La española María de los Ángeles Carpio Pérez ha pasado de ejecutar compras de “cinco, seis o diez millones de dólares” como directiva de banca privada en la City de Londres, a regatear por cabras a 35 euros en los mercados populares de Tanzania, donde comercian entre nubes de moscas. De vivir en su acomodado piso en el barrio londinense de Dulwich, a dormir en África en una choza tradicional o ‘boma’, sin luz, sin agua corriente y con paredes hechas de excremento de vaca.

De trabajar desde las siete de la mañana en una oficina junto a la Bolsa de Londres con el objetivo de maximizar el lucro de sus gigantescos clientes, como los bancos BBVA y Santander, a exprimir el día visitando a mujeres analfabetas y buscando donaciones para luchar contra la mutilación genital femenina, mantener un colegio y construir un dispensario para viudas y huérfanos masái, los habitantes más miserables a la sombra del Kilimanjaro.

María, nacida en Salamanca en 1971, consagró su vida durante casi quince años a enriquecer a los ricos, hasta que acabó sintiéndose vacía: pobre del alma. Ahora la antigua banquera se dedica al altruismo en la sabana y es millonaria (de conciencia) trabajando por libre al frente de su ONG. En la tribu negra de su nueva vida, la ejecutiva renació convertida en “la masái blanca”.

María de los Ángeles está casada con un tanzano de la tribu masái al que conoció mientras intentaba implantar su ONG en el país africano. Cedida

Se casó con un guerrero masái 16 años más joven que ella al que ha ayudado a licenciarse en Derecho y con quien ha adoptado a una niña de la misma etnia a la que su familia había desahuciado por sus graves quemaduras.

La ‘masái blanca’ cuenta a EL ESPAÑOL su extraordinaria aventura aprovechando que las pasadas navidades vino con la niña desde Tanzania a España para visitar a su familia, recaudar fondos con un concierto solidario de Pedro Sosa en Sevilla y, sobre todo, llevar a la pequeña a un prestigioso cirujano plástico para que le haga en Valencia una operación de reconstrucción funcional y estética de cara y manos.

María Carpio, hija del médico Ángel y la ama de casa Rosa, se crió en una familia de cuatro hermanas, de la que ella es la tercera. Tras licenciarse en Ciencias Empresariales en la Universidad de Salamanca, cursó en Oxford y París una maestría en Gestión Internacional de la escuela de negocios parisina ESCP-EAP. A continuación se fue a trabajar durante un año a Luxemburgo en el banco de inversión estadounidense Merrill Lynch.

Recuerda que en la capital del pequeño emporio financiero en el centro de Europa, “donde todo el mundo es rico”, le iba muy bien en el despacho, y mal cuando terminaba la jornada. “Envejecí diez años. La soledad era bestial. Fuera del horario de trabajo, no había nadie por las calles. Era angustioso, parecía una película de miedo, deprimente”, dice salpicando con sonrisas su tétrica descripción.

Su paso por Londres

Su sueño era trabajar en la City de Londres, el verdadero corazón de las finanzas de Europa, y lo materializó cuando, un año después, en 1997, la fichó UBS, el coloso suizo de banca privada y de inversiones. Su oficina londinense estaba en Liverpool Street, al lado de la Bolsa, y su misión desde el cargo de directora asociada del departamento de venta de ‘equities’ de Estados Unidos era vender participaciones de productos financieros americanos de “renta variable a clientes corporativos españoles, en su mayoría fondos de inversión españoles y portugueses”, entre ellos los de los mayores bancos, como el BBVA y el Santander.

Para ello se examinaba periódicamente a fin de que la bolsa neoyorkina de Wall Street la autorizase a intervenir como operadora financiera o ‘trader’ en el mercado estadounidense. Se sentía dichosa, en el centro del imperio. “Todas las mañanas cruzaba el London Bridge y pensaba: ‘¡qué gozada estar en la City!’”.

Pero era también “una vida que quema mucho, donde no había solidaridad”. En 2008 su mundo se resquebrajó. El estallido de la burbuja de las hipotecas basura desató una crisis financiera mundial, los clientes españoles de UBS “dejaron de invertir en Estados Unidos” y la firma prescindió de los empleados que se dedicaban a ese mercado, como ella.

