Como cada año por estas fechas, los Grinch de rigor salen de sus cavernas del páramo del escepticismo y se aplican a su infatigable campaña antinavideña. Hombres bendecidos con el desengaño y la incredulidad, se proponen curar a sus congéneres de su ilusión (en su doble acepción), aclarando a quienes disfrutan de este tiempo de esperanza que son presas de una creencia mitológica en un personaje pseudohistórico.

Más allá del ateísmo ambiental que informa nuestra sociedad descristianizada, es de suponer que la efusión de rezongos mana del malestar de quienes viven este tiempo desde un imperativo de felicidad que no se verifica luego en vidas anodinas, lóbregas, desmembradas —no normativas.

'Natividad', Alfons Mucha.

'Natividad', Alfons Mucha.

Se trata de un tremendo equívoco. La Navidad no es un tiempo de felicidad —en el sentido vulgar en que se concibe hoy en día, como una experiencia de plenitud superficial y coyuntural—, sino un tiempo de alegría, cosa bien distinta.

Aclara esta confusión Joseph Ratzinger en su iluminador libro La infancia de Jesús, al interpretar que la alegría que se conmemora en la Natividad de Cristo es el verdadero núcleo de la fe cristiana, la síntesis de todo su mensaje: el Evangelio, que significa buena nueva.

Con el saludo del ángel Gabriel a María "comienza en sentido propio el Nuevo Testamento": ¡alégrate!. En la Anunciación del redentor hay una teología de la exultación: el corazón de los fieles se llena de alegría, "el don propio del Espíritu Santo", al conocer la buena noticia —la promesa de una renovación radical de la condición humana. Por eso mismo, María ha encontrado gracia ante Dios.

Quienes —razonablemente— no entienden por qué habrían de sentirse gozosos, en ausencia de cambios tangibles en su vida que justifiquen ese regocijo, acaso olvidan que la alegría no excluye las penurias ni las tribulaciones.

De hecho, la alegría a la que llama la Iglesia contempla con nitidez el dolor, realidad inextricablemente humana. La redención, recuerda Ratzinger, consiste en "una liberación del estar oprimidos en el propio yo", que "tiene el precio del sufrimiento de la Cruz". No es "una romántica sensación de bienestar".

La alegría que los creyentes celebran particularmente en el tercer domingo del Adviento no es una natural, como se la entiende al uso. Es una alegría sobrenatural, aquella que parte del descubrimiento de que no estamos encerrados en nosotros mismos. Que la existencia no se agota en mí. Que todos nuestros desvelos y miserias no son en vano, porque el cosmos no es sordo a nuestro sufrimiento ni a nuestra condición de precarios peregrinos.

Resulta significativo que cuando el ángel se presenta a los pastores para anunciarles el nacimiento del Cristo, ellos se llenaron de gran temor. Pero inmediatamente se les insta a no turbarse, a sentir una gran alegría.

Este es el auténtico sentido de la Navidad, más pertinente si cabe en este tiempo de desnudez antropológica. Que lo que resulta temible por su inconmesurabilidad se ha hecho asible. Que lo sublime que inspira asombro y congoja se ha hecho cálido. Que aquellos "abismos" de los "espacios infinitos y la nada" que espantaban a Pascal han adoptado una escala humana.

La forma más elemental de esa alegría que conmemoramos esta noche es la paz, el consuelo que cura del vértigo angustioso que sentimos al pensar que el mundo es moralmente indiferente. El hombre ya no está a la intemperie —ya no hay motivos, pese a todo, para la desesperación.

Se da la paradoja de que una época más hambrienta de sentido que nunca es también la más incapaz de Dios de cuantas hemos conocido. La piedad, la veneración o la humildad son disposiciones del alma de las que el superhombre celebra haberse despojado.

Pero la metáfora nietzscheana de la progresión del espíritu hasta el hombre nuevo, que va desde el camello que lleva consigo una lastimosa carga al león que se desase indómito de las cadenas, prescribe al niño como punto de llegada y figura del "nuevo comienzo". Y bien pudiera ser que ese niño hubiese nacido ya, hoy mismo, en una gruta de Belén.