16 octubre, 2022 02:58

Lorenzo Quinn es un demiurgo y orfebre que moldea la materia para convertirla en arte figurativo. De sus dedos de artesano nacen esculturas de una belleza insólita, como las palmas y dedos que agarran desesperadas un muro en el canal de Venecia para denunciar la subida del nivel del mar o El Árbol de la Vida, un encargo  de la ONU que después convirtió en sello en 1993. Su forma favorita son las manos. También la más conocida de su vasta carrera. Para él, hijo de un artista tan multicultural como Anthony Quinn, representan el lenguaje universal. Por eso muchas de sus piezas se han instalado en lugares tan dispares como el corazón de Hyde Park, en Londres, frente a las pirámides de Giza, en Egipto, o en la Basílica de San Antonio de Padua a petición del Vaticano, que le pidió una escultura del santo que fue bendecida y consagrada por el mismísimo Juan Pablo II.

Sin embargo, Lorenzo Quinn no ha dedicado su vida sólo a la escultura. Como buen vástago de una de las grandes leyendas del Hollywood clásico, el escultor soñó con triunfar en la Meca del Cine al meterse en la piel de su artista favorito: Salvador Dalí. Antes aún de su periplo cinematográfico y de saber que acabaría esculpiendo figuras de más de veinte metros, el hijo de Zorba el griego y el Zampano de La Strada también trató de ser pintor surrealista y poeta. De ambas les queda la pasión: antes de lanzarse a moldear una escultura escribe un poema dedicado al bloque de bronce. Sólo entonces puede cincelar los contornos hasta transformarlos en obras de arte con sentido. Y, en breve, desvela, expondrá todos esos cuadros que nunca ha mostrado al mundo. Por primera vez.

Lorenzo Quinn recibe a EL ESPAÑOL | Porfolio en su taller, una gigantesca nave en el corazón de Barcelona. Entre brochas, cinceles, gigantescos esqueletos de acero y bloques de mármol y bronce que emergen como ángeles esculpidos en el espacio-tiempo, el artista evoca su infancia en Hollywood, cuando era vecino de John Wayne, Cher y Kirk Douglas y jugaba en bicicleta en casa de Paul Newman. Quinn confiesa que el único aliciente que lo haría volver al cine sería si pudiese encarnar a su padre en una biografía sobre su vida. También que este año mostrará al mundo dos de sus monumentales nuevas esculturas, una de ellas de más de 22 metros y destinada al Mundial de Fútbol de Qatar, quizás la más importante de su carrera.

Lorenzo Quinn posa en su taller en Barcelona

Lorenzo Quinn posa en su taller en Barcelona Manu Mart EE

P.– ¿Cómo acabó el hijo de uno de los actores más famosos de Hollywood esculpiendo estatuas en un taller de Barcelona?

R.– No es una pregunta fácil de contestar, porque nunca hubo un momento eureka. Yo sabía que quería dedicarme al arte. Adoraba escribir. De hecho, llevo escribiendo un diario todos los días desde los 18 años. También me apasionaba cantar, así que escribí varias canciones y hasta llegué a grabar un disco. Pero, sobre todo, me gustaba el cine. Estudié interpretación en varias academias de Nueva York. Hubo un momento que lo cambió todo: fue la película que rodé en 1989, Dalí, donde interpreté al famoso pintor. Salvador Dalí tuvo mucha influencia en mi vida. 

P.– ¿Dalí te hizo abandonar la actuación? ¿Qué pasó?

R.– Bueno, de entrada los productores de la película no me habían pedido a mí, Lorenzo Quinn, sino a Francesco Quinn, mi hermano. Nos parecemos mucho, aunque yo soy tres años mayor que él y un poco más alto. Desafortunadamente, él ya murió. Francesco venía de rodar Platoon con Oliver Stone y me consiguió el papel. Fui a Bulgaria a rodar la película. La dirigía Antoni Rivera, cineasta catalán que había firmado La ciudad quemada. Recuerdo que durante todo el rodaje me llamaban Francesco (risas). El guion era, sencillamente, impresionante. Estaba escrito por un americano, tenía un tempo y un ritmo increíbles. Era una película de Óscar, pero el resultado fue mediocre. Faltaba financiación, no se editó en América... en fin. Me supo tan mal que me lancé a nuevos retos, como la escultura.

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P.– Entonces eres escultor por despecho al fracaso de Dalí...