María de los Ángeles Carpio ha creado una fundación que lleva su nombre y que se financia cons las aportaciones de sus socios y a través de la venta de productos hechos por viudas de Tanzania. Cedida

Se colocó entonces en la sede en Londres del banco estadounidense Knight Securities. Y al cabo de un año dejó el nuevo trabajo. “Fue un alivio, porque no era feliz. Me decía: ‘no puedo ser agresiva y vender algo [productos financieros] que sé que es malo; no puede ser bueno si tengo que ser tan cínica, tan hipócrita. Yo no soy así. Mis padres me educaron con valores’”.

En paro y “sin novio”, pero con sus ahorros de años de trabajo como colchón económico, se vio sola en Londres con el futuro en blanco por delante y “todo el tiempo” para reflexionar, y se preguntó: “Y ahora, ¿qué hago con mi vida? Yo buscaba mi lugar en el mundo. Pensaba, ‘he tenido que nacer para algo’. Y empecé mi búsqueda personal para ser feliz”.

Intentó meterse en el sector inmobiliario pero, con la crisis en auge, no cuajó. Devoró cursos y libros de autoayuda. Se planteó dedicarse profesionalmente a la cooperación. “Siempre había querido ir al Tercer Mundo”. Una ONG le ofreció en Madrid un puesto como contable en un proyecto en Níger. Pero lo descartó: quería trabajo de campo, no encerrarse en una oficina, aunque fuera en el país más pobre del mundo.

Viaje a Tanzania

Su camino cambió de rumbo cuando en julio de 2009 viajó a Tanzania junto a otros 18 voluntarios de una ONG británica para participar en una iniciativa solidaria, subir al monte Kilimanjaro, la cumbre de África, y destinar a la investigación del cáncer masculino (próstata, testículo y pene) las 4.000 libras que cada uno recolectó entre sus amigos. Como viajera tenía dos sueños: ver en Argentina el glaciar Perito Moreno, lo que cumplió unos meses antes, y coronar el Kilimanjaro. Y fue en la montaña que emerge majestuosa y solitaria al norte de Tanzania donde María Carpio experimentó su epifanía.

Un 6 de julio y a “4.500 de metros de altitud”. Cuenta que durante esos días de expedición ella, en vez de obsesionarse con hacer cumbre como otros compañeros europeos de viaje, prefería fijarse en las condiciones de los porteadores tanzanos que cargaban con los bultos de la expedición y que “iban descalzos, sin ropa”. Hablar con ellos, preguntarles por sus vidas.

Entonces, allí donde le faltaba el oxígeno y rozaba el cielo y le deslumbraban las nieves perpetuas, lo vio claro: “Mi mente hizo ‘clic’. Soy muy creyente, tengo mucha fe. A 4.500 metros, tuve una conversación con Dios, y a partir de ahí fue un antes y un después en mi vida”. En esa ascensión y días después hablando con sus guías tanzanos en un safari por el parque Serengueti tomó la decisión: montaría una asociación y volvería a Tanzania para ayudarles.

Un desembarco frustrante

Tras unos meses en Reino Unido y España para gestionar su proyecto, en noviembre de 2009 regresó a Tanzania, un país estable y abierto a la ayuda internacional. Llegó ilusionada, pero su estancia se tornó frustrante. Se estableció en Arusha, la mayor ciudad del norte tanzano, donde están las principales entidades de cooperación, las agencias humanitarias de la ONU y el tribunal penal internacional que juzgó los crímenes del genocidio de 1994 en la vecina Ruanda.

La voluntariosa española contactó con una supuesta ONG nativa para que ejerciera de socio local en sus proyectos, y al final tuvo que denunciar a sus dirigentes por quedarse con su dinero. “Me estafaron”. Conoció a “otra sinvergüenza”, una tanzana que se ofrecía como su persona de confianza para trabajar en el país. “Cuando le dije que no tenía dinero, me dijo: entonces, no me sirves”.

Decepcionada y con miedo a sufrir una represalia por su denuncia contra los de la falsa ONG local, decidió adelantar el billete aéreo de vuelta a Europa, que tenía previsto para dos semanas después, al cabo de un año de residencia africana. Pero al ir a preguntar se enteró de que el billete no admitía cambios, y no le quedó más remedio que resignarse a esperar esas dos últimas semanas hasta el día previsto.

Recordándolo ahora, siente que el destino quería que no se rindiera todavía, porque la solución estaba cerca. Una británica le pidió el favor de que, antes de volver a Europa, María llevase los medicamentos y la ropa que aún le sobraban a una aldea con la que aquella colaboraba. La española aceptó y condujo hasta un poblado remoto, Eluwai. “Fue en ese viaje donde vi por primera vez la miseria, porque hasta entonces sólo había visto pobreza”, dice.

