Diez minutos antes de las diez de la mañana del 21 de enero de 1989, Ronald Reagan abrió la puerta del despacho oval. Apenas quedaban unas horas para la toma de posesión de su sucesor y quería estar allí por última vez.

En cierto modo ya no era su despacho. El servicio secreto había retirado sus fotografías, su silla, sus gominolas favoritas, su colección de monturas de bronce y el lema que decoraba su escritorio: "Un hombre puede hacer cualquier cosa o llegar a cualquier sitio si no le importa quién se atribuye el mérito".

Y sin embargo Reagan quería interpretar su papel aquella mañana: sentarse en el escritorio de madera, posar para los fotógrafos y asegurarse de que seguía en el cajón la nota de ánimo que había escrito para George H. W. Bush.

Al contrario que otros presidentes, Reagan nunca se quitó la chaqueta y la corbata en sus horas de trabajo en el despacho oval. Solía decir que lo hacía por respeto a la presidencia pero el detalle tenía que ver con su condición de actor.

Reagan se perdía a menudo en los detalles de las propuestas de sus asesores y en ocasiones daba cabezadas en reuniones sobre el déficit o el telón de acero. Pero cuidaba con mimo cada una de sus apariciones públicas y su último día como presidente no fue una excepción.

Como cada mañana, su asistente personal Jim Kuhn le entregó un folio con el programa del día. Antes de empezar, levantó el teléfono y le dijo a su secretaria que le pusiera con Sue Piland, la hija mayor de un colaborador al que habían condenado por corrupción unos meses antes. El presidente sabía que Piland se estaba muriendo de cáncer y quería tener con ella un detalle.  

Fue la última llamada que hizo como presidente. Su secretaria Kathy Osborne le enviaría la foto de ese momento a la familia unos días después.

La última llamada del presidente. Reagan Presidential Library

El mito del ‘cowboy’

El servicio secreto le da a un nombre en clave a cada presidente. Bill Clinton es ‘Eagle’, George W. Bush ‘Tumbler’ y Barack Obama ‘Renegade’. Reagan era ‘Rawhide’: el título de una célebre serie del Oeste interpretada por Clint Eastwood y Eric Fleming entre 1959 y 1965.

Al presidente le gustaba montar a caballo en su rancho californiano. Pero no había nacido allí sino en un pueblo pequeño del Medio Oeste donde ejerció como socorrista y donde sobrevivió a una infancia difícil, marcada por un padre alcohólico de origen irlandés.

Se graduó y trabajó como locutor radiofónico en Iowa. Pero enseguida se fue a California, donde rodó varias películas de medio pelo y representó a sus colegas en el gremio de actores de Hollywood. Al principio Reagan aún votaba demócrata pero a principios de los años 60 dio un giro y pronunció un discurso respaldando al republicano Barry Goldwater en su carrera presidencial.

Aquel discurso fue el inicio de una carrera política que llevó a Reagan primero a ser elegido dos veces gobernador de California (1967-1975) y a lanzarse luego a la política nacional.

Al principio muchos creyeron que era demasiado conservador para competir por la presidencia y Gerald Ford lo batió en las primarias republicanas de 1976. Pero cuatro años después conquistó a los americanos presentándose como el antídoto al relato del declive de Estados Unidos, potenciado por la crisis de los rehenes de Teherán.

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Hoy Reagan suele aparecer entre los presidentes más valorados del siglo XX por su papel en el final de la Guerra Fría pero su legado aún divide a los economistas y a los historiadores. El PIB y la renta per cápita se doblaron durante sus años en la Casa Blanca. Se triplicaron los índices bursátiles y bajaron el paro, la inflación y los tipos de interés. Pero la deuda pública se triplicó por los gastos militares y se dispararon la pobreza y la desigualdad.

La respuesta a la epidemia de sida defraudó a los activistas homosexuales y la guerra contra las drogas llenó las cárceles de jóvenes afroamericanos. Se dispararon el crimen, las adicciones y la desnutrición y bajó la esperanza de vida de los afroamericanos. Pero muchas familias de clase media se beneficiaron de unas rebajas fiscales que dispararon el número de millonarios y potenciaron el consumo y la innovación.

