El pintor Miquel Barceló relataba, en una ocasión, sus tardes de pesca con amigos. Los cuatro amigos que iban en barca se llamaban igual ‘Miquel’ y, sin embargo, cuando alguno de ellos interpelaba al otro “Miquel pásame esto o lo otro”, no existía confusión alguna. La razón es que, de forma sutil, cada nombre era pronunciado con un matiz diferente. Parece un razonamiento que suscita poca credibilidad, pero era así.
Y es que la homogeneidad, en manos del ser humano, termina rebelándose contra esa condición. De forma natural, el deseo de uniformidad que proporciona la homogeneidad contraviene la necesidad de singularizar cada elemento reconocible. El proceso de aprendizaje tiene algo de conocimiento e interiorización del hábitat que rodea a cada individuo, algo compuesto no solo por el lugar, sino por las personas y los pequeños detalles sin (aparente) importancia.
La ciudad, en su imagen diversa, se percibe a veces como un organismo homogéneo. La modernidad contemporánea tiende a la neutralización de la diversidad, promoviendo una materialidad de tonos grises o neutros que desactivan la singularidad. Mientras que el modernismo, el racionalismo o incluso el movimiento moderno de mediados del siglo XX trataban la estética como un aspecto relevante. La reducción de ruido estético frente al aumento del ruido mediático, como trasposición de la atmósfera relajada de la vida suburbana e incluso rural, se ha entendido en la modernidad como la neutralización del color y la forma. Este efecto inverso a la desnudez, en la que el color y la forma se cubren con envolventes neutras, parece olvidar la capacidad atmosférica que el color y la forma tienen sobre las emociones humanas.
La percepción de la arquitectura
Plinio enunciaba que “la mente es el verdadero instrumento de la visión y la observación y los ojos sirven como una especie de vasija que recibe y transmite la porción visible de la conciencia”. Una conciencia intelectual de la materia que se traduce en emociones personales, aquellas que el afán de comprensión y aprendizaje del mundo próximo forman parte del mecanismo vital humano.
“Kahn sabe que el rastro de color de los objetos está vestido de su complementario: es decir, que el color y la luz no son atributos abstractos de la materia, sino fruto del momento y de aquello que lo envuelve. Y pinta las sombras, para resaltar el pavimento, valiéndose del color complementario. Los tonos se hacen así más vivos […] Kahn no trata de reflejar la exactitud de lo real, ni tan siquiera el ambiente de lo que ve. […] Poco después de su vuelta, Kahn declara: ‘Intento en todos mis apuntes sobre un motivo no reproducir servilmente el sujeto, sino que lo respeto y lo considero algo tangible, vivo, de donde deben surgir mis sentimientos. He aprendido a apreciar que no era materialmente imposible desplazar montañas y árboles o modificar cúpulas y torres según mis gustos personales’.”
La arquitectura es una disciplina que trabaja de forma indirecta con los sentimientos, ya que tiene la capacidad de definir emociones a través de la composición del espacio habitado. El tratamiento perceptivo dentro del proyecto de arquitectura requiere de la sensibilidad que se deriva del profundo conocimiento de construcción atmosférica del espacio. Algunos arquitectos, a través de su formación han desarrollado un conjunto de conocimientos naturales que crean una nueva forma de hacer. El viaje, el dibujo y el conocimiento forman parte esencial de este aprendizaje que permite desarrollar proyectos singulares, incluso dentro de una apariencia neutral.
El arquitecto Ramón Vázquez Molezún tenía una capacidad excepcional para los proyectos de arquitectura, una mentalidad visionaria fruto de su profunda formación a base de viajes, dibujo, fotografía y lectura. Su obra, en muchas ocasiones junto con Jose Antonio Corrales, retrata el ingenio de una generación de arquitectos capaces de desarrollar obras magníficas con pocos recursos. Para el ingenio, es necesario aplicar un conjunto de recursos que no nacen del aprendizaje estandarizado, sino que tienen que ver con la relación directa del proyectista con el entorno que le rodea, a través del viaje y la experimentación del lugar. El dibujo y la fotografía producen una necesaria mirada atenta sobre aquello que se busca reflejar, y por tanto un aprendizaje lento y progresivo que se fija en la mente a través de la mano.