Mibaku, marido de la broker salmantina, y la niña adoptada por ambos. Cedida

Era una zona masái, una de las más de 130 etnias de Tanzania. Con casi un millón de miembros, repartidos entre territorio tanzano y de la vecina Kenia, es el pueblo africano más conocido en Occidente por sus coloridos vestidos y abalorios, y los saltos de los bailes colectivos que representan ante los extranjeros en las regiones más turísticas del continente. Sólo que en esa aldea, tan lejos, no había blancos y la pobreza era extrema.

Conoce a Mibaku

Al llegar lo estaba esperando un joven masái, activista social en la comarca y profesor de la guardería que había abierto la británica. Mibaku Mollel ostentaba la condición de guerrero de su tribu masái (los Mollel que le dan su apellido), pero su aspecto no era el de un soldado vigoroso sino el de una víctima de la miseria. Estaba demacrado. “Pesaba 40 kilos. No olvidaré nunca sus ojos cuando le dije que le llevaba medicamentos y ropa, pero que no había traído comida. Miró al suelo, pero no dijo nada. La señora ‘vendía’ su ONG pero no pagaba al profesor, que estaba muerto de hambre”.

Mibaku le enseñó a María cómo viven en esas aldeas de población escasa y desperdigada dedicadas a la ganadería. Y le explicó que el tipo cruel de poligamia vigente en estas comunidades condena a las viudas masáis a la marginación. “Cuando muere el marido, las propiedades pasan a manos de la familia de él, y sus mujeres y sus hijos se quedan sin nada”. Las viudas así desposeídas caen en la indigencia con sus niños huérfanos de padre, como le ocurrió al propio Mibaku, que creció mendigando y robando comida para sostener a su madre.

Escuchando a su anfitrión, María descubrió que había encontrado al fin, ‘in extremis’ y cuando menos lo esperaba, a la persona que ella estaba buscando para dedicar su vida a la cooperación en Tanzania. “Yo creí en él, quería evitar que otros niños sufrieran lo mismo. Volví a España en Navidad, decidí que no podía tirar la toalla, y regresé”.

María y Mibaku se asociaron para desarrollar en las aldeas de Arkaria, Eluwai y Lendikinya, en el área de Arusha, trabajos de educación, salud, infraestructuras, higiene e igualdad de género en defensa de las viudas marginadas y sus hijos, ella como presidenta de su propia ONG, la Fundación María Carpio-Pérez, registrada en Reino Unido y España, y él como responsable de su asociación local, Eretore, que en lengua masái significa “ayuda”.

Codo a codo, los dos compañeros de misión han construido y mantienen el colegio Eretore (costó 15.000 euros), al que asiste un centenar de niños y niñas a los que además alimentan, vacunan y reparten agua potable; hacen letrinas y pozos; alfabetizan a las viudas y las invitan luego a que transmitan su cultura a los niños en clase; reparten cabras, gallinas y burros; desarrollan campañas contra la ablación.

Un día en que habían ido a comprar animales al mercado, escuchó María que una vendedora le decía a otra que no tratase a la blanca como una turista más. “A ella no, que es la ‘musungu masai’, la masái blanca de Arkaria”. Esta llamativa inmigrante solidaria ya se había integrado como una vecina más. A ella le gustó el apelativo y a Mibaku también: por eso a la tienda virtual en español que abrieron para vender por internet las artesanías de las viudas le pusieron de nombre La Masái Blanca.

Una boda inesperada

La estrecha colaboración entre la ‘masái blanca’ economista y el guerrero y activista social tanzano se convirtió además en relación amorosa dos años después, a partir de 2011. La pareja se casó en 2014, primero por lo civil el 28 de febrero en Tanzania, donde se suspendió la prevista ceremonia masái debido a la muerte de un hermano del novio, y después el 13 de septiembre de ese año, por la iglesia católica, en Salamanca.

Mibaku nunca me ha pedido nada. ¡Sólo ver el Real Madrid!”, bromea la esposa. Su marido masái creció jugando al fútbol con pelotas de trapo y papel y contemplaba los partidos del Madrid apelotonado con los vecinos allí donde alguien tenía un televisor, que protegían de los robos dentro de una caja con rejas. En su primer viaje a España, su mujer lo llevó a ver al equipo de sus amores al estadio Santiago Bernabéu.