Lou Cannon explica en su biografía The role of a lifetime la expansión económica con algunas cifras: "Cuando Reagan llegó al poder, sólo uno de cada seis americanos tenía un microondas y los radio-casetes eran una novedad. Al final de su presidencia, tres de cada cuatro americanos tenían en casa un microondas y más de seis de cada 10 tenían un reproductor de vídeo. Durante los últimos seis años del Gobierno de Reagan, se vendieron 105 millones de televisores en color, 88 millones de coches y camionetas, 63 millones de reproductores de vídeo, 62 millones de microondas y 57 millones de lavadoras y secadoras". 

Esa expansión económica creó una gran prosperidad pero algunos economistas argumentan que fue también el inicio de la burbuja que estalló en la crisis financiera de 2008.  

El presidente saluda por última vez. Reagan Presidential Library

El último día

Ese futuro ni siquiera se adivinaba aquella mañana del 20 de enero de 1989, cuando Reagan se disponía a abandonar por última vez el despacho oval. Había optado por no indultar a sus asesores Oliver North y Robert McFarlane, condenados por ocultar información al Congreso sobre el escándalo Irán-Contra, destapado en noviembre de 1986.

Reagan tenía un empeño especial por indultar a McFarlane, que unos meses antes había sobrevivido a un intento de suicidio después de gestionar el trato por el que el Gobierno federal vendió armas a Irán para financiar a la guerrilla anticomunista de Nicaragua. Pero Nancy y sus asesores le aconsejaron no hacerlo porque creían que sería un borrón en su presidencia.

Estaba demasiado reciente el indulto de Richard Nixon. McFarlane sería indultado tres años después por George H. W. Bush.

Unas horas antes, Reagan había pronunciado un último discurso en el que había hecho un elogio de los inmigrantes: "Ellos comprenden de una manera especial lo maravilloso que es ser americano. Renuevan nuestro orgullo y gratitud por Estados Unidos, la nación más libre del mundo y la última esperanza del hombre sobre la Tierra". 

Al día siguiente y un instante antes de salir del despacho oval, Reagan metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la tarjeta blanca que le habría permitido en cualquier momento desatar un ataque nuclear.

“¿A quién se la doy?”, dijo el presidente. “Aún no puedes deshacerte de ella”, le dijo su joven asesor militar Colin Powell, que le explicó que él mismo le quitaría la tarjeta justo después de que jurara el cargo su sucesor.

Al final posó para los fotógrafos y con muchos de ellos, que querían un recuerdo del presidente antes de la toma de posesión de Bush.

El adiós no fue tan sencillo para Nancy Reagan, que no pudo evitar llorar unos minutos antes de partir. Según explica Maureen Dowd en la crónica que publicó al día siguiente el New York Times, rebuscó antes de irse en todos los cajones. "Si te dejas algo, te lo enviarán. Tienen tu dirección", le dijo aquella mañana su jefa de prensa, Elaine Crispin.

"Ronald Reagan estaba nostálgico. Nancy Reagan estaba preocupada", escribe Dowd al principio del artículo de aquella mañana en la que la primera dama dejó una nota en un cajón vacío y una orquídea blanca para Barbara Bush.

Al final de la toma de posesión del nuevo presidente, los Reagan embarcaron en un helicóptero junto al Capitolio rumbo a la base aérea Andrews. "Ahí está nuestro pequeño bungalow", le dijo el expresidente a su esposa interpretando su papel por última vez.

El presidente saluda al Capitolio. Reagan Presidential Library

En la base esperaban unas 1.500 personas a las que los Reagan saludaron antes de despegar desde la escalerilla del avión. Era el mismo Boeing 707 que había llevado al presidente en sus legendarias visitas a Berlín o a Moscú pero ya no era el Air Force One. Despojado de su equipo de comunicaciones secretas y sin ningún militar a bordo, el trayecto fue bautizado como la Misión Aérea Especial 27000.