R.– Yo venía de participar en escuelas de 'actuación de método'. Al meterme en la piel de Dalí me di cuenta de que Dalí sólo hay uno, y que yo siempre sería la copia de un genio, de alguien que habría hecho algo mejor que yo. Eso me convenció para cambiar mi estilo, del surrealismo al simbolismo, y dejé de hacer cine. Somos payasos en la mano de un director o de un productor. En el cine sólo cuenta el dinero. Nunca tienes control sobre tu trabajo, y yo soy un friki del control. Eso me marcó, así que me alejé de la industria, me centré en mi arte y noté que mi calidad como escultor superaba mi calidad como pintor. Y eso que sigo dibujando, me encanta, pero no me siento cómodo exponiendo mis cuadros. Pero pronto lo haré.

P.– Han pasado más de 30 años desde aquel 'fracaso'. ¿Te has planteado volver a ponerte delante de una cámara?

R.– Justo hace unos días me llegó la propuesta de aparecer en una película dirigida por un cineasta con el que yo había trabajado años atrás. Pero lo rechacé. Le dije que ya había corrido mucho agua bajo el puente y que esa parte de mi vida había caído en el olvido. Sólo volvería a hacer cine si fuese para rodar la historia de mi padre. Porque merece ser traída a la pantalla. Tuvo una vida increíble. Mucha gente no sabe todo lo que padeció... fue una auténtica aventura. Tuvo todo en su contra y aún así consiguió ser una de las personas más importantes del mundo.

Lorenzo Quinn en su taller de Barcelona Manu Mart / EE

P.– Tu padre, Anthony Quinn, era un verso suelto en Hollywood, un hombre a contracorriente que erigió su fama desde la nada. Apareció en algunas de las grandes películas de la historia, como Zorba, el griegoLa strada. ¿Cómo recuerdas esa vida de aventuras?

R.– Él sufrió para llegar a donde estaba. Nació durante la guerra civil mexicana en un campo de refugiados. Su madre era soldadera; su padre, mi abuelo, luchó por Pancho Villa. Luego se perdieron de vista y se reencontraron en El Paso, México, como temporeros. Después emigraron a California. No tenía ni una sola carta ni un sólo papel para llegar a donde llegó. Encima su padre murió cuando él tenía 11 años y tuvo que cuidar de su familia. Era un mexicano en un país súper racista. Nunca quisieron darle el Óscar a mejor actor principal por su nacionalidad, y eso que lo nominaron cuatro veces y ganó dos premios a mejor secundario [uno por Viva Zapata en 1953 y otro por El loco del pelo rojo en 1957]. Fue un hombre que apareció en películas que calaron a varias generaciones. Tuvo una vida muy dramática que lo marcó como persona. Recuerdo esa cara increíble y camaleónica que un día podía ser árabe y otro español, griego, mexicano, esquimal o chino. Fue su gran suerte, su gran logro.

P.– ¿Qué es lo que más admirabas de él?

R.– Su fuerza. Su régimen de trabajo. Se deslomaba. Nunca estaba parado. Tenía una energía y una creatividad increíbles, pero también confieso que no era un hombre fácil. Si lo hubiese sido no habría llegado a donde estaba. Tienes que ser fuerte y estar muy seguro de ti mismo para sobrevivir en el mundo del cine. El problema es que casi todos los actores son inseguros, y quizás un motivo por el que se dedican a interpretar es para poder hacer en su vida ficticia lo que no quieren hacer en su vida real. Sin embargo, él siempre hizo lo que quiso: tuvo tres mujeres, trece hijos, que sepamos, y su vida fue como una película.

"Cuando eres hijo de un famoso no puedes equivocarte. Todos te miran, te juzgan, te destruyen antes de empezar. He aprendido a entrar en los restaurantes con la cabeza agachada"

P.– Por lo que describes de tu infancia, no sería raro cruzarse con Kirk Douglas en el hall de tu casa cada vez que bajabas a desayunar.

R.– (Risas) Nuestra casa estaba a una manzana de la de Kirk. Mis vecinos eran Jerry Lewis, Henry Fonda y Ricardo Montalbán. A la izquierda teníamos a John Wayne y enfrente a Cher. Me crié en esa calle. ¡Aún tengo la marca del día en que me caí de la bici en casa de Paul Newman! Ahora que me acuerdo, un día estuve un evento en Qatar subastando una de mis obras y Cher ofrecía un espectáculo. Al terminar de cantar, ella se acercó a mi mesa y me saludó. Evidentemente, yo sabía quién era, pero de repente me llamó por mi nombre: 'Ah, Lorenzo. ¿Cómo estás?'. Yo me quedé de piedra. '¿No te acuerdas de mí? ¡Yo vivía delante de vuestra casa y tú jugabas con mi hija!'. Claro que me acordaba. ¿Cómo no iba a saber quién era? (Risas). En fin, después emigramos de Hollywood a Italia y nuestros vecinos fueron los payeses. La verdad, aprecio más aquel periodo que el de Estados Unidos.

