Santiago Abascal no será vicepresidente, pero es médium y dice que "habrá un momento dado" en que "el pueblo" quiera "colgar de los pies" a Sánchez. Es la profecía de su testiculario. Amasándolo, vislumbra el futuro como las videntes de la madrugada televisada en las bolas de cristal.

Qué sé yo. El cristal, al final, sólo tiene eso. Refleja. Nunca se puede hablar del todo de los demás sin hablar un poco de ti mismo. Nuestro destino está trenzado, oscuramente. 

Santiago Abascal.

Santiago Abascal. Reuters

Hermann Tertsch llama a estas declaraciones "clase de historia", ¡pero eso es tanto decir! La historia es conocimiento templado y detesta los futuribles.

Tampoco sé bien qué esperar de la cátedra del profesor Abascal, un tipo que prometió liderar una nueva Reconquista (la que a él le mola, sabemos, acabó en el XV) calzándose un morrión, aquel casco del XVI. Yo no le elegiría de compañero para el Trivial, por si acaso. Pido perdón. Me gusta ganar. 

Tampoco le votaría ni como representante de mi escalera, claro, porque Santiago olvidó hace mucho que la política empieza cuando la violencia cesa. Él es ya la antihistoria y la antipolítica, un insulto bípedo a los conceptos que tantos siglos hemos tardado en elevar y en dignificar. 

Abascal no pinta nada aquí. "El pueblo" al que se refiere, el que supuestamente está a dos cafés de querer empalar a Sánchez, resulta que le ha elegido como presidente, muy especialmente, para que el de Vox no tocase el balón de la vicepresidencia.

Ese es el pueblo: el que resiste a golpe de papeleta a sus palabras toscas. El que le expulsa del poder como si fuese un órgano mal trasplantado, un hígado picado de otro tiempo. 

No se da cuenta Santiago de que en este país ya no vale ni como portero de discoteca. Esperamos más sofisticación de los que prometen protegernos, de los que nos aseguran el orden salubre de las cosas. Incluso en la puerta del pub. ¿Qué decir ya del Congreso? 

Su estilo está obsoleto. Y es ese propio estilo cerrado y en círculos, ese estilo tozudo y triste que se embiste a sí mismo, el que le está impidiendo entender nuestra verdad ciudadana y adaptarse. Su estilo le incapacita. Su estilo, primario hasta el hartazgo, le lleva a liderar esa república bananera moral de la que tanto se afana en huir.

Ese es hoy su extraño reino, su único reino, su incanjeable reino. 

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El vituperio colérico a Sánchez, lejos de auparle, le impulsa con más vigor aún a los márgenes del Estado, del sistema. No entiende, Santiago. No escucha. Si volviese a nacer ahora, a finales de 2023, si empezase de cero y tuviese que ganarse el respeto en el patio del colegio en las décadas venideras, volvería seguro a desoír la sofisticación de la comunicación moderna y a amenazar a sus enemistades a la vieja usanza: "Nos vemos a las dos en la puerta de salida".

Y el notas asediado ya sabría que a las dos le iba a caer una somanta de palos incontestable, una auténtica lluvia de leches que se acercaba desde el recreo a pasos agigantados, como una nube de mosquitos, como una maldición bíblica de las que te ponen las rodillas a flaquear y te inhabilitan para cualquier forcejeo serio. Ese fue el bucle de la ira adolescente hasta los 90. La gente, en la grada, disfrutaba y comía palomitas mientras al pacífico le pisaban el cuello

Aún se puede enardecer a cuatro grupúsculos de pirados, es cierto. Como mucho, a esos pocos desfasados que se expresaban en Ferraz con puños y piedras. Aún podemos tener un susto, inmediatamente seguido de la vergüenza. 

No entiende, Santiago. No escucha. No advierte que hoy los protocolos son otros y que ahora no se margina al amenazado, sino que se expulsa al matón. Del colegio, de la vida pública. Al menos hasta que hable consigo mismo y se calme. Ya no quedan muchos amigos que le rían las gracias, apenas unos cuantos esbirros como Garriga y Nolasco. 

Son las dos, sonó la campana del fin de las clases, ya estamos en la puerta del centro educativo. Pero no aparece Sánchez. No aparece nadie. No hay vítores, no hay expectación, sólo un zumbido sordo, el del combate extemporáneo.

Santiago, que se había arremangado, vuelve a casa con las manos en los bolsillos.