Pepe Barahona Fernando Ruso

Luis Manuel tiene 17 años y un diagnóstico de histiocitosis de células de Langerhans, un tipo de cáncer que hace que el cuerpo genere tumores de forma aleatoria. “No se sabe cuándo, cuántos, dónde o a la velocidad que salen”, explica. La suya es una de las llamadas enfermedades raras.

El día en el que se lo detectaron -a sus 14 años-, Luis Manuel paró las lágrimas de sus padres prometiéndoles que estaría al “pie del cañón, que lucharía hasta el final”. En su batalla ha estado acompañado de un buen número de nuevos amigos, que se lleva a casa en un grupo de WhatsApp. “Ahí nos damos consejos, nos animamos, hablamos de todo, no solo del cáncer; siempre decimos que hay que vivir el día a día, y disfrutar, porque de todo se sale”, explica el joven, nacido en Villamartín (Cádiz).

Luis Manuel quiere ser guardia civil de mayor. Nunca fue aplicado en los estudios, hasta que llegó el diagnóstico. “El cáncer me ha ayudado a madurar —revela—, me dio un toque de atención en la vida”. Y ahora se bebe los libros junto a su novia, María, a la que conoció en mitad de la quimioterapia. Juntos van a la heladería, a tomar café. Poco más. En su nueva vida no cabe el alcohol o el tabaco. También van juntos a las revisiones. “Me apoya”, asegura.

Cáncer en adolescentes

“Ha madurado, qué remedio, en muy poco tiempo —explica su madre, Esther—; verlo tan entero nos ha dado ánimos a todos, porque estábamos destrozados”. Ella, su marido e incluso la abuela llevan tatuada en el brazo la frase Por siempre serás mi héroe. Porque como tal lo consideran. “Es un luchador”, confirma la madre, que alaba la lección que brinda a todos la actitud de su hijo.

“Llegó el cáncer y el pavo se le quitó del tirón”.

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A Elena le apodan la niña del susto. Sus cambios súbitos de salud sobresaltan al equipo médico de la planta de oncología pediátrica del hospital en el que tratan su leucemia mieloide aguda. “De pronto estoy bien, de pronto estoy a punto de morirme”, resuelve sonriente la adolescente.

A sus 14 años ríe cuando narra que regresó de entre los muertos. Fue en su última estancia en la Unidad de Cuidados Intensivos, estuvo 40 minutos en parada cardiorrespiratoria. Explica con una pasmosa tranquilidad que está viva por el empecinamiento de sus médicos, que se echaron sobre ella reanimándola sin cejar. Palas, compresiones, ventilaciones, desfibrilaciones… Su único recuerdo de ese lapso de tiempo es ver morir a la gente, a su madre, a su hermana, a todos los que la rodeaban. Hasta que despertó, acabaron las alucinaciones y regresó a una pesadilla llamada cáncer. “Ha sido —zanja— la peor época de mi vida”.

Elena Calvo llegó a estar cuarenta minutos en parada cardiorespiratoria. Fernando Ruso

La palabra leucemia llegó a la vida de Elena a los 13 años. Los acontecimientos se precipitaron un 13 de noviembre de 2016, cuando de estar jugando con sus amigas pasó a verse ingresada en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Allí estaba rodeada de otros pacientes como ella, a los que veía desde el cristal traslúcido de su habitación. Cuenta la joven que se pasó las primeras semanas sin querer salir de su nuevo dormitorio. Aislada y malhumorada, escuchando a Maluma —un compositor de reguetón de origen colombiano— con unos cascos.

Fuera oía niños llorar. Lo habitual en una planta de oncología pediátrica llena de dibujos infantiles, juguetes para los más pequeños y colorines estridentes. Hasta que también oyó las risas de chicos de su misma edad. Solo entonces salió. “Y me arrepiento de no haber salido antes”, confirma Elena, una joven dulce, menuda y tímida, de ojos grandes y mirada serena.

Asegura la chiquilla que las salidas despejaban su mente, que la charla con sus iguales le servía para recargar la energía que le chupaba la quimioterapia, que con el tiempo fue ella la que recorría habitación por habitación sacando al resto de amigos y que llegó el punto en el que no le apetecía entrar en su temporal cuarto. Juntos jugaban a las cartas, compartían confidencias y se reforzaban unos a otros cuando los ánimos caían.

Como en la película Planta Cuarta, con las bromas de Miguel Ángel, Izan, Dani y Jorge, Los Pelones que descubren en la ficción ideada por Antonio Mercero el valor de la amistad cuando se lidia con el cáncer en mitad de la adolescencia entre las paredes de un hospital. El humor como fuerza vital; el grupo como medicina.