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P.– ¿Fue el éxito internacional de tu padre también tu condena? ¿Te hizo sombra ser 'el hijo de...'?

R.– Me abrió muchas puertas pero me puso barreras. En el cine quizás me habría ido bien, pero en otras profesiones se tiende a frivolizar con este tipo de cosas. Piensa que a la industria le gusta descubrir talentos, pero a nadie le apetece ayudar a alguien que tiene un padre famoso. Tiene su parte buena, porque cuando no eres famoso tienes tiempo para cometer errores y eso te hacer crecer; tienes que caer para poder aprender. Pero cuando eres el hijo de una persona muy famosa, no puedes equivocarte. Todos te miran, te juzgan, te destruyen antes de empezar. Yo he aprendido a entrar en los restaurantes con la cabeza agachada para no hacerme notar. Cuando pasaba con mi padre, todos se giraban y yo, que era muy tímido, siempre me escondía. Hoy mi hijo Christopher entra en un espacio público y todos le miran. Es una energía que lleva consigo, como mi padre. Yo aprendí a esconderla, a interiorizarla. Quizás por eso hago esculturas y no cine, porque eso me permite tener una vida que no sea pública. La escultura no crea fanatismos como la música o el cine.

Lorenzo Quinn en su taller de Barcelona Manu Mart / EE

P.– Tus obras más representativas son manos, como las que aparecieron en el canal de Venecia para denunciar el cambio climático o la espectacular construcción Building Bridges, también de Venecia, seis manos de casi 20 metros de largo unidas entre sí. Es un símbolo esencial de tu arte. ¿Qué representa?

R.– Confieso que habitualmente me suelen hacer una crítica bastante estúpida: dicen que sólo construyo manos. Y eso, claramente, lo dicen porque no conocen mi obra. Soy un artista figurativo, pero sostener que únicamente esculpo manos es como defender que Monet pintaba sólo flores o que Botero sólo dibujaba gordos. No. Ellos eligieron un símbolo para expresar su arte. Lo que sí es cierto es que mis obras más monumentales han sido instalaciones de manos, algunas temporales. ¿Por qué? Porque para mí tienen un valor universal y se pueden entender en todo el mundo. Mi obra trata de unir pueblos, culturas y géneros. Si hiciera desnudos muchos países no podrían poner mis esculturas.

P.– Si tuvieses que definir la escultura con una palabra, ¿cuál sería?

R.– Vida. Porque a mí me dan vida. Creo vida, replico vida y toda mi obra se mueve alrededor de la vida. Esculpir es dar vida a algo que no la tiene, crear un legado, un después de mi propia vida. Tú ahora vas por Italia, Egipto o Grecia y contemplas algunas de las grandes obras de la historia. Hoy sus artistas siguen con vida aunque lleven cientos de años enterrados.

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P.– Una de tus últimas obras se llama Baby 3.0. Dijiste que soñabas con que despertase la bondad y la esperanza. ¿Crees que el artista tiene una responsabilidad de cambiar la sociedad, un compromiso con su tiempo?

R.– No creo que sea nuestro rol. Lo que no podemos hacer es fingir o mentir. Si eres una persona empática y notas que hay partes de la sociedad que querrías cambiar, ¿por qué no crear una obra sobre ello? A mí, por ejemplo, me aterra el cambio climático. Tengo miedo por el futuro de mis hijos, la guerra de Ucrania, lo que está pasando últimamente en Irán. La gente ya está cansada de los políticos, de escuchar cosas y que luego nunca ocurra nada. Una imagen vale más que mil palabras, ¿no? Si consigues simplificar algo complejo en una imagen que cientos de miles puedan ver y entender, será fácil llegar a sus corazones y a su alma para hacerlos reflexionar. Si yo, a través de mi arte, soy capaz de cambiar al menos a una persona, habrá merecido la pena. 

P.– Como si se tratara de una profecía, llegaste a instalar en Miami una obra, Un peligroso juego, que mostraba una mano que sostenía un misil. ¿Era una premonición sobre la amenaza nuclear?

R.– Mis piezas siempre han sido un poco premonitorias. ¿Coincidencia? Quizás. Mi última obra, Baby 3.0, habla de la humanidad desde un punto de vista esperanzador, optimista, como si presentase un nuevo renacer. Espero que se cumpla la premonición, porque también veo que estamos a las puertas de una Tercera Guerra Mundial y que esa puerta se abre cada vez más y más...

