Hace dos semanas, el periódico ucraniano The Kyiv Independent publicó un reportaje tristísimo. En Los soldados ucranianos que asaltan la orilla oriental del Dniéper temen que su misión sea imposible, Asami Terajima recoge la angustia de los combatientes en ese frente, con el fango hasta el cuello y el miedo en la garganta, relatando como hombres lo que sólo sería soportable como bestias.

Al subestimar el número de tropas rusas alrededor del próximo objetivo, el grupo de Mikulak estuvo a punto de quedar rodeado. En ese momento, su hermano de armas de 25 años, diez metros atrás, recibió una herida de metralla y murió desangrado. "No pude salvarlo y lo lamento", se culpa Mikulak por no correr inmediatamente hacia su camarada para socorrerlo. "Al cabo de tres minutos, estaba cubierto de sangre. No llegué a tiempo".

La pequeña Anastia recoge comida repartida por los voluntarios cerca de Jersón.

La pequeña Anastia recoge comida repartida por los voluntarios cerca de Jersón. Nacho Doce Reuters

Los eternos ciclos de violencia arrastran hacia pensamientos hostiles. Los hombres mueren a cientos, se dicen, y no hay perspectiva de avance hacia este y sur, donde las posiciones se mantienen a un coste aterrador. ¿Cuál es el propósito de este horror? ¿Cuándo acaba el miedo? ¿A cuánto queda la libertad? Y si llega, después de todo, ¿quién estará entre nosotros para arroparla? 

Durante meses, los avances ucranianos inspiraron al resto de europeos, en una lucha de David contra Goliat con resultados bíblicos. Fue más difícil explicar que los milagros no son de este mundo. Los estrategas ucranianos comprobaron que el inmovilismo impacienta a los proveedores, hambrientos de eventos triunfales para enviar más armas y más fondos "a las puertas de Europa", y muchos combatientes se asumieron como carne de cañón, como parte de las ofrendas.

Al observar el teatro político desde lejos y la muerte desde cerca, los soldados dicen que les duele que sus vidas corran peligro por lo que perciben como una decisión política para obtener un éxito simbólico en el campo de batalla.

Las críticas por este reportaje y otros fueron feroces. Muchos compatriotas acusaron al diario de conspirar contra el país. De rebajar la moral del pueblo. De alentar al enemigo. De desanimar a los aliados. No es tiempo de dar malas noticias sobre Ucrania, reprocharon, y contar la corrupción, el hambre o el miedo. El periódico, sin embargo, respondió con un editorial impecable.

No haríamos ningún bien si dirigiéramos The Kyiv Independent como un aparato de propaganda o como una publicación de noticias felices, únicamente compuesta de historias de éxito, que también contamos. Perder contacto con la realidad es peligroso, especialmente en tiempos de guerra. Hemos visto cómo la desconexión de la realidad está detrás de muchos fracasos de Rusia. Gracias a su mala Inteligencia y sus líderes corruptos, entraron en Ucrania pensando que tomarían Kyiv en tres días y entre flores. No podemos caer en la misma trampa de la ignorancia.

Y no nos engañemos. El presente es incierto para Ucrania.

La unidad política en torno a Zelenski, principal reclamo de las democracias occidentales, se resquebraja. Las contribuciones militares a la resistencia han caído a finales de año casi un 90%, según el Instituto Kiel, y el panorama es poco prometedor en Washington y Bruselas. Los republicanos, afincados en el trumpismo, bloquean los envíos de armamento y dinero. La Unión Europea sortea con dificultades el veto de los húngaros, y lo que traslada es escaso y llega tarde. Rusia evita sanciones a través de terceros, y Occidente todavía estudia si emplear o no los fondos congelados de los oligarcas del Kremlin para la defensa de Europa, si imponer sanciones más severas o no para impedir, al menos, que la tecnología europea mate ucranianos.

Y mientras tanto el resto del mundo observa la tragedia con indiferencia, cuando no con simpatía hacia Rusia, y reina la sensación de que los ucranianos han recibido lo suficiente para no perder, pero carecen de los medios para ganar. Después de morir miles de sus mejores hombres, tienen problemas para reclutar, y se agotan los recursos en el frente y en las cuentas. Como adelantó María Sahuquillo en El País, el retraso de las ayudas europeas dejará sin nómina a dos millones de funcionarios y a otro millón sin subsidios.

Así que seamos claros. ¿No sería estúpido negar o manipular esta realidad, a fin de procurarnos una euforia inútil? ¿Por qué no afrontarla sin fatalismos a conciencia de que no hay victoria posible, a menos que se persiga con determinación y valentía?

Las dictaduras creen que la verdad y la libertad debilitan a las democracias. Pero es justo al revés. Y la guerra de Ucrania también va de esto. De despojarse de la misma oscuridad y silencio que tiene a Vladimir Kara-Murza y Alexéi Navalni en prisión, a Borís Nemtsov y Anna Politkóvskaya bajo tierra, y a cientos de miles de sus compatriotas en el exilio. De contar la verdad, y las malas noticias, a riesgo de que caigan como un yunque. De mantenerse libres "no sólo de Rusia, sino de cuanto representa". De creer en la democracia en cada momento, incluso si la tentación es apartarla por un rato a la espera de un tiempo más favorable. Ese tiempo nunca llega.