14 diciembre, 2021 02:29

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En Los vencejos, la última novela de Fernando Aramburu, un par de amigos con ideaciones suicidas arrastran su vida soportando el inconveniente de estar vivos y convencidos de que se les han agotado las razones para vivir.

La actriz Verónica Forqué abandonó abruptamente la grabación del programa MasterChef cuando el cuerpo le dijo "basta". Aunque el capítulo se emitió en noviembre, el hecho se produjo durante la grabación del programa en verano. "No tengo buenas noticias. No me encuentro bien, estoy agotada", le escribió en un mensaje al miembro del jurado y su confidente, el chef Pepe Rodríguez. Ella ya había hablado de las depresiones que había padecido, había estado empalmando programas más bien erráticos, y la gota colmó el vaso. Según fuentes de la Policía, y a falta de que la autopsia confirme el hecho, se habría quitado la vida este fin de seamana. Tenía 66 años.  

A Alfredo Rodríguez —de 68 años y dueño del restaurante madrileño El Brillante, famoso por sus bocatas de calamares— se le quitaron las ganas de vivir cuando, acosado por las deudas, cayó en la depresión. Había heredado de joven el negocio fundado por su padre en 1951 frente a la madrileña estación de Atocha.

Había superado una infancia difícil en silla de ruedas por la polio y tuvo éxito en la vida. Tanto, que había ampliado el negocio en Boadilla del Monte (Madrid) y en un par de florecientes centros comerciales. Hasta que la crisis pandémica lo alcanzó con números rojos. El pasado 30 de agosto acabó con su vida de un tiro en la cabeza.

Verónica Forqué en una imagen promocional del programa 'MasterChef', su última aparición televisiva.

Verónica Forqué en una imagen promocional del programa 'MasterChef', su última aparición televisiva. RTVE

Los dos protagonistas de Los vencejos eligen el cianuro de potasio para su muerte voluntaria. Las pastillas son el recurso más frecuente entre los suicidas. Es más fácil conseguirlas que un arma de fuego. Pero Alfredo Rodríguez era un hombre de recursos y la muerte de Verónica Forqué, aunque sin armas de por medio, también ha sido violenta.

Según el INE, en 2020 se suicidaron en España 3.941 personas (270 más que en 2019), casi 11 cada día, una cada dos horas y cuarto. Aún no han salido los datos oficiales de 2021 al no haber acabado el año, pero muy posiblemente aumentarán respecto a la última estadística. De momento, la del año pasado es la mayor cifra desde que hay datos y la principal causa de muerte no natural en nuestro país. Triplica a los accidentes de tráfico, supera 13 veces el número de homicidios dolosos y asesinatos y multiplica por 85 los fallecimientos por violencia de género. Se estima que en España se producen 80.000 tentativas cada año y al menos dos millones de españoles han sopesado la idea alguna vez. Aunque las mujeres lo intentan tres veces más que los hombres, estos lo consuman más que ellas.

El Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid asegura que esas cifras no son reales: habría que multiplicarlas por dos o por tres, porque la mayoría de los suicidios se ocultan por el estigma, el tabú o el silencio y se registran como accidentes. Las estadísticas sobre la conducta suicida se basan principalmente en los certificados de defunción e informes sobre las investigaciones judiciales, que subestiman la incidencia verdadera. Además, el drama no termina con la muerte del suicida, continúa con el dolor de quienes viven su ausencia y se culpan por lo que tienden a creer que fue evitable.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que un suicidio individual afecta íntimamente al menos a otras seis personas, conque más de 20.000 personas en España podrían sufrir cada año las consecuencias traumáticas de un suicidio o de una tentativa "autolítica", que es como llama la Psiquiatría al daño físico que voluntariamente se inflige un paciente.