Lorenzo Quinn en su taller de Barcelona Manu Mart / EE

P.– ¿Podemos parar la guerra con brochazos y cinceles?

R.– El arte sólo no va a cambiar nada. Necesitamos voluntad política, pero todo esto está en control de muy pocas familias. Hay unas escasas personas que lo controlan todo. Y yo no sé su agenda. A ellos quizás les conviene que haya guerra y destrucción para que después puedan volver a crear. Pero lo que está claro es que son empresas o personas que mueven el mundo, que tienen unos intereses bien definidos. ¿Una solución? La educación. Eso podría cambiar las cosas. En casa, en la escuela, en la calle. En la Antigua Grecia se estudiaba una asignatura sobre la empatía. ¡La empatía! Imagínate: dedicarle horas y horas a ser empático. Eso, lamentablemente, se ha perdido. Hoy tenemos el caos. Y yo no sé cómo representar el caos. Hay demasiada confusión. 

P.– ¿Qué diría tu padre sobre el presente?

R.– Se lo tendré que preguntar esta noche en sueños...

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P.– ¿Por qué exportas prácticamente todo lo que produces y en España no tenemos apenas obras tuyas?

R.– Porque el estado del arte en España es desastroso. Tenemos una política nefasta. Aquí, por ejemplo, una empresa no puede desgravarse la compra de una obra de arte como gasto de empresa. Tampoco obligan a los edificios a colocar arte. En Estados Unidos dedican un 1% o un 2% del presupuesto a poner arte en espacios públicos. Aquí no hay apoyo de las instituciones: no compran arte, y cuando lo hacen es a precios ridículos, por lo que no hay grandes obras. Ni tampoco artistas que expongan en España. Los pocos que lo hacen es porque han donado sus obras. Yo envío fuera todo lo que produzco. Llevo 25 años viviendo en España y apenas hay obra mía. La poca que hay es porque la he donado yo o un tercero.

P.– ¿Cómo se explica esa falta de interés? ¿Es una cuestión de la 'ignorancia' de los españoles o porque no nos educan para valorar la belleza?

R.– Yo sólo sé que Picasso se convirtió en leyenda fuera de España. Miró y Dalí también. Artistas contemporáneos como Jaume Plensa o Miquel Barceló han tenido éxito fuera. La gente aquí está más interesada en el fútbol. Cuando un político va a un partido se queda hasta que termina para ser visto, pero si hay una feria de arte sólo se pasea 10 minutos antes de largarse. Les aburre el arte, son unos incultos. Lo peor es que es un síntoma de una mala visión, porque no se dan cuenta de que el arte es riqueza. Miami era una ciudad secundaria, pero llegó el Art Basel y la convirtió en una de las más importantes del mundo. ¡Mueve cantidades increíbles de dinero! Venecia, será una ciudad preciosa y única, per tiene 50 millones de visitas y mueve mucho dinero gracias al mundo del arte. Tiene 700 fundaciones y la Bienal de Venecia se ha convertido en la más importante de la ciudad.

La escultura de las manos de Lorenzo Quinn frente a las pirámides de Giza Pixcelle Photography / Cedida

La escultura 'La Fuerza de la Naturaleza II' de Lorenzo Quinn instalada en Shanghai, China Imagen cedida

Imagen de la obra del canal de Venecia 'Construyendo Puentes' de Lorenzo Quinn Imagen cedida

P.– Tú vives en Barcelona, de la que muchas veces se ha dicho que es 'ciudad de artistas' o 'ciudad que respira arte', pero también has sido muy crítico con ella.

R.– Barcelona está muerta. Ada Colau ha matado esta ciudad. ¡Ha dicho que no a un Hermitage! ¡Uno de los museos más prestigiosos de la historia! Querían abrirlo aquí y no le han dado permiso. Hoy es una ciudad muy triste e insegura. Le falta vida. Sales por la calle y no ves la alegría de otras ciudades. Además, se ha vuelto peligrosa, y si tienes algo de valor debes esconderlo. Un desastre. Dicen mucho de Barcelona las obras de arte que se han inaugurado en los últimos años. Antes se vivía bien... ¿Me quiero ir? No creo que lo haga. Llevo 25 años y tengo aquí mi taller, mi gente, 100 familias que mantener. Es una responsabilidad. No es fácil. ¿Qué hago con toda la gente que depende de mí?

P.– Se dice que 7 de cada 10 fortunas del mundo tienen una de tus obras. ¿A quiénes podríamos ubicar?