Planta Cuarta, la ficción ideada por Antonio Mercero

Un nuevo hospital para adolescentes en Andalucía

Conscientes del valor terapéutico que genera para sí un grupo de adolescentes, pronto empezará una campaña de captación de fondos para construir el futuro hospital oncológico para adolescente en el complejo hospitalario del Virgen del Rocío. “Para nosotros sería mucho mejor estar juntos —valora Elena—, compartiendo horarios, conversaciones, gustos…”.

La responsable de esta iniciativa es Andex, la Asociación de Padres de Niños con Cáncer de Andalucía, que ya en 2013 inauguró el actual Hospital de Día Infantil con una inversión de un millón de euros proveniente únicamente de donaciones privadas. Y que piensan emplear el mismo método para sufragar este nuevo proyecto específico para adolescentes que, según estiman, sobrepasará los dos millones de euros.

Elena espera no pisar ese hospital. La leucemia que padece está en fase de remisión, aunque sigue yendo puntualmente al hospital de oncología pediátrica. Atrás quedaron los ingresos interminables, las noches entubada en la UCI. O los efectos secundarios de la quimioterapia. En pocos meses, Elena perdió catorce kilos, su pelo y varios amigos.

Elena recuerda las excusas que el equipo médico ponía cuando no quería niños fuera de sus habitaciones. “Nos decían que estaban echando un líquido muy fuerte o que estaban fumigando, los chicos se lo creían, nosotros sabíamos que era algo mucho peor… lo hacían para trasladar los cuerpos”, explica lacónica.

Carteles en el área de oncología pediátrica. Fernando Ruso

“Muchos buenos guerreros”, apunta la joven, nacida en Los Palacios y Villafranca, en Sevilla.

—¿Te consideras una guerrera?

—Yo me considero luchadora, creo que puedo con todo lo que se me ponga por delante. Y si vienen mil problemas, yo supero mil uno; que me caigo mil veces, me levanto otras mil. Siempre hay que luchar, nunca te puedes rendir. Si te rindes, pierdes la batalla; y la batalla nunca se pierde.

“Los niños chicos sufren mucho con los pinchazos; nosotros sufrimos mucho con la parte mental”, detalla Elena, que de mayor quiere ser hematóloga. “Igual que mis médicos me han salvado la vida, yo quiero salvarle la vida a los demás; me dijeron que no tenía salida, y ellos lucharon por mí; yo quiero hacer lo mismo, quiero sacar adelante a otros”, explica. “Así me sabría la parte médica —argumenta—, y también la perspectiva del paciente, los pensamientos, las depresiones…”.

La adolescencia de Elena está siendo “bastante dura”. Dejó apartado el móvil, sus amigos, el instituto y cualquier atisbo de diversión. “Los médicos me insistían para que saliese, y comprendí que por una mala época no puedes tirar la toalla, que la vida sigue”, esgrime.

—¿Tienes la sensación de haberte perdido algo?

—Sí, mi comienzo en el instituto. Una parte bonita de mi vida, mis amigos, perdí el verano; pero también he aprendido mucho y hay tiempo para todo. He ganado la madurez. Sé que hay que valorar la vida, porque puede llegar a ser muy corta y puede cambiar de un momento a otro.

“A la muerte no hay que tenerle miedo”

La leucemia de Elena está en fase de remisión. Su pelo ha crecido de nuevo y ha vuelto a los 47 kilos de peso previos al diagnóstico. También ha crecido hasta alcanzar el metro sesenta. Pasa sus mañanas en el instituto y regresa al hospital para las revisiones, frecuentes y periódicas. Su aparente fragilidad contrasta con su actitud madura, contundente y segura. Algo, como ella misma asume, impropio a sus catorce años. Aunque no todos los de su edad han coqueteado con la muerte y lo han dejado escrito en un relato que ha titulado El infierno de los ángeles.

—¿Tienes miedo?

—¿A que vuelva? No. Sé que si vuelve podré superarlo. Miedo a morirme, tampoco; porque sé que habré luchado hasta el último suspiro; y si muero, los que sufren son tus familiares, tú ya no te das cuenta. A la muerte no hay que tenerle miedo.

El concepto de la muerte como algo definitivo se adquiere en torno a los seis años. Antes de esa edad, explica el doctor Eduardo Quiroga Cantero, oncólogo infantil del Virgen del Rocío desde 1995, la muerte “solo la relacionan con las personas mayores, con la fantasía, con algo reversible”. Según cuenta a EL ESPAÑOL este especialista los adolescentes tienen un concepto más claro de lo que es una enfermedad, “saben que existe el cáncer y trazan la equivalencia cáncer es igual a muerte, algo que no se corresponde con la realidad”.

El Doctor Quiroga, quien rehusa a usar bata, en la planta de Oncología pedriátrica del Hospital Virgen del Rocío. Fernando Ruso

“Y vienen con más miedos”, apunta el médico, que nunca usa bata y se pasea por la planta de oncología pediátrica en camisa vaquera y con el fonendoscopio colgando del cuello.

