Micaelita Aránguiz respondió "no" delante del altar. Frente a los invitados, rechazó ser fiel a Bernardo de Meneses en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarlo y respetarlo todos los días de su vida. Tras quince minutos de noes, el novio abandonó la iglesia y todos cuchichearon. Nadie comprendía el cambio súbito de opinión. Ella se había mostrado "loca de contento" mientras se preparaba para salir.

Rauw Alejandro y Rosalía, en una imagen compartida en las redes sociales.

Rauw Alejandro y Rosalía, en una imagen compartida en las redes sociales. Instagram

Micaelita lo explicó más tarde: el vestido que llevaba había pertenecido a la familia de Bernardo, que aquellos días andaba obsesionado con recordar a todos el valor casi museístico de la pieza. Cuando atravesaba el pasillo nupcial, el volante quedó enganchado en un alambrito que lo rasgó de un tirón. En la cara de él, contó, contempló la ira encenderse. Vio "desnuda su alma". La protagonista de El encaje roto, el cuento de Pardo Bazán, no declaró en público el motivo de la ruptura "por su misma sencillez. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias".

Cuando el amor se exhibe, se abdica de él. Le sucede lo que a una canción, una pintura o una novela en el momento en que queda publicada. El manillar se afloja en las manos del autor. El significado de la obra se modifica con cada espectador, que la hace suya, que la incorpora a su biografía.

Cuando se convierte en tapón para el aburrimiento ajeno a través de internet, pues transformar las vidas de los demás en entretenimiento es la función esencial de las redes sociales, la intimidad se entrega a quien la observa. Se escoge, así, que quienes se relacionan con una pareja lo hagan creyendo que ya saben de ellos todo lo que hay que saber.

La boda de la niña con la que hiciste la primera comunión se convierte en el frontón en el que pelotear prejuicios y miedos y el noviazgo del primo de tu amiga con el que coincidiste en un cumpleaños funciona como vasija para frustraciones y vértigos. Has visto las fotos, te has tragado los vídeos. Hecha pública, la intimidad queda desamparada.

Pero el enamoramiento ensancha el corazón y rellena el cuerpo, que se vuelve entero loco y parece querer salirse de sus barreras, traspasar la piel. La emoción que desborda suele encapsular una felicidad que, recién estrenada, torna como el melasma en verano: difícil de esconder. Lo que entusiasma busca siempre trascender los límites de una. Y el amor, bien absoluto, aspira a anegarlo todo.

En una vida normal, esto se traduciría en una lengua que salpica las conversaciones con amigas de anécdotas de él, en el impulso de compartir imágenes con pies de fotos repletos de bromas privadas, en stories de cenas románticas en las que ella mira al infinito mientras sonríe sujetando una copa de vino blanco. En condiciones de celebridad, la relevancia de los detalles estalla.

Sabemos que la cantante no confiaba en los hombres, pero que con él aprendió a hacerlo porque antes sólo conocía a los que estaban emotionally unavailable, que para su boda con él le apetecía un vestido de Vivienne Westwood, que ella se indignó en vídeo porque él despreció en público las aceitunas.

Frente a la cámara y el micrófono, la relación expuesta se convierte en la de todos los que miran, ahora accionistas del noviazgo. Todos opinan, todos sabían, todos ven la sudadera gris de Chenoa sobre el chándal de mariposas. Todos han sentido con ellos. Todos han contemplado la evolución de la pareja. Todo tienen derecho a su parte de ficción.

La vulnerabilidad compartida humaniza y alivia la carga de la perfección. Pero cuando una se siente desollada, como si le hubieran sacado de bajo los huesos los pulmones y los intestinos y la hubieran limado por fuera, floja de tanto llorar, ya casi una carcasita, y no comprende que el mundo siga en marcha indiferente a su desgarro, cuando no entiende que también mañana el afilador tendrá la osadía de volver a silbar en la calle, que los niños seguirán jugando a Marco Polo en el bordillo de la piscina, que a la una y media en el chiringuito prepararán insolentes media docena de tintos de verano, que el autobús circular recorrerá impertinente toda la ciudad, recordar que tu luto es materia prima del chismorreo general no logra en el alma el efecto de un caldito de pollo.

De eso sólo se ocupan las amigas que se plantan en casa a las 11:00 de la noche y una agenda laboral suficientemente saturada como para poder contener la pena mientras el sol esté en el cielo. No hay enterrador de pesares como la faena.

Las veredas románticas a veces se empiedran de señales. A algunos el exceso de demostraciones de afecto públicas, como los tatuajes compartidos, los pone sobre aviso. A otras una ceja tensa frente a un rasguño en un vestido las disuade de por vida. A otras ni una casulla en llamas el día de la boda se les antoja un indicio de alarma. Otras señales las vemos todos al otro lado de la pantalla. Y son de las serias. A quién en su sano juicio no le gustan las aceitunas.