha muerto, pero yo no sé qué es”, critica. El día siguiente, miércoles, enterraron el cadáver en el cementerio de Iznalloz a las 11 de la mañana, acompañados en el sepelio por unas 300 personas, en un ambiente de dolor tranquilo, sin incidentes y sin presencia policial, según apunta a este periódico un responsable de la Funeraria Sabanas.

"No amenacé a nadie".

Adrián Heredia no se escondió. Al contrario. Un día después, el jueves por la tarde, horas después de la protesta allí mismo de los trabajadores sanitarios contra el episodio que él había desatado, fue de nuevo al hospital para reclamar informes sobre la muerte de su hijo. Había llamado por teléfono y ya lo esperaba el pediatra jefe que le había dado la noticia dos días antes, acompañado por los dos guardias de seguridad del edificio. El Adrián que vino a verlo volvía a ser un hombre en sus cabales. Recuerda que el doctor y él mantuvieron este diálogo:

—Le pido perdón si le he hecho daño.

—Lo siento también por la muerte de tu hijo.

El pediatra jefe agregó:

—La Policía está detrás de ti. Te están buscando.

Adrián dice que el doctor le aceptó sus disculpas. “Si yo tengo que pedir perdón, lo pediré”, añade sobre las consecuencias personales y judiciales de su brote de ira y pena.

Tras la conversación con el médico, no huyó. Al salir del hospital, lo esperaba la Policía para detenerlo y llevarlo a los juzgados de La Caleta en Granada. Lo trasladaron a un calabozo en otro edificio para pasar la noche. Por recomendación de su abogado, dice, optó por no declarar ante los agentes, ya que a la jueza que tramita su caso (no recuerda si es del Juzgado de Instrucción 6 o el 7) no le habían llegado partes de lesiones del hospital. “No me llevaron a declarar ante la jueza y el viernes me dejaron en libertad a la una y media de la tarde”. Dice que no sabe de qué cargos exactamente le acusan.

Verónica, la madre del niño, fue este mismo viernes al hospital para también pedir informes. “La enfermera que la recibió y una secretaria le hablaron de malas formas”, reprochándola por el incidente de tres días atrás, según Adrián. “Mi mujer no quiso discutir y se fue llorando”.

La enfermera y los dos pediatras afectados ya han vuelto a su trabajo de cuidar y salvar a más niños como Ibrahím. A sus padres les espera ir pronto al suyo de jornaleros, a recoger aceitunas para seguir ganándose la vida. A sus 18 años, la tienen toda por delante.

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