En los adolescentes “ves el miedo”

“Los niños pequeños se adaptan antes a las circunstancias, les duele o no les duele, se quejan de los pinchazos… pero en la escuela ríen; un adolescente tiene un bagaje previo y tienen un concepto más maduro de lo que es el cáncer y de que está en riesgo su vida”, pormenoriza el galeno. El trabajo con ellos de comunicación, o psicológico, es mucho más intenso. “Nos desgasta más dar una mala noticia a unos padres de adolescentes que a un niño pequeño —confiesa—, porque conecta más conmigo mismo, con mis propias preocupaciones”. “Las conversaciones con ellos son más profundas, de tú a tú, ves las miradas, el miedo…”.

El grueso de los pacientes que tratan en oncología pediátrica del Virgen del Rocío está entre los dos y los diez años, los adolescentes son menos y apenas hay espacios específicos para ellos. La escuela está repleta de niños, que juegan o hacen manualidades con sus padres. Hay casitas de muñecas, libros infantiles, muñecos y mesas bajas. El único futbolín es minúsculo, es el único atisbo de adolescencia que hay en el único espacio común.

Sin estímulos que los hagan salir de sus habitaciones, los adolescentes pasan la mayor parte del ingreso en sus cuartos, “con sus castos, su ordenador, aislados del resto, porque no participan en la vida en comunidad”, explica el doctor Quiroga. “Cuando juntamos a varios, la cosa cambia; ellos se buscan, charlan en las habitaciones…”.

“¡Nos peleamos por compartir habitaciones las chicas!”, comenta con vigor Paula, una chica de 12 años, la que más tiempo lleva en el hospital y cursa 6º de Primaria. Entró por primera vez con nueve, al detectarle un osteosarcoma en el fémur izquierdo. Ha pasado por 11 operaciones, una de ellas para amputarle la pierna afectada y ha tenido recaídas.

Paula se mueve por los pasillos de la planta de oncología pediátrica en su silla de ruedas. Hoy le toca quimio y espera a que la vea el equipo médico en la escuela, tomada por unos payasos con llamativos trajes y coloridas pelucas que reparten globos y hacen reír a los más chicos. Paula está en mitad de todos y parece ajena al resto. Mira con atención, pero no participa.

“Nosotros no encajamos” en un hospital infantil

“Nosotros no encajamos”, confiesa la joven, natural de Rota (Cádiz). “Por eso la mayoría de chicos no salimos de nuestras habitaciones”, afirma. “En la escuela hay niños gritando, bebés llorando… y nosotros no encajamos”, insiste. “Los payasos, los magos… sorprenden a los pequeños —argumenta—, nosotros nos aguantamos la risa viéndoles el truco”.

La joven justifica así que haya estrechado lazos con su madre, Mercedes, por las horas juntas y solas. “Y eso que en la adolescencia te empiezas a distanciar de los padres —sigue—; eso a nosotros no nos pasa, al contrario”.

También porque asume que tiene poco en común con el resto de sus amigas fuera del hospital. “Noto que he cambiado —sostiene Paula—, que me madurado, y finjo ser otra persona cuando estoy con ellas, alguien más infantil de lo que realmente soy, y lo hago solo para poder tener alguien con quien hablar”.

“El cáncer se comió parte de mi vida —resuelve—, también la edad del pavo”.

Paula López, de doce años, rodeada de juguetes para niños pequeños, en el área de oncología pediátrica del Hospital Virgen del Rocío. Fernando Ruso

Los nuevos amigos de Paula son otros pacientes oncológicos. Explica que con ellos comparte experiencias, situaciones, sensaciones, lugares, dolores y emociones. “Por eso nos entendemos”, observa.

—¿Le has tenido que decir adiós a muchos amigos?

—A cuatro. Y he llorado mucho. No sabes encajar estas cosas. Y piensas en quién será el próximo.

Paula es una joven combativa. Hace un año publicó una carta de denuncia sobre los recortes en educación culpando directamente a Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno, y a Susana Díaz, la presidenta de la Junta de Andalucía. Explicaba como las nuevas agujas eran mucho peores que las predecesoras o que los apósitos han ido cambiando hasta en cinco ocasiones. Paula también ha tenido la iniciativa de escribirle una carta a Vodafone para que colaborase prestando WiFi, imprescindible para cualquier adolescente, gratis a toda la planta. Y lo logró.

Sus entradas en Facebook, ya sea para denunciar los recortes o para entrevistar a La Seño Ana, la maestra de la escuela de la planta de oncología, alcanzan rápidamente miles de visitas y decenas de comentarios. Nada que ver con la viralidad de los comentarios de Pablo Ráez, el malagueño que falleció a los 20 años después de años luchando contra una leucemia mieloblástica aguda. Sus campañas animando las donaciones de médula ósea y su lema Siempre fuerte motivaban también a los jóvenes del Virgen del Rocío.

Pablo Ráez en una de las imágenes que compartió en sus redes sociales