Hoy quiero escribir contra uno de los males de nuestro tiempo: el fatalismo. Especialmente aquel que opera como profecía autocumplida.

Estos días, uno repasa titulares de medios de referencia, que condicionan el pensamiento y las percepciones a nivel global, y son casi todos fatalistas o derrotistas. The Economist abre con el interrogante de si Rusia está ganando la guerra y describe el "sombrío" estado de ánimo que cunde en Europa ante el órdago de Orbán, a punto de cargarse el último Consejo Europeo de 2023 y, quizá, toda la política europea sobre Ucrania.

También veo temores ante Wilders o ante otra presidencia de Donald Trump. Que Trump "ganará" es otro escenario apocalíptico que se presenta casi decidido de antemano.

Similar negativismo reina con la emergencia climática.

En efecto, muchas cosas van mal y pueden ir a peor. Yo he sido cuervo de mal agüero. Cuando en 2021 me fui convenciendo de que lo de Putin no era mera dramaturgia, sino que era probable que invadiera toda Ucrania y desencadenara la peor guerra en Europa desde 1945, parecí tremendista.

Pero el fatalismo que critico rechaza la idea de agencia humana. Es decir, la idea de que el ser humano, y los líderes y actores políticos, sociales y económicos, pueden tomar o no decisiones (la inacción es acción pasiva), a veces de forma insospechada y audaz. 

A Kissinger le costó entender que miles de pies por debajo de su avión, donde disfrutaba de un whisky camino de otra lucrativa conferencia, hay hombres y mujeres que quieren escribir otra historia, rompiendo marcos y renglones preestablecidos.

Soy crítico con cierta geopolítica. Los Estados no son entes orgánicos que actúan por inclinación natural o divina, sino que están dirigidos por personas con sus percepciones, juicios y prejuicios, y que los inclinan en una u otra dirección. La Historia no se repite, como se cacarea perezosamente: la repiten algunos.

En 2022, Putin se hizo no ya un 1938 (Sudetes), sino un 1939 (Polonia), lisa y llanamente porque quiso. Porque destruir Ucrania es su objetivo (junto con sobrevivir políticamente), reconstruyendo el Imperio ruso mediante la violencia extrema. 

Ese fatalismo suele flirtear con el determinismo, mal consejero de la historia humana. 

A menudo, además, tiende a reflejar actitudes en los niveles más baratos de la condición humana, desde la pereza mental, la falta de voluntad o el cinismo, hasta la cobardía. Síndromes que se extienden en parte de la clase política de este cambio de época, y también en una profesión periodística donde prima el clickbait sobre el análisis profundo y menos sexy, incluidas pequeñas grandes historias de esperanza y posibilidad (Armando Zerolo escribe en Época de idiotas sobre cómo el decadentismo elimina la idea de posibilidad).

Pero las cosas serán o no. Esos escenarios se darán o no, o lo harán en dimensiones intermedias, muy en función de lo que nuestras élites hagan y decidan. Y también en función de lo que hagamos los demás en ese empeño. 

Vuelvo a Ucrania, que tiene agencia. Es decir, conciencia de sí misma, de existir, y determinación de seguir siendo, especialmente ante una amenaza existencial como es la Rusia de Putin.

Ucrania ansía ser dueña de su futuro, escribir su Historia y salir del perenne fatalismo de hambrunas, derrotas y exterminios que forman parte de su pasado. Si Zelenski hubiera hecho caso de titulares y avezados sabios de Washington, hoy Ucrania estaría en una condición infinitamente peor. Pero eligió quedarse y luchar, cambiando el capítulo que tantos tenían escrito para él y su pueblo.

Hablando de Ucrania. Déjenme darles más ejemplos concretos.

Ucrania ha usado misiles británicos y franceses contra la retaguardia rusa en Ucrania, Crimea en particular. Lejos de provocar ninguna "escalada" contra Occidente, han forzado a la "invencible" flota rusa del mar Negro a replegarse, permitiendo a Ucrania reabrir parcialmente sus puertos para exportar grano y otros productos.

Los misiles estadounidenses, por el contrario, llegaron tarde, pocos y en versiones anticuadas. Aún así, este octubre permitieron a Kiev destruir una veintena de helicópteros rusos que fueron clave para frenar su contraofensiva en el sur, en junio.

Si Joe Biden hubiera sido antes más decidido, el contexto, hoy, aunque complicado, sería mejor.

Esto es aplicable a la política de casi todo Occidente. El consenso de armar a Ucrania lo justo para que se defienda, pero no para que pueda prevalecer contra Rusia, es una decisión consciente y también un craso error estratégico del que nos arrepentiremos.

Insisto. Aún podemos darle la vuelta, si queremos.

La guerra no será larga porque sí, sino en gran medida porque empresas occidentales y del fantástico Sur Global siguen haciendo negocios con Rusia, le suministran tecnología y compran hidrocarburos en sumas billonarias. Esto ayuda a Putin a triplicar su presupuesto de Defensa para los próximos años.

Gracias, CEOs de empresas españolas que compran gas natural licuado a Rusia (estos seis meses, España concentra el 18% de las ventas rusas). Esos CEOs han contribuido a aumentar las posibilidades de victoria rusa. Y quizá también las de una guerra peor, que podrían heredar nuestros hijos e hijas.

Que Rusia gane o no, no está escrito. Ese escenario lo escribe, además, la minoría extremista que en Estados Unidos bloquea un paquete decisivo para Ucrania en 2024.

También lo escribirá Orbán, ser nefario, si se sale con la suya. 

El fatalismo, en fin, exime de responsabilidad a decisores y políticos de las consecuencias de sus acciones o inacciones, algo nefasto para la democracia.

Sí, a veces las circunstancias son terriblemente adversas y el optimismo ingenuo no es tampoco el camino. Pero será quizás mi formación cristiana y la idea de libre albedrío. O mi fascinación por cierto Nietzsche y la fuerza de la voluntad humana.

O será porque, escribiendo de camino a Ucrania y tras algunos bombardeos allí, vivo de cerca las consecuencias del potencial triunfo de las distopías.

El caso es que no me resigno. ¿Y ustedes?