Torremolinos

Todo comenzó en París. Corrían los locos años 20 y, con el verano desperezándose, listo para salir a escena, un matrimonio argentinoestadounidense recibía a su primera hija, un bebé de pelo moreno que llamarían Sara Angela, Sally, cariñosamente. Era el 19 de junio de 1926 y la vida, a ritmo de charlestón, les sonreía.

Sus padres, una pareja formada por un bon vivant, el acaudalado bonaerense Martín de Alzaga Unzué, conocido por todos como Macoco, y una señorita estadounidense de buena familia, llamada Gwendoline Mary Robinson, eran unos habituales de las páginas de sociedad de la época. Vivían entre algodones, sustentados por las respectivas fortunas familiares. Millones y millones que desembocaban en su pequeña bebé, hija única.

Y Sally creció rodeada de riqueza. El lujo fue la más constante de sus compañías, además de los animales, dado que sentía una gran debilidad por los perros. Así, en la etapa final de su vida, cuando optó por instalarse definitivamente en la casa familiar de la Costa del Sol, decidió darle a sus 125 mascotas la existencia de pompa y boato que ella había mantenido siempre, como si de los Aristoperros se tratara. Les legó su fortuna. Les nombró sus herederos. Vida de reyes más allá de la muerte.

A la izquierda, Martín de Alzaga Unzué, mejor conocido como "Macoco", padre de Sally. LA CAPITAL

De profesión, adoptante de perros

Sally, con grandes y expresivos ojos, dedicó su vida “a los animales”, afirma un letrado malagueño y albacea de parte de su herencia en conversación con EL ESPAÑOL. Tampoco necesitaba trabajar para sobrevivir. “Sentía, sobre todo, devoción por los perros. Perro que veía, perro que acogía”. Ella era distinta: no le gustaba la vida que habían llevado sus padres.

Fuera fiestas, fuera viajes. Apenas salía de casa, según afirma el servicio que la acompañó mientras estuvo con vida. Sally o la señora, como se siguen refiriendo a ella sus trabajadores— llevaba una vida muy “sencilla”. Eso sí, con millones en el banco.

La riqueza de Sally Alzaga Robinson no era cuestión de una única generación. Macoco, su padre, era un playboy: con una incipiente carrera automovilística, que le permitió correr incluso las 500 millas de Indianápolis o a competir en el circuito italiano de Monza, tenía un placer culpable. No era otro que las mujeres. Se le atribuyen romances con Rita Hayworth, Gloria Swanson y Dolores del Río.

Gwendoline Robinson, de frente, en el Gran Premio Carlos Pellegrini de 1930. Revista Caras y Caretas (1930)

Su padre, un habitual de la jet set de los años 20

Macoco era un miembro notable de la alta sociedad argentinaEntre sus amigos estaban Maurice Chevalier, Charles Chaplin, Mistinguett —a los 3 les enseñó a bailar tango—, los Windsor o Ginger Rogers. Era tataranieto de uno de los alcaldes de Buenos Aires, Martín de Alzaga, y supo aprovechar su situación para hacer siempre lo que quiso. Dio con sus huesos por colegios de todo el mundo, hasta que lo internaron en un castillo en Francia. Y allí, en la localidad costera de Biarritz, conoció a Gwendoline. Ella era hija de los Marqueses de las Claras y descendiente de uno de los más importantes ingenieros civiles estadounidenses que implantó el ferrocarril.

Juntos recorrieron el mundo de acto social en acto social. Establecieron su residencia en París, pero eso no les impedía ir a esquiar a Uruguay o veranear en Torremolinos (Málaga). Disfrutaban de las fiestas, de las compañías. De cambiar de ambientes. Aunque su matrimonio, que se selló en 1925, únicamente duró 8 años, según el periódico argentino La Capital.

La pequeña Sally creció visitando el mundo con sus padres, pero, en cuanto tuvo en su mano las riendas de su vida, se hartó. No se movió de Torremolinos: allí se casó con el empresario Juan Manuel Figueras Everhart y allí vivió, coleccionando perros. Su familia era el servicio, y esa fue una máxima que mantuvo hasta sus últimos días.

Sally sólo se relacionaba con los perros

“Ella no se codeaba con la jet. Estaba atendida por gente que la cuidaba y su carácter era el opuesto al de sus padres: no salía de la casa más que para la peluquería”, cuenta uno de sus albaceas, que estuvo trabajando para ella durante 26 años. “Lo más lejos que la llevé fue Gibraltar”, admite.

Fue coleccionando perros y perros, hasta acumular en su enorme finca de La Pacaraima, en las colinas torremolinenses, más de un centenar de canes. Vivían a cuerpo de rey, “mejor que muchas personas, como ya me gustaría a mí”, ríe el letrado. Colchones viscoelásticos para cada animal, televisión en cada uno de los bungalós de obra que albergaba a las mascotas, calefacción para que no pasaran frío durante los suaves inviernos malagueños. Su alimentación era de primera calidad: “Los perros comen solomillo de ternera o pollo. Su pienso es el mejor del mercado”, indican.

Sally nombró herederos de su fortuna a sus perros. Detalló ante notario su testamento y cómo quería que se hicieran las cosas: los animales serían los sucesores del dinero y su antiguo servicio en la casa se dedicaría a gestionarlo. La idea que tenían era que continuaran en la finca en la que vivían. Pero algo trastabilló sus planes.

Una página de una revista de sociedad argentina dedicada a Macoco. Revista Caras y Caretas (1918)

Adiós a la vida canina de lujo

El ayuntamiento de la ciudad costasoleña le retiró el núcleo zoólogico de la finca, de más de cuatro mil hectáreas. Es el permiso que se necesita para poseer más de un determinado número de animales de compañía. En el caso de la Junta de Andalucía, son más de 5 mascotas. Las denuncias de los vecinos, que se quejaban de los ladridos constantes de los más de 100 perros que allí vivían, fueron suficientes.

Los herederos afirman que la “única solución posible” fue llevarlos a un terreno alquilado en la perrera municipal. Allí van a hacerse cargo de ellos durante varias horas al día. Limpian las jaulas, les asean y les alimentan. Mantienen que tienen todos los permisos en orden, y que la vigilancia veterinaria es estricta. Sin embargo, la asociación Resistencia Animal indica lo contrario.

Los animalistas apuntan que hay “perros de todo tipo, más mayores, más pequeños, algunos sin microchipar ni vacunar”, lo que chocaría con la camada que vivía con la millonaria. Y los albaceas de Sally, que falleció en 2011, responden, a preguntas de este periódico, que fue "una confusión con el resto de perros que teníamos acogidos. A nosotros nos piden o nos echan cachorros abandonados en nuestros terrenos. ¿Qué hacemos? ¿Los sacamos? Se nos parte el alma. Aquí están bien cuidados, aunque no tanto como nos gustaría si siguiéramos en la finca”.

Cuento sin final feliz (de momento)

Si todos los animales de Sally siguieran vivos, tendrían algunos “más de 25 años”, relatan fuentes municipales. “Los trabajadores que tenía viven de los perros, de cuidarlos. Y ahora viven con el patrimonio que los perros no utilizan, porque tienen su sueldo de mantenerlos”. Resistencia Animal afirma que reponen los animales cuando muere uno, pero ellos niegan la mayor. “Se nos puso una denuncia y se archivó: ¿por qué crees que sucedió?".

Lo cierto es que estos perros que un día lo fueron todo, con hectáreas y hectáreas para correr, y todas sus necesidades cubiertas hasta rozar la irreverencia, ahora duermen en cheniles. Un cuento, de momento, sin final feliz.

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