R.– A muchos de mis clientes los conozco y a otros no. A lo largo de todos estos años es cierto que he vendido a grandes fortunas, pero nunca doy nombres si ellos no lo han hecho público antes.

"No sé hacia donde vamos. Estamos en una época de gran cambio para la Humanidad, pero también a las puertas de la Tercera Guerra Mundial"

P.– Pero es inevitable que digan que eres un artista estrictamente para ricos. ¿Cuánto llegan a costar tus obras?

R.– Bueno, pero es como decir que el bronce es caro. Evidentemente, en un mundo de 8.000 millones de personas hay muy poca gente que se pueda permitir una obra de bronce. Es un material semiprecioso. Tampoco puedo desvalorizar mis obras creando series de miles de piezas pequeñas. Se pueden hacer tiradas cortas, de 8, 9 o 10. Luego hay otras más pequeñas, que son las series de 99 piezas de bronce o de acero inoxidable y aluminio, todos metales, que son copias de otras de mis obras grandes. Estas empiezan en torno a los 6.000€. Son las más baratas. De las más caras no te puedo decir, porque sería revelar las identidades de mis clientes. Pero han costado millones.

P.– El Vaticano te encargó una escultura de San Antonio para su basílica de Padua. Fue bendecida por el papa Juan Pablo II. ¿Te sentiste mecido por la mano divina?

La escultura de San Antonio de Lorenzo Quinn en la basílica de San Antonio de Padua

La escultura de San Antonio de Lorenzo Quinn en la basílica de San Antonio de Padua Imagen cedida

Yo, que soy creyente, me sentí lleno de orgullo en ese momento porque piensas en todos los artistas del pasado que han trabajado para la Iglesia. Por aquel entonces yo estaba empezando. De hecho, creo que hoy haría un trabajo mucho mejor que el de entonces. No es mi mejor obra (risas). Sin embargo, la sensación de estar allí... Cuando llevamos la obra... al principio, para los fieles era sólo un trozo de metal. No le prestaron atención. Pero cuando fue bendecida por el Papa se convirtió en una obra sagrada, religiosa, y la gente hacía todo lo posible para tocarla, para llegar a ella. Fue en ese momento cuando acepté que ya no era mía, sino de los demás. Fue mi primera experiencia con una obra pública.

P.– ¿El artista tiene complejo de Dios?

R.– Depende del artista. Como dice la Biblia, Adán y Eva nacieron del barro. Nosotros hacemos algo parecido: cogemos el barro y creamos la vida. Pero obviamente sin ese don que tiene la mujer de crear vida a través del sufrimiento.

P.– Te defines como creyente, pero ¿en qué crees realmente? ¿Cuál es tu esperanza?

R.– A mí me gusta ser optimista, pero en mi interior no me siento así. Me gustaría que el mundo estuviera más unido a través del amor, pero cada día veo más guerras, más odio. Yo lucho contra el odio a través del amor. Pero es una pugna titánica. Es fácil caer en el odio, dejarse llevar por el mal antes que por el bien. ¿Sinceramente? No sé hacia donde vamos. Me da mucho miedo lo que está pasando en el mundo. Estamos en una época de gran cambio para la humanidad.

Lorenzo Quinn esculpe una de sus obras en su taller de Barcelona Manu Mart / EE

P.– Cada una de tus obras tiene su propia historia y su propio impulso. ¿Hay alguna de tus piezas de la que te sientas especialmente vinculado?

R.– Hay piezas que, por un motivo u otro, me han marcado o han creado un antes o un después en mi carrera. Support [Apoyo], de Venecia, me ha lanzado a nivel internacional. Luego está La fuerza de la naturaleza 2, que fue la primera obra que se instaló en un país árabe y supuso un gran logro porque ellos no suelen aceptar obras figurativas. Hoy está en el centro de Doha. Es una mujer velada aguantando el mundo. También está La mano de Dios: con ella introduje palabras en mi obra, y ahora todas se exponen acompañadas de textos. 

P.– Imagino que tienes nuevos retos entre manos. ¿Con qué vas a sorprender al mundo en los próximos meses o años?

R.– Estoy trabajando en dos inauguraciones en Doha, una de ellas para el mundial de fútbol que va a ser una pieza monumental y fija. Se llama The Perfect Goal y tiene 22 metros de largo y ocho y medio de alto. La otra se llamará Qatar Forward. Además, en diciembre inauguro otro monumento en Miami. Sé que las tres obras supondrán un antes y un después en mi carrera.

Lorenzo Quinn retratado en su taller de Barcelona Manu Mart / EE