“Mamá, estoy en un monasterio desde hace una semana”. Le di la noticia por WhatsApp. La última vez que la mujer me vio yo tenía cuatro años menos, ningún tatuaje y nunca me había enamorado. Durante poco más de un mes la había estado engañando, fingiendo que las cosas en el trabajo iban viento en popa y que yo me encontraba plena y feliz. La verdad es que me estaba derrumbando. “Sí, vivo en el monasterio. Soy voluntaria”, continué. Mentir a mi madre ha sido relativamente fácil. Lo difícil es confesarse, abrirse, contarle que tu mundo se está viniendo abajo y ella no puede hacer nada para ayudarte.

Estoy aquí porque me echaron del trabajo “hoy y para siempre”, como decía José Emilio Pacheco. Estoy aquí porque los 1.300€ que me dieron cuando me despidieron no son eternos y había facturas que pagar. Estoy aquí porque necesitaba sanar. Y acaso, volver a creer en Dios.

Carolina, autora del reportaje, en plena faena de repostería. C.H

Toma de contacto

Hay un capítulo en Come, Reza, Ama -una película de Ryan Murphy- en el que la protagonista llora desconsolada en el suelo del baño porque no es feliz y, tras hablar con Dios un poco, comienza a serenarse. Es verdad que ayuda. Yo lo hice a lágrima viva el día que me despidieron del curro y conseguí pensar con más claridad. Quizá esto sólo funcione a la gente que ha sido educada en una religión, llámese como se llame el dios al que se le rece.

Inicié la búsqueda implacable en Google. “Voluntariados a cambio de trabajo y comida”, “vivir en hostales a cambio de trabajo”, “donación de óvulos” -sabía por una amiga que en ciertos sitios te daban unos 600€ a cambio o esa es la leyenda urbana que circula en el mundillo- “pruebas farmacéuticas a cambio de dinero” y otras tantas cosas de no tan buena reputación.

La abadía en la que Carolina vivió 43 días. E.E

Así llegué a la Abadía Cisterciense de Santa María y San Andrés de Arroyo, en medio de la nada, un poco más allá de Palencia. Los requisitos son sencillos: ser mujer, documentos de identidad y la carta de un Sacerdote que dé buenas referencias de ti. Aunque las cosas de Dios se cuecen aparte, tiene que ser un hombre el que hable bien de una mujer para poder ser aceptada. Intercambié un par de correos electrónicos y llamadas con la Madre Abadesa, María del Carmen, y comencé a preparar la inminente partida. Sólo compré billete de ida. De Madrid a Valladolid en autobús y después un tren hasta Alar del Rey, a donde fue a recogerme un trabajador del Monasterio.

La vida monástica

Hay algo de místico y estremecedor en San Andrés de Arroyo. Sus piedras centenarias guardan, además de las marcas del cantero, secretos que recorren las paredes queriendo contarse. Lo supe desde el momento en el que el coche salió de la carretera para adentrarse por un camino estrecho al pie de una montaña. Y cuando atravesé la entrada principal, con un rollo de justicia que antaño atribuía a la Abadesa jurisdicción para ser señora de la horca y cuchillo.

San Andrés de Arroyo, que pertenece al municipio palentino de Santibáñez de Ecla, tiene una historia que se remonta al año 1181, cuando fue fundado por Doña Mencía López de Haro. Además de una pequeña montaña, lo rodean prados y un riachuelo donde, según la leyenda, fue descubierta una imagen de San Andrés, de ahí el nombre. Y yo iba a vivir allí, entre la historia. “El ignorar lo que sucedió antes de nacer nosotros es como siempre ser niños”, según Cicerón. Y a mí acababan de soltarme en un gran parque de atracciones del que desconocía todo.

Carolina, al fondo, un día de trabajo en la pastelería. C.H

Me instalé en una casa a un lado de la entrada principal y frente a la Iglesia y el acceso al claustro. Llegué a ciegas, sin saber qué iba a encontrarme. La casa, totalmente amueblada y equipada con calefacción, televisión, lavadora e Internet, es de dos plantas. Los suelos son de una madera que cruje al caminar. Tiene cuatro habitaciones, tres de las cuales estarían vacías durante mi estancia, y dos baños. Todas parecen de hotel. Impolutas, con enormes camas y armarios, mesillas de noche y sillas. Y ventanas con vistas a la nada.