Dentro se mantuvo durante unas horas la ficción de que todavía era presidente. Se sirvió pollo con arroz y brócoli en un entorno donde seguían colgadas sus fotos con otros líderes mundiales. Reagan se quitó la chaqueta y se enfundó una cazadora de aviador justo después de despegar y antes de acercarse a hablar con los periodistas, que brindaron con champán y degustaron una tarta amarilla con la leyenda: “Los años de Reagan: 1981-1989”.

Al llegar, cientos de personas esperaban a Reagan en el aeropuerto de Los Ángeles. “Cuando uno se ve obligado a permanecer ocho años lejos de California, vive en un estado perpetuo de nostalgia”, dijo el expresidente, que anunció con sorna que interpretaría a un chimpancé en una película y que haría campaña para revocar la 22ª enmienda que limitaba a dos mandatos la presidencia del país.

La caravana era mucho más pequeña que en cualquiera de sus viajes. Apenas una limusina, dos vehículos del servicio secreto y otros dos con personas de su entorno.

El destino era el número 668 de Saint Cloud Road: una casa con tres dormitorios, seis baños y 670 metros cuadrados en el corazón del barrio de Bel Air. La habían comprado 20 inversores californianos unos años antes para el presidente por dos millones y medio de dólares en 1986.

"No es una comunidad donde hablamos por encima de la valla. Uno no pide prestada una taza de azúcar", decía uno de los nuevos vecinos de Reagan en un artículo del New York Times.

A unos metros estaban las mansiones de las estrellas Zsa Zsa Gabor y Elizabeth Taylor y la del productor Aaron Spelling, que incluía una bolera, un gimnasio, una piscina y una sala de proyección.

Al llegar a su nuevo hogar, a los Reagan los esperaba su perro Rex, un King Charles spaniel al que el entorno de Reagan le había traído de Washington un trozo de su moqueta favorita de Camp David y una caseta parecida a la Casa Blanca construida por un cuerpo de la Armada. “Bienvenido al mundo real”, le dijo a Reagan al entrar por la puerta su asistente personal Jim Kuhn.

Un epílogo triste

Dos días después de instalarse, los Reagan salieron de casa para celebrar la oración dominical en la iglesia presbiteriana de Bel Air, donde fueron recibidos con una gran ovación. "No haremos esto cada domingo que vengáis", prometió sonriente el pastor Donn Moomaw.

Reagan era uno de los vecinos más pobres del barrio y no trabajaba en casa sino en una oficina con vistas al Pacífico en la Avenida de las Estrellas. Allí terminó sus memorias y recibió a la madre Teresa un día en que estaba de visita en la ciudad.

Reagan inauguró su biblioteca presidencial en noviembre de 1991 arropado por cuatro presidentes con los que había competido en algún momento de su carrera: Nixon, Ford, Carter y Bush.

Al principio de 1993 sus amigos notaron que Reagan estaba perdiendo la memoria. Los americanos lo vieron por última vez con la mirada perdida en el funeral de Nixon, que se celebró en Washington en abril de 1994.

En agosto de ese año, los médicos de la Clínica Mayo de Minnesota le diagnosticaron la enfermedad de Alzheimer al expresidente. Reagan publicó una carta en la que explicaba que su objetivo era concienciar a los americanos y potenciar la investigación médica sobre la enfermedad.

“Sólo desearía que hubiera una forma de ahorrarle a Nancy esta experiencia dolorosa. Cuando llegue el momento, estoy seguro de que ella la afrontará con fe y valor. Cuando el Señor me llame a casa, cualquiera que esa casa sea, dejaré este mundo con el amor más grande por este país nuestro y con un optimismo eterno sobre su futuro”.

Unos meses después, Nancy convenció a su marido de que había llegado el momento de dejar de montar a caballo. Desde entonces vivió recluido con su esposa y una cuidadora en aquella casa de Bel Air. Murió el 5 de junio de 2004 y fue enterrado en su biblioteca presidencial debajo de una lápida con una de las frases que pronunció en la inauguración del edificio: “En mi corazón sé que hay un propósito y un valor en cada vida, que el ser humano es bueno y que lo que es correcto al final siempre triunfará”.

Reagan y su esposa. Reagan Presidential Library

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