El número real de suicidios es dos o tres veces mayor: la mayoría se ocultan

La OMS estima que hay 20 intentos por cada uno de los 800.000 suicidios consumados cada año en el mundo (más que los conflictos armados, el cáncer de mama, la carretera, la malaria, el VIH o los homicidios). Cada 40 segundos una persona se suicida, cada dos segundos otra lo intenta. En Estados Unidos, la muerte autoinfligida ocupa el segundo lugar entre los fallecimientos de personas de 10 a 34 años. La idea de poner fin a la propia vida podría afectar a lo largo de su existencia a entre el 5% y el 10% de la población mundial.

A cualquier psiquiatra le resultaría fácil entender los sentimientos de quien levanta la mano sobre sí mismo. Carlos Castilla del Pino, reconocido neurólogo y psiquiatra, me dijo hace años en una entrevista que la corteza prefrontal medial es decisiva para la vinculación con los demás y nuestro sentido de seguridad en el mundo. En esa región anatómica del cerebro se activan los mecanismos neuroquímicos y celulares a través de los cuales se manejan las emociones de alerta para el correcto despliegue de la conducta. Es ahí donde el suicida se siente extraño a los demás, como si estuvieran lejos. Peor aún, como si no se tratara de distancia sino de desconexión. Como si el suicida viviera tras una pared de cristal.

El dueño de El Brillante, Alfredo Rodríguez, que se quitó la vida hace unos meses.

El dueño de El Brillante, Alfredo Rodríguez, que se quitó la vida hace unos meses. E.E.

Estamos ante un abismo aún sin cartografiar, pero un psiquiatra diría que Alfredo Rodríguez o Verónica Forqué vivían su depresión como si ellos y el resto del mundo ocuparan tiempos y lugares diferentes. Incluso cuando estaba con sus hijas, amigos o empleados, el dueño de El Brillante, no estaba con ellos. El mundo de los demás ya estaba perdido para él. El suicida vive en su propia muerte. ¿Cómo podrían los demás entender ese sentimiento de que se está muriendo, de que los deja? 

La muerte puede ser al mismo tiempo carga y consuelo. Pero los demás no pueden saberlo. Si lo supieran, se preocuparían o se asustarían. Le dirían que la vida es buena, que solo tenemos una y que vale la pena vivirla. Le dirían que no perdiera la esperanza. Pero para el suicida la esperanza es una sentencia de muerte. No puede sentir ni vivir de la esperanza. Para él no es que la esperanza sea lo último en morir, sino que morir es la única esperanza. Cenar con sus hijos, salir con los amigos, conducir un coche, leer el periódico: esas cosas ya no son posibles. 

Duerme dos o tres horas cada noche, con el pecho apretado, la respiración superficial y miedo a moverse; luego se despierta angustiado. Tal vez esconda las pastillas, el pentobarbital sódico o la pistola en un cajón. Pensar en apearse voluntariamente del oficio de vivir, ese esfuerzo, se ha convertido en su trabajo en la vida. 

Coincidiendo con el Día Mundial de Prevención del Suicidio, que se conmemora cada 10 de septiembre, la OMS advirtió que la pandemia aumenta las "ideaciones autolíticas" (la presencia persistente de pensamientos encaminados a cometer suicidio). La crisis está siendo la tormenta perfecta de la salud mental: aislamiento, pérdida de familiares o del trabajo, barreras para acceder a la atención médica, cicatrices psicológicas y ansiedad ante la incertidumbre.

En Israel, justo después de la primera ola de la pandemia, el Instituto de Ciencias Weizmann publicó un estudio con 20.000 personas que revela que los más afectados psicológicamente no han sido los más mayores, sino los adultos de entre 20 y 30 años acostumbrados a una vida muy social. La soledad los llevó a la depresión, que a su vez es la causa del considerable aumento de los suicidios y de los ingresos en hospitales psiquiátricos.

Rebrote tras la 'normalidad'

La Fundación Española para la Prevención del Suicidio, que ha creado un observatorio, esperaba para el 2020 una disminución significativa de los suicidios. Del mismo modo que el aislamiento motivado por la emergencia sanitaria redujo las muertes por accidentes de tráfico y los homicidios, resultaba lógico que lo mismo ocurriera con las muertes por propia mano, dado que los suicidas incuban sus ideaciones en soledad y ahora tenían que vivir confinados en compañía. Pero la vuelta a la normalidad provocó un efecto rebote.

El actor Román Reyes, de niño, en una fotografía que compartió junto a su madre para denunciar su situación.

El actor Román Reyes, de niño, en una fotografía que compartió junto a su madre para denunciar su situación. RR.SS.

Un estudio publicado en el semanario médico británico The Lancet certifica que en abril de 2020 se registraron en España un 18,2% menos de suicidios que el mismo mes de 2019 porque funcionó el dique familiar; pero en agosto, cuando había terminado el aislamiento, se produjo un aumento del 34%. En chicas de 12 a 18 años las tentativas se duplicaron como efecto diferido de una salud emocional deteriorada por la convivencia forzada e intensa, que provocó una exacerbación de la toxicidad familiar.

El pasado mes de septiembre el Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid presentó el proyecto Hablemos de… suicidio, que contó como invitado con el actor y director Román Reyes, cuya madre saltó en noviembre de 2019 desde un sexto piso en Almería. El relato de Reyes conmovió: vio venir lo que pasó, porque "mi madre no encontró ni el apoyo ni la ayuda psiquiátrica necesaria en el sistema sanitario para salir de la depresión. Lo que le ha pasado a mi madre es un crimen de Estado".

Reyes pide reforzar la prevención, denuncia que "la ratio por paciente es ridícula" y no entiende a quienes "sacan pecho con la sanidad española, porque en el apartado psiquiátrico y psicológico es tercermundista. Ya vale de atontar con pastillas a las personas que tienen ideas suicidas; esa no es la solución".

Lo mismo cree Luis Fernando López, investigador de conductas autolesivas y suicidas, que lamenta que no exista un Plan Nacional de Prevención de Suicidios. "Es muy decepcionante. La OMS lo está pidiendo desde hace tiempo". Una investigación del Colegio Oficial de Enfermería de Madrid, desarrollada en el Servicio de Urgencias del Hospital Universitario de Fuenlabrada, alerta sobre "un crecimiento llamativo" de pacientes y concluye que "el mayor porcentaje de los casos atendidos en la urgencia por ideación autolítica, son dados de alta con un diagnóstico de trastorno adaptativo, sin tener diagnostico psiquiátrico previo".

Abandono en España

El pasado mes de octubre, Pedro Sánchez presentó un Plan de Acción 2021-2024 Salud Mental y COVID-19 para atender al impacto provocado por la pandemia y prevenir la conducta suicida, que incluye la tentativa. Será una promesa intransitiva si no se refuerza el sistema público con más trabajadores sociales, enfermeras, psiquiatras, psicólogos clínicos y camas. "Lo que tenemos ahora en España es ridículo, si nos comparamos con el resto de Europa. La atención adecuada y a tiempo a una persona con ideas suicidas resulta clave para la prevención", afirma el decano del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, José Antonio Luengo.

La atención psiquiátrica está desbordada. El paro, el cierre de negocios, la muerte de seres queridos, la simple preocupación por hijos o familiares ha provocado el aumento de hospitalizaciones por depresión, que suele ser la antesala del suicidio.

La psicóloga americana Kay Redfield Jamison se preguntaba quién fue el primer ser humano en despeñarse, arrojarse a un río, clavarse una piedra afilada o ingerir plantas venenosas. Es una pregunta sin respuesta, pero es casi seguro que el primer suicida estaba deprimido. De hecho, entre un 10 y un 15% de los pacientes con depresión severa y recurrente muere por esa causa. Entre el 40 y el 70% de los pacientes con depresión tienen pensamientos suicidas y el 90% de las personas que mueren por propia mano había padecido un trastorno mental, en la mayoría de casos depresión.