Esa misma noche las conocí. Me presentaron a 9 de las 12 monjas cistercienses. “No tengas miedo, estamos rezando”, me dijo la Madre Inés cuando me llevó al Refectorio, que es donde se sirven las comidas. Repartí 18 besos pero sólo hasta que ellas me ofrecieron la mejilla porque, ¿cómo saluda una a las esposas de Cristo?

Trabajo diario

Aunque todos los días parecen iguales, la rutina la misma y al sol apenas si se le ve, no estoy atrapada en el día de la marmota. Desayuno a las nueve, apertura de puertas a las 9:30; pastelería, comida a las 13 horas, siesta. Pastelería a las 16, salida a las 18. Cierre de puertas a las 19:45. Cena a las 20. Fregar los trastos de la cena a y media. En la cama a las 21. Y así un día tras otro, tras otro, tras otro. Se suceden presurosos, como las cuentas de un Rosario al escurrirse entre las manos.

La pastelería es un refugio. Quizá por la hermana que la regenta, Sor Milagros; una mujer que hace 66 años llegó al Monasterio y hace otras décadas más que prepara, pacientemente, las mezclas para los dulces que en San Andrés se venden. Ella me ha acogido con cariño y es por eso, tal vez, que encuentro cobijo en la pastelería. Porque es como volver al hogar, a los brazos de una abuela que ya no está. Hilamos nuestros días entre harina, azúcar y olor a pastas. Preparamos tortas, herraduras, empanadas de bonito, bizcocho, pastas de té y Raquelitos.

Raquel llegó a San Andrés de Arroyo con todo lo indispensable para enseñar a las monjas la labor repostera. Aunque al final abandonaría el Monasterio, dejó como legado unos lazos de hojaldre, bañados en azúcar glas, los Raquelitos, que se han convertido en el dulce emblema de San Andrés. Generalmente se elaboran los miércoles. Entonces la pastelería se vuelve un barullo de gente, bandejas y azúcar. Suelen producirse alrededor de 120 cajas de Raquelitos por semana.

Carolina, con los huevos empleados en la repostería cisterciense. C.H

Los fines de semana, cuando la pastelería cierra, abandono el delantal y me coloco un gafete que reza “Voluntaria” en negritas. En caso de que haya gran afluencia de turistas, asisto a Sor Angelina, la guía y sacristana de San Andrés. Me encargo de vigilar que los visitantes guarden silencio, sigan el orden del recorrido y se mantengan alejados del ordenador. Y si alguno me pregunta, revelo algún que otro secreto que la audioguía no dice.

Operación bikini

San Andrés de Arroyo es ideal para iniciar el régimen. Falso es el mito de que en los Monasterios se come a base de pucheros. O que la comida es más bien poca y te mueres de hambre. Se come como en casa. El desayuno es tradicional. Pan, mantequilla, mermelada. Café, Colacao. Para el mediodía, verduras o legumbres de primero. Pollo, pescado o carne de segundo. La fruta a perpetuidad en un pequeño plato. La cena consta de sopa y pescado. Un yogurt. El menú es el mismo cada semana pero no llega a hartar.

Los miércoles y viernes no se come carne porque son días de abstinencia. Aunque el canon 1251 del Código de Derecho Canónico sólo obliga a los viernes. Entonces solo corre el pescado y la tortilla de patatas.

Vista de la abadía cisterciense.

¿Por qué en San Andrés se hace operación bikini? Porque uno entra en una rutina diaria de alimentación que no suele respetarse en el ajetreo de la gran ciudad. Se sustituye la comida rápida o precocinada, se aleja uno de las tentaciones de hamburguesas y pizzas, del sushi. Al monasterio no llegan los repartidores de Just Eat, Deliveroo ni Glovo. Nadie va a venir a traerte montañas de carbohidratos. Y, a diferencia de las dietas que se practican en casa, el deseo de romperlas no existe porque sabes que las posibilidades de adquirir el codiciado manjar, son imposibles. No vas a encontrarte un Burger King a la vuelta de la esquina en kilómetros a la redonda.