Foto: Nuria Prieto
Una obra que pasa desapercibida
La obra de Ramón Vázquez Molezún, arquitecto coruñés, es elocuente y en ella destacan numerosas obras popularmente conocidas como el refugio A Roiba, la Fundación Barrié, el Pabellón de España para la expo del 58, el Banco del Noroeste o el Banco de Brasil en Madrid. Pero algunas otras de sus obras, no resultan tan conocidas ya que se trata de trabajos de mejor entidad, al menos en apariencia, que además ya se han mimetizado en la ciudad. Este es el caso de una obra menor que apenas destaca en el conjunto del tejido urbano, como el número 25-27 de la calle Fernando Macías. La obra, sin fecha definida, aunque finalizada en la década de los noventa, aparenta ser una fachada más. Observada con más detalle, no es una obra más sino que tras ella se esconde una mano con intención.
El edificio de ocho pantas, bajocubierta, garaje y bajo comercial, sigue escrupulosamente las ordenanzas municipales, con una primera planta que sigue la alineación para volar el resto unos setenta centímetros por encima de la primera. El edificio es riguroso y neutro, una fachada en apariencia plana y sencilla. Su integración en la trama urbana se produce precisamente por esta aplicación volumétrica, que no busca notoriedad. Esta decisión es ingeniosa en la medida en que se encuentra rodeado de obras racionalistas y eclécticas, cuya ornamentación destaca su imagen en la manzana. La neutralidad o discreción de la propuesta es la mirada hacia la ciudad del futuro.La elección de una estética neutra y sencilla permite que el edificio pueda convivir de forma relajada con obras de otras etapas históricas en las que la ornamentación se entendía desde una expresividad más elocuente. Así Molezún desarrolla una obra perenne en el tiempo en la que trabaja los huecos y la materialidad como elementos de transición entre los tiempos, y sus etapas estéticas.
Foto: Nuria Prieto
El edificio presenta una fachada simétrica en una decisión encaminada nuevamente a dotarle de equilibrio y neutralidad frente a la voluntad siempre asimétrica del racionalismo. En los extremos se sitúan los huecos de menos tamaño y en el centro dos alineaciones de mayor tamaño. Ambos huecos de disposición horizontal son proporcionales entre sí, semejando una homotecia. La composición de huecos, y su relación morfológica crea una expresión equilibrada en la composición del plano de fachada. Las carpinterías originalmente delgadas y su posición a haces interiores, resaltan el ritmo de los huecos mediante un juego de sombras, lo que permite percibirlos como extracciones dentro del volumen a la manera de Eduardo Chillida.
Este equilibrio y sencillez compositiva no resultaría especialmente relevante más allá de un ejercicio geométrico, si no fuese porque todo ello se ve apoyado en una materialidad muy específica, y es que la fachada es pétrea. La elección de este material transforma todo el discurso morfológico-compositivo previo en un concepto arquitectónico de fondo que tiene que ver con la tecnología constructiva vernácula. El volumen es un muro de granito en el que se tallan los huecos. El agua que resbala sobre el granito, como imagen emocional recurrente que apoya un concepto arquitectónico materializado a través de la construcción. Ya que el arquitecto nunca separa en su obra el sistema constructivo de la génesis proyectual o de la estética elemental del proyecto. La construcción sin arquitectura es solo un conjunto de técnicas incapaces de producir emoción. Molezún demuestra en esta obra sencilla que pasa desapercibida, que incluso en las obras menores la mano del arquitecto aún se puede percibir, ese es el matiz.
Foto: Nuria Prieto
La predicción del Oráculo
En su novela ‘Todos tienen razón’ el cineasta Paolo Sorrentino incluye un peculiar prólogo de Mimmo Ripetto en el que éste enumera todo aquello que no soporta. Tras la larga enumeración indica que tan solo hay algo que excluye de ese insoportable conjunto de cosas: el matiz. Los matices definen la percepción, pero también la interpretación. Cavafis compuso un poema titulado ‘El Plazo de Nerón’ en el decía que el Oráculo de Delfos le había dicho al emperador “de los setenta y tres años guárdate”, pero Nerón contaba con treinte y tres años y pensaba que el plazo que el oráculo había vaticinado era, en realidad, demasiado largo.
“Ahora, algo cansado, volverá a Roma / mas deliciosamente cansado de este viaje, / en el que todo fueron días de disfrute” Cavafis. El plazo de Nerón
Pero en su última estrofa, el poeta dice: “Y mientras, en Hispania, Galba / recluta secretamente su ejército y lo entrena, / un anciano de setenta y tres años”. Un matiz en la interpretación erró la lectura de Nerón quien sí debía temer los setenta y tres años. La arquitectura, su edad, no se puede medir con el ser humano, nuevamente parece un plazo demasiado largo frente a la fugacidad de la presencia humana en el mundo. Pero conviene no caer en la trampa de la interpretación y utilizar el ingenio. Solo algunos arquitectos como Molezún tuvieron la capacidad de leer ‘el oráculo’ de la manera adecuada.