En Tanzania, ella le pagó a él el certificado para que le expidieran a los 24 años el título de educación secundaria, que él estudió desde niño poco a poco, a medida que iba ahorrando el dinero para pagarse los cursos. El padre de María, su suegro, le apadrinó después y le costeó sus estudios de Derecho en Arusha, donde, a sus 30 años recién estrenados, se ha licenciado como “el número 1 de su promoción”, según apunta María con orgullo. El joven de preocupante delgadez que conoció y que “no se podía tener en pie” es ahora un robusto abogado y promotor de desarrollo comunitario.

Con él, María se ha convertido también en madre. Madre adoptiva de una niña masái, Ndoye María, que ha cumplido 6 años el 19 de diciembre. Un día, hace tres años, llamaron a la pareja para avisarles del caso de una cría, hija de una prima de él, que estaba postrada en un “hospital-cuadra”, como lo define María, con la cara, las manos y el cuerpo abrasado por uno de los incendios accidentales caseros que son frecuentes allí. Dice que sus padres, muy pobres, la habían abandonado, creyéndola desahuciada. Incluso el padre “quiso llevársela para que muriera en su casa, porque pensaba que no tenía cura, para no pagar el traslado desde allí a un hospital”.

María y Mibaku se hicieron cargo de la niña, y la han adoptado legalmente. “La vieron médicos americanos en Tanzania y nos dijeron que no se podía hacer nada” por su rehabilitación, señala la presidenta de la Fundación Carpio-Perez. Pero contactó con un reconocido cirujano español, que a través de su propia fundación opera también en Tanzania, y éste asumió el caso, con una serie de operaciones anuales en Valencia (como la de este diciembre) para reconstruir la cara de la niña (por ejemplo, las comisuras de los labios, para que pueda abrir la boca mejor) y mejorar la movilidad de sus manos. Perdió casi por completo los dedos de la mano derecha en el incendio y el médico ha reconstruido la extremidad con una especie de “tres muñoncitos para que pueda hacer pinza”, explica su madre española.

Ayuda a 500 viudas

Además, María y Mibaku tienen a su cargo a las viudas y los niños de los dos hermanos mayores de él (el mediano de cinco) que ya han muerto. El matrimonio de voluntarios ayuda a más de 500 viudas de estas tres aldeas, aunque, dice María, podrían llegar a muchas más si tuvieran más dinero. La fundación se sostiene con los 1.500 euros al mes que recibe de ingresos fijos por las cuotas de sus poco más de 70 socios, la mayoría amigos y familiares españoles, como María y Pedro, Javier y Patricia, parejas que ya han venido a Tanzania a conocer en persona el impacto de su colaboración con la ‘masái blanca’.

A esos ingresos modestos pero estables suman donaciones puntuales de colaboradores, algunas subvenciones y lo que ganan con la venta ‘online’ de las artesanías masáis (collares, pulseras, pendientes, sandalias, pareos…) elaboradas por las viudas, que destinan a ellas. Los donantes pueden concretar su ayuda comprando a través de internet un pupitre escolar con banco y silla (54 euros), una cabra (35 euros), una gallina (5 euros) o un burro (70 euros). María y Mibaku entregan los animales a las cooperativas que han formado de viudas masáis para que sean ellas las que decidan el reparto entre las más necesitadas.

Con la leche de las cabras y los huevos de las gallinas se alimentan y comercian. Los burros se los reservan a las más ancianas, para ayudarlas a acarrear sus cargas. “Son muchas más viudas las que nos necesitan y acuden en nuestra búsqueda para que las ayudemos, pero tristemente no tenemos fondos”, lamenta María Carpio. “Hace poco llegó a la aldea donde tenemos el colegio Eretore una viuda que venía de una zona muy remota a muchas horas de camino; nos traía la petición de ayuda de un grupo de 60 mujeres que había oído hablar de nosotros en Simangiro; habían podido mandar sólo a una de ellas para que nos buscara”.

La ONG fundada por la cooperante española ayuda a 500 viudas de tres aldeas de Tanzania. Cedida

Contra la mutilación genital femenina

Otra de sus líneas de acción es la lucha educativa para erradicar la mutilación genital femenina. Mibaku se implicó a fondo después de que María le enseñara un vídeo que mostraba la brutal extirpación ritual del clítoris, que mutila sexualmente a las mujeres. “Se puso a llorar al verlo. ‘¿Esto hace mi gente? Los hombres tienen que ver esto’”. En las tres aldeas donde actúan, esta práctica ha descendido gracias, dice, al aumento del nivel educativo. Pero añade la voluntaria española que es “muy difícil” penetrar en aldeas más lejanas con el mensaje de que abandonen la ablación, que la ley tanzana prohíbe pero sigue arraigada. “Es un tema tabú. Entramos hablándoles primero del sida”. Durante un tiempo contrataron a dos antiguas practicantes de ablaciones, que “habían colgado las armas” y que se dirigían a otras más jóvenes para pedirles que dejaran de hacerlo. “En nuestra aldea ya no se practica la ablación. Se mantiene el ritual, pero sin hacer el corte”, simulándolo, precisa María Carpio.