La operación bikini en el Monasterio se completa con el riguroso horario de comidas -un poco guiri- y si a esto se le agrega el trabajo en pastelería donde uno se sienta más bien poco o nada, el resultado es la pérdida lenta de los kilos de más. No importa que uno esté a merced de comerse una pasta de té o un Raquelito, en San Andrés, todo es tan natural y fresco, que el cuerpo lo agradece.

En los ratos libres, el paisaje invita al jogging. A colocarse los auriculares y perderse entre los senderos que rodean el Monasterio, a llegar incluso a Santibáñez, pueblo fantasma vecino. Si no se está en forma, uno puede andar y andar y remontarse en largos paseos, lejos del mundanal ruido.

Lecciones de castellano antiguo

En San Andrés, el tiempo parece que está suspendido, que no pasa. No perdona, sin embargo. Sólo es palpable en las cabezas recubiertas con pelo blanco de la mayoría de las hermanas; en las palabras que han caído en desuso en el mundo exterior pero que ellas siguen empleando en el día a día y que tal vez sólo son típicas de la región.

Carolina, junto a una de las hermanas de la abadía. C.H

Aquí he aprendido que atrocar es secar; lo mismo que orear, que nosotros solemos emplear para poner algo y que el viento lo seque. En el Monasterio, se hace con un trapo, trapaja. Escullar es escurrir. Desmentido es una forma de colgar la ropa en el tendedero, casi por los bordes, para que se seque más rápido. A la cubeta le llaman herrada, pues antaño, antes de que llegaran los recipientes de plástico que conocemos, se fabricaban de metales o madera. A la acción de filtrar o colar el azúcar, por ejemplo, le llaman cribar.

Secretos del monasterio

Si un visitante viene a San Andrés, se entera de la historia del Monasterio. De la composición arquitectónica, de la identidad de Doña Mencía y sus andanzas por la corte de Alfonso VIII. No es sino viviendo entre las columnas románicas y hablando con las monjas, que uno aprende anécdotas y secretos celosamente guardados.

En el suelo de la Sala Capitular, donde descansan los restos de la fundadora y otras abadesas, fijándose a detalle, uno puede encontrar relojes de sol garabateados por el suelo. Si alguien que habita entre estas paredes te lo confía, verás un diminuto castillo en uno de los tejados, en honor a Castilla y León. Ellas te contarán que hace muchos años, las monjas vendieron, por cuatro pesetas, el Códice del Beato de Liébana a un trapero para poder comer. El famoso códice era una reliquia, un tesoro español que ahora se expone en la Biblioteca Nacional de Francia.

Te hablarán de los nazis y su paso por el Monasterio durante la Guerra Civil. Te dirán que acamparon en el patio trasero y permanecieron un tiempo en el actual locutorio. ¿A qué vinieron?, pregunto. A ayudar a Franco durante la Guerra, responde una de ellas. Te contarán también, si te invade la curiosidad, que San Andrés iba a ser invadido por los rojos, pero uno de ellos, al parecer con influencia, tenía una sobrina en el Monasterio y no aprobó la incursión a San Andrés. Te dirán que las hermanas ya estaban preparadas con la ropa seglar para huir, que el pueblo estaba listo para defender la Abadía.

Te hablarán de cuando el Rey Felipe VI, entonces Príncipe de Asturias, vino con el colegio de visita. “Dígale a sus padres que vengan”, invitaron ellas. Los Reyes nunca se asomaron por el Monasterio, como tampoco lo hizo Don Felipe en mayo, en su paso por las Edades del Hombre en Aguilar de Campoo.

Viviendo aquí, te ofrecerán la piedra filosofal y que, yo creo, es lo que mantiene a estas mujeres con vitalidad y sin apenas arrugas en la frente: agua de manantial. Única bebida que se consume en el Monasterio.

He estado 43 días en medio de la nada y no ha sido difícil adaptarme al ritmo de la vida monástica. Nadie me obligó a rezar -mientras yo descansaba, ellas se iban a la oración- ni a asistir a Misa. Mi día empezaba a las 9 de la mañana, el suyo a las 5:30. El simple hecho de estar entre piedras centenarias, le imprime al cuerpo una sensación de paz que no se puede alcanzar en una gran ciudad.

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