¿Deben los países no democráticos disfrutar del privilegio de organizar un Mundial de Fútbol? Esa es la pregunta que buena parte del mundo se plantea hoy, a apenas 24 horas del partido inaugural, a la luz de la enorme lista de escándalos y de violaciones de los derechos humanos que han jalonado el camino de la organización de esta Copa del Mundo por parte de Catar, una monarquía absoluta en la que rige la sharía.

La concesión de la organización del Mundial de 2018 a la corrupta Rusia de Vladímir Putin generó el suficiente rechazo como para que la FIFA se planteara la inconveniencia de negociar con determinados regímenes y optara por una política de mínimos que le llevara a rechazar la candidatura de aquellas naciones que no respeten los derechos humanos o protejan las más elementales libertades públicas. 

Pero nada de eso ha ocurrido. El proceso de concesión de la Copa del Mundo a Catar por parte de la FIFA ha sido tan opaco como siempre. Las sospechas de corrupción han sido abrumadoras. En la construcción de los estadios de Catar, un país sin ninguna tradición futbolística, han muerto miles de trabajadores extranjeros en condiciones infrahumanas y que no es exagerado calificar de esclavistas. 

Catar no es, desde luego, la primera dictadura que acoge un Mundial, y esa es su única defensa. La Italia de Mussolini organizó la Copa de 1934. La dictadura argentina, la de 1978. Y la Rusia de Putin, la de 2018. Es sabido que la China de Xi Jinping aspira a celebrar un Mundial en el futuro. Por supuesto, no por su tradición futbolística, menor si cabe que la de Catar, sino como herramienta para el blanqueamiento de su régimen. 

La decisión de prohibir la venta de cerveza en la proximidad de los estadios, siendo incomparablemente menos trascendente que la represión de la comunidad LGBT o la imposición de normas de comportamiento y de vestimenta a las mujeres, lo dice todo sobre la sumisión de la FIFA a las exigencias del régimen teocrático catarí. 

EL ESPAÑOL no puede más que señalar la hipocresía de esas selecciones, incluyendo la española, que han aceptado participar en el Mundial y que pretenden solventar la papeleta con algunos gestos inanes. Como el de portar brazaletes con los colores de la bandera LGBT durante los partidos. O como el de declarar en alguna entrevista lo muy concienciado que está tal o cual jugador con los derechos de las mujeres. 

Si algún efecto corrosivo ha tenido la popularización de esa infantiloide política de los gestos que se ha apoderado de las sociedades occidentales es el de que se ha acabado convirtiendo en el grotesco óvolo que los "pecadores" pagan a la iglesia del postureo por su complicidad con aquello que critican. ¿Qué se consigue hincando la rodilla en el suelo antes de los partidos? ¿O poniéndose un brazalete de colores en el brazo? ¿Qué derechos consiguen para las mujeres y los gais cataríes? ¿Qué daño le hacen a la dictadura?

El Mundial es un negocio, sí, y los cataríes han pagado más que nadie para albergarlo en 2022. Lo suficiente para reprogramar todas las competiciones nacionales y celebrarlo por primera vez a mitad de temporada, en invierno, y no al final.

Pero que el cinismo de la FIFA, de las federaciones nacionales, de sus directivos y de las selecciones que participarán a partir de este domingo en él no haga que olvidemos que el fútbol solía ser algo más que un deporte. Que los valores deportivos no eran sólo un lema bienintencionado al pie del logo de algún equipo o de algún organismo federativo, sino unas reglas de conducta aplicables a todas las esferas de la vida.

La respuesta de EL ESPAÑOL a la pregunta con la que arrancaba este editorial es obvia. No. Las dictaduras no deberían organizar Mundiales. No existe mayor amenaza para las sociedades democráticas que el relativismo moral. Cuando este, además, se utiliza para blanquear o enriquecer a una casta corrupta, el rechazo debería ser unánime.

Este es el Mundial de la hipocresía y de la vergüenza. Y así pasará a la historia.