Ahora están concentrados en reunir fondos para abrir dos aulas más en el colegio y montar un dispensario de al menos dos habitaciones, con una pequeña farmacia. “Es muy triste ver el estado de los dispensarios a los que pueden acceder y la falta de formación sanitaria de los que les atienden. Ser pobre en África es muy duro porque no te tratan igual, y si eres masái, considerado inferior, menos aún”, denuncia María, que ejerce en la práctica como la médica de la zona. “Les cuento los casos y los síntomas por Whatsapp a mi padre y a una de mis hermanas, que son médicos, y ellos me orientan”.

El matrimonio europeo-africano vive entre su casa en Arusha, la principal ciudad del norte de Tanzania, y su choza tradicional (‘boma’) en la aldea de Arkaria, cerca de donde residen la madre de él, Mamboya, y su abuela materna, Keneto. Ésta le dijo a su nieto tras conocer a la ‘masái española’: “Si no te casas con ella, eres tonto”. La madre aceptó que su hijo se casara con la foránea, como rememora ahora divertida su nuera: “Le dijo, ‘mientras no te cases con una chaga…’, que es para ellos una tribu con fama de usurera, como los judíos”.

Los padres de María viajaron a Tanzania y conocieron a la madre y la abuela de su yerno, ampliando así en las generaciones anteriores el fabuloso puente sociocultural que han levantado sus hijos: una europea de buena familia y un pobre huérfano africano unidos en la misma causa.

Entre el suajili y el maa

María Carpio habla escandalizada de los sueldos de funcionarios de la ONU que trabajan expatriados en Tanzania en proyectos de cooperación, de “10.000 dólares al mes”, con casos de hasta “17.000 al mes, como un amigo mío”. Ella y Mibaku, en cambio, no ganan ni un euro por su trabajo, remarca María. Viven consagrados al voluntariado puro y duro gracias a la renta del alquiler del piso de Londres que ella compró en sus años de ejecutiva en la City, un dinero que ella destina a la manutención familiar y sus viajes a España.

Insiste en que el dinero que los colaboradores donan a la fundación va íntegro, “directo y sin intermediarios”, a los proyectos locales. “Todo llega allí, no se queda nada en el camino”. En la fundación les ayudan las hermanas de ella, Rosa, Marta y Adela, y un creciente pero aún pequeño reguero de simpatizantes en Salamanca, Sevilla o Madrid.

María habla suajili (idioma oficial en Tanzania junto al inglés) y algo de maa (la lengua masái); con su marido se comunica en inglés; con su hija (a la que está tramitando la nacionalidad española), en castellano e inglés. La antigua bróker participa de las grandes ceremonias masái, pueblo del que aclara que, pese a ser muy conocido por el público occidental dada su fotogenia antropológica, está marginado.

Uno de los actos más emotivos lo vivió en octubre de 2016 cuando Mibaku celebró su jubilación como guerrero masái. En la adolescencia a los varones les practican la circuncisión (inofensiva, al contrario que la ablación femenina) como rito de paso a la edad adulta, y permanecen en activo como soldados o ‘moranis’ durante dos ciclos de siete años, por si la comunidad los moviliza en caso de conflicto. Ahora Mibaku “es un anciano joven, un ‘korianga’” de 30 años, detalla su esposa, que a sus 46 exhibe un entusiasmo juvenil. María no se viste con atuendos masái, salvo en ocasiones especiales, como en el funeral de su cuñado.

Le parece “horrorosa” la película alemana de 2005 La masái blanca, basada en el libro homónimo y autobiográfico de la suiza Corinne Hoffman, que dejó a su novio, se casó con un guerrero en Kenia, tuvo una hija con él y acabó escarmentada de la relación. María ha conocido casos parecidos en Arusha, de blancas que se enamoran de sus negros príncipes azules y terminan “embarazadas y abandonadas”.

Su propio matrimonio, por el contrario, está siendo ejemplar. Habría que hacer una nueva película sobre esta otra masái blanca: la bróker española que estaba al servicio de las grandes fortunas y, de la mano de su marido africano, prefirió trabajar gratis para los más pobres del mundo. “Ahora sí creo en lo que hago”.

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