Pero no siempre es así. Esa crisis sórdida, confusa y torturada que sufren los suicidas es única y no siempre es consecuencia de un trastorno mental. Lo confirma Luengo: "Muchas personas que padecen un trastorno mental tienen pensamientos suicidas, sí; pero muchas de las personas que acaban quitándose la vida no sufren ninguna enfermedad de ese tipo".

Es el caso de Toni, el protagonista de Los vencejos que, con pleno dominio de sus capacidades mentales, decide poner fin a su vida. También fue el caso del profesor suizo Henri Roorda, que antes de meterse una bala en el corazón a los 54 años contó sus motivos en un librito titulado Mi suicidio. Igual que Hemingway o los filósofos antiguos catalogados por Diógenes Laercio, Roorda amaba tanto la vida que cuando los fracasos y los años la convirtieron en tortura levantó la mano contra sí mismo. Mejor no ser que ser desdichado, pensaban los filósofos antiguos. Tanto Toni como Roorda planificaron su muerte durante mucho tiempo; sin embargo, el suicidio es sorprendentemente impulsivo. Una mayoría actúa en una hora y casi una cuarta parte en cinco minutos. No tener acceso a pastillas o a un arma durante ese tiempo reduce el riesgo de muerte.

En Estados Unidos, las armas de fuego son el medio más común de suicidio. Pero el escritor David Foster Wallace, célebre autor de La broma infinita y de otras historias frenéticas sobre personajes maníacos y destructivos (el suicidio aparece en gran parte de su trabajo) se ahorcó en su casa de California en 2008. Sufría depresión desde hacía más de 20 años y se medicaba con antidepresivos que le produjeron graves efectos secundarios. Cuando abandonó su fármaco principal, la fenelzina, volvió a caer en la depresión, de la que tampoco lo sacó la terapia electroconvulsiva.  

"No hay sino un problema filosófico realmente serio: es el suicidio", escribió Albert Camus en El mito de Sísifo. La frase le parece una "ocurrencia gratuita" al protagonista de Los vencejos. Los estudiosos clínicos del suicidio prefieren decir que el problema realmente serio es que no se hable del suicidio, que se oculte como un tabú y se descuide su prevención.

Los suicidios son sólo la punta más dramática del iceberg que es la patología mental. La Covid la ha agravado. La última ola de la pandemia será la de la salud mental.

Y también los niños.

Lo hacen. Es un mito que los niños no se suicidan. En 2020, se registraron en España 14 muertes de menores de 15 años (7 niños y 7 niñas), lo que duplica los casos de 2019. Entre la juventud de 15 a 29 años, con 300 muertes autoinfligidas, el suicidio es, después de los tumores (330 defunciones) la principal causa de muerte. Las ideaciones y tentativas de suicidio entre la población infantil y juvenil se dispararon en un 250% en 2020. Un trágico récord desde que se recopilan datos. 

En Estados Unidos, un estudio de 2017 de la Revista de la Asociación Médica Americana reveló que el suicidio es la octava causa principal de muerte entre los niños de 5 a 11 años. Los factores de riesgo de suicidio infantil incluyen la salud mental, los abusos, el acoso escolar, la familia o los estudios.

La mayoría de los suicidios ocurrieron en el hogar, sobre todo en el dormitorio del niño. Los métodos utilizados fueron mayoritariamente por ahorcamiento o asfixia (78,4%), seguido de armas de fuego (18,7%). La violencia doméstica, el abuso de sustancias por parte de los padres, los antecedentes familiares de problemas psicológicos se documentaron en el 40 % de los casos de víctimas infantiles. Una de cada cuatro tenía antecedentes de traumas.

De los 130 miembros de la OMS, hay datos de 90 países sobre muertes autoinfligidas entre adolescentes de 15 a 19 años. En ellos, en promedio, el suicidio fue la cuarta causa de muerte entre los varones jóvenes y la tercera entre las mujeres